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viernes, 30 de mayo de 2014

No es cierto que el mejor sitio para el dinero sean los bolsillos de la gente


Trabajo en una universidad de los Estados Unidos. Pública para más señas. Hasta ahora los profesores de esta universidad recibían su salario a lo largo de los nueve meses que duraba y dura el curso académico. Esta circunstancia ocasionaba un alto nivel de ansiedad entre los profesores que, aunque recibían salario íntegramente en menos tiempo, veían como sus cuentas corrientes menguaban sustancialmente durante el verano al no percibir ningún ingreso.

Recientemente se les ha dado a los profesores la opción de ser pagados en 12 mensualidades. Esta modalidad supondrá que aquellos que se acogan a ella percibirán un importe mensual sustancialmente inferior al año anterior. La medida ha sido, sin embargo, recibida con inusitable alborozo, casi como si se tratara de una subida de sueldo. Pero no, el sueldo seguirá siendo exactamente el mismo.

¿Por qué se alegra tanto la gente entonces? ¿No habíamos quedado desde hace décadas que donde mejor está el dinero es en los bolsillos del asalariado, contribuyente, ciudadano, etc., y otras categorías afínes? Para más inri los americanos siempre se nos aparecen como el parangón de la responsabilidad individual, el ejemplo a seguir para el resto del mundo por su tenaz oposición a que sean  otros tomen decisiones acerca de qué hacer con su dinero.

La experiencia que estoy viviendo  demuestra que esto no es así. Un número elevado de bien educados ciudadanos norteamericanos con doctorados prefieren ser pagados en doce mensualidades que en nueve. La causa es muy sencilla. Simplemente no se consideran capaces de administrar sus finanzas personales por ellos mismos y prefieren delegar esta actividad.

Así que, contra todo pronóstico, en España, donde las pagas extras de Julio y de Diciembre siguen siendo una institución en la empresa pública y privada, teníamos razón y no lo sabíamos. De hecho, Franco, bajo cuyo mandato se instituyeron las pagas extras de verano y navidad, conocía mejor la naturaleza humana que los políticos modernos de derechas empeñados, al menos en teoría, en que el ciudadano administre sus recursos por si mismo.

No, no era cierto. Si es de humanos dejarnos arrastrar por las pasiones, por ejemplo la del gasto, también lo es domeñarlas y buscar quien desde fuera lo haga por nosotros. 

Por eso a la gente le gusta que haya un estado al que se dota de racionalidad y legitimidad para que tome decisiones que a nosotros individualmente no nos gusta tomar como mantener el control de las fronteras, defender el territorio en caso de conflicto u obligarnos a pagar impuestos.

No, no es cierto que al hombre le guíen los principios de la libertad, la responsabilidad individual y otras zarandajas liberales. Al ser humano le motiva que le den o le quiten, que le feliciten o que le reprendan, que le amen o que le odien, que alguien, a poder ser lo más impersonal posible, se incaute de tu dinero y lo redistribuya.

Si estaba en lo cierto Baltasar Gracián en su Oráculo (aforismo 236) al aconsejar al hombre de estado o al líder hacer favores a priori en lugar de simplemente recompensar el mérito a posteriori para ganarse el aplauso de la gente de ley (como por ejemplo pagar el salario por adelantado en lugar de dilatarlo a través de pagas extras) entonces, visto lo visto, es que quizás la mayoría de las gentes no seamos tan de ley como le gustaría al gran pensador del siglo de oro español.

viernes, 23 de mayo de 2014

Libros ni regalados


Cuando las cosas que uno aprecia cuestan poco dinero, es que uno ha comenzado a envejecer. Cuando un disco, o un CD, que uno valora cuesta 4 o 5 euros es porque uno se va convirtiendo o se ha  convertido en eso que antes se llamaba cariñosamente en un carroza y que hoy suena tan cursi.

Pero nada se ha devaluado tanto como un libro, ni los pisos de ladrillo visto que se acumulan en los secarrales de la periferia de las ciudades españolas.

Cuando uno va, casi con sentimiento de culpa, a donar una buena colección de libros a una biblioteca pública y se le dice, con la amabilidad que se dicen las cosas al loco inofensivo, que no interesan, es que la cosa va en serio.

Pocas cosas nos hacen cobrar más conciencia de obsolescencia que la pérdida de valor de los libros. Cuando voy caminando a la universidad por las mañanas paso delante de varios casas delante de las cuáles hay un pequeño expositor con libros para que el viandante preste o se lleve para siempre los que quiera sin permiso. Pocos hacen uso de su derecho ya que siempre parecen quedar los mismos aunque haya buenas ediciones de Moby Dick, Herman Hesse y muchos otros autores en otros tiempos considerados de postín.

Pasan las estaciones, las lluvias y los libros siguen allí, achacosos por la humedad, más solitarios, si cabe, que cuando el dueño tomó la decisión de deshacerse de ellos por primera vez.

Y es que los libros, excepto unas cuantas novedades y libros de texto que los estudiantes compran por obligación, no valen casi nada. Se han convertido en una molestia que hay que quitarse de encima . En un compromiso molesto, como cuando alguien nos presta un libro que le ha cambiado la vida para que lo leamos. No digamos si un colega ha escrito una novela y nos pide una sincera (e imposible) opinión de amigo.

Los libros son un molesto y áspero trago al final del día, ya cansados, con la conciencia intranquila de haberlo malgastado en tareas inocuas pero que consumen nuestras energías con fruición. Los libros se han transformado en un sentimiento de culpa que sentimos por no apetecernos agarrarlos en lugar de ponernos a navegar por internet sin rumbo.

Los libros se han convertido en un coñazo que nos recuerda nuestras promesas incumplidas. Los libros que no hemos leído, que no hemos escrito ni escribiremos, que hemos comprado y vemos día a día como acumulan polvo mientras aplazamos perpetuamente su supuesto gozo con nimiedades.

Los libros son un tostón para la gente de la industria, los distribuidores y las editoriales que llaman por teléfono o mandan un correo electrónico a sus desconocidos autores preguntándoles que hacer con tanta copia sin vender en una nave industrial en Loeches o cualquier poblacho a las afueras de Madrid. Incinerarlos, reciclarlos, cualquier solución parece buena para deshacerse de lo inservible.

Mientras tanto los autores,  a los que nadie conoce, ni admira, que se ganan su vida con otros trabajos y encima ligan poco, se sienten culpables y felices de haber engañado al editor. Editores por vocación, que siguen cumpliendo su cometido porque sienten necesidad pero sin ilusión como el que se come un plátano a media mañana para matar el hambre.

El futuro ya no es lo que era y escribir y publicar tampoco. Crecimos pensando que los libros eran un bien escaso que sólo podía disfrutarse efímeramente utilizando el servicio de préstamo de una biblioteca municipal. Que los libros eran lo máximo para aquellos que eran lo mínimo, que no sabían hacer la o con un canuto, como nosotros.

Hoy nos hemos dado cuenta de que los libros eran un bodrio aunque no nos podamos pasar sin ellos, nos joda su declive y los añoremos.

No ha hecho falta la iglesia o la dictadura perfecta, como señalaban los agoreros, para acabar con el interés por los libros, tan sólo la pasión que sentimos la mayoría por los deportes y las series de HBO.

lunes, 12 de mayo de 2014

Los rectores exigen...


Los rectores han dado un puñetazo encima de la mesa. Exigen más dinero para becas, para llenar las aulas de unas universidades a las que los estudiantes acuden resignados, aunque en masa, como mal menor o por falta de otras opciones laborales o formativas. Según ellos, las becas deben ser a fondo perdido incluso aunque los resultados académicos sean malos ya que "la beca no es un premio, es para ayudar a estudiar."
Pero los rectores también exigen más recursos para mejorar unas instalaciones que se caen a pedazos y a veces parecen más propias de universidades de países en vías de desarrollo.
No se quedan ahí. Los rectores piden más financiación para no tener que despedir a más profesores contratados, doctores y para que no se supriman líneas de investigación.
Son los rectores. Cada año se reunen en la llamada Conferencia de Rectores de España (CRUE) y formulan más o menos la misma reivindicación a las administraciones. Dame más dinero para que más gente pueda estudiar en estas universidades con una clientela cautiva y para que podamos hacer más cosas. Si no lo hacemos, es culpa tuya, Estado. Yo hago mi trabajo. Soy un administrador, me encargo de distribuir los recursos generados por otros que nos son transferidos por ti, el Estado. Y es que en España siempre ha molado lo de administrar sobre todo si lo comparamos con generar o recaudar.
Con matices, todas sus reivindicaciones serían razonables si no fuera porque a los rectores nadie les exige demasiado.
A los rectores no parece resultarles demasiado relevante que la tasa de abandono el primer año sea del 19 % (un porcentaje elevadísimo sólo ligeramente por debajo del 25 % de fracaso escolar); que uno de cada tres becados pierda la beca por bajo rendimiento académico; que sólo un 6 % de los licenciados acabe montando su propia empresa; que ninguna universidad española figure entre las 200 primeras del mundo a pesar de que muchas tengan más presupuesto y población que muchas de las que les anteceden en la clasificación; o que la bancarrota económica y la baja calidad de muchas de las instalaciones ya tuviera lugar en la época de las vacas gordas.
No parece demasiado injusto pedirles a los rectores que mejoren el seguimiento académico de sus estudiantes para que decline el fracaso universitario y se aprovechen mejor esos recursos públicos que reclaman con tanta insistencia. Tampoco que se salgan un poquito del molde y pongan en marcha iniciativas propias para incrementar los recursos disponibles como hacen otras instituciones semejantes en otros países, que también reciben dinero de impuestos, pero que no renuncian a explotar recursos propios.
En otras latitudes, las universidades ofrecen clases en verano para que los estudiantes que lo deseen se puedan graduar antes y aprovechar las instalaciones todo el año, así como se proponen constantemente nuevos programas de alta demanda y se clausuran con rapidez otros que han quedado obsoletos.
Debe ser agradable tener un trabajo en el que la responsabilidad es tan mínima y los beneficios de la representatividad tan grande, en el que nunca corres el riesgo de que te despidan aunque te equivoques mucho o no te equivoques nada porque no tomas ninguna decisión importante, en el que la inacción se considere parte de tu cometido, en el que el factor cuantitativo siempre es prueba de éxito, en el que los malos resultados, por esperados, siempre constituyen una disculpa.
Qué suerte no haber tenido que ser contratado a través de una empresa de headhunters(con lo engorroso que es, lo pesados que se ponen) y haber tenido que superar múltiples entrevistas con representantes de todos los estamentos universitarios como sucede en las universidades estadounidenses (públicas y privadas). Qué incordio sería tener que reunirte todos los meses como hacen con el board of trustees, ese consejo de sabios integrado por profesionales e intelectuales de prestigio e independientes, y dar cuenta de los resultados de tu gestión.
En estas circunstancias, lo de los Audis y los chóferes es casi lo de menos.

lunes, 5 de mayo de 2014

Los estudiantes son lo más importante


La iniciativa del Ministerio de Educación de incluir pruebas de tecnología e idiomas en las oposiciones a profesor de primaria está bien. Va en la buena dirección. Me sigue sorprendiendo, sin embargo, que se nos venda como una audaz propuesta de mejora que la nota requerida en el examen de Lengua de Selectividad en Madrid sea de un 5 y en Cataluña de un 4 tanto para la lengua catalana como para la castellana. Nos conformamos con poco diciéndoles a los maestros que apenas es suficiente con saberse el sujeto + verbo + predicado y la concordancia de género y número.
El problema de fondo del profesorado de primaria no se resolverá hasta que no se prestigie la profesión y también se la remunere algo mejor. Mucha de la gente que estudia carreras y realiza masters y doctorados quizás se sentirían motivados a convertirse en maestros de primaria si gozara de mayor consideración social y ofreciera mejores oportunidades que la mera supervivencia.
No me cabe duda de que es una profesión difícil. De ello me doy cuenta a diario al llevar a mis hijos a la escuela, ambos en primaria, y entrar en las clases. A uno le hace sentir que ser profesor universitario es la tarea más sencilla del mundo y que es como comparar el toreo de vaquillas con vitorinos (los chavales de 7 a 10 años).
Estoy convencido de que la carrera de magisterio, o al menos alguna capacitación pedagógica, es necesaria para enseñar a los más pequeños y que muchos catedráticos de historia tendrían poco que hacer en esas aulas.
En líneas generales, pienso que hoy día los maestros saben enseñar mejor que en el pasado y motivar mejor a los estudiantes. A mis hijos les gusta ir a la escuela, algo que a mí me resultaba ajeno a su edad. Están contentos y eso está bien pero no es suficiente. La ignorancia es muy peligrosa aunque sea a cambio de una efímera felicidad.
No estaría mal del todo que aparte de buenos pedagogos los maestros sean un poco más cultos. No parece muy de recibido que en las últimas oposiciones para profesor en la comunidad de Madrid, el 93 % de los presentados no respondiera correctamente a la pregunta de cuál es el equivalente en gramos a dos kilogramos y 30 gramos. Debería haber líneas rojas que estuviera prohibido traspasar.
Por eso es tan decepcionante la actitud de los sindicatos de docentes siempre pensando antes en su clientela que en los chavales. No parece mucho pedir que un maestro, cualquier maestro sea el que sea, hoy día hable algo de inglés y sepa más que encender el ordenador como pretende exigir el Ministerio. Decir que la medida perjudica a los interinos es una ofensa a los estudiantes y, casi me atrevería a decir, que a los propios interinos a los que se les supone incapaces de actualizar sus conocimientos.
Y además, yo iría más lejos, ¿qué importan los interinos si la medida es beneficiosa para los estudiantes? Si lo más importante es que alguien mantenga su puesto de trabajo en perjuicio de la calidad tenemos un problema importante.
Pero Nicolás Fernández, el presidente del sindicato de docentes (ANPE) no se queda ahí. Según él, el problema es que: "Aquí somos pendulares. Hace 30 años no se estudiaba ni gota de inglés, era francés, y ahora se pretende que todo el sistema pivote sobre esa lengua, cuando un niño tendrá que adquirir comprensión lectora, nociones de cálculo, aprender a escribir...". Hombre, no sé si cambiar un modelo cada 30 años es ser muy pendular. Más bien yo diría que el problema es el contrario, yo diría que aquí las cosas cambian bastante poco en el terreno educativo para la velocidad de crucero que lleva el mundo. En todo caso, muchos tenemos la edad suficiente para atestiguar que hace 30 años ya se estudiaba bastante inglés aunque fuera mal.
Según el presidente de ANPE, otro problema de la medida es que muchos maestros estudian un master a la vez que trabajan, lo cual me recuerda a esos estudiantes de doctorado que, para justificar su inactividad y esperando una milagrosa solución por parte de sus directores de tesis, les recuerdan que tienen hijos, un trabajo, que juegan en un equipo de fútbol, que colaboran con una ONG y por eso nunca tienen tiempo para realizar las lecturas, asistir a las clases y escribir la tesis. Los años pasan y ellos piensan orgullosamente que al menos han hecho los cursitos preparatorios.
Aun reconociendo que ambos aspectos están relacionados, una condición sine qua nonpara resolver el problema educativo es priorizar las necesidades de los estudiantes sobre las de los profesores. Algo que suena obvio pero no siempre se cumple.