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miércoles, 18 de junio de 2014

La educación en EE.UU: ¿cuestión de excelencia o confianza?


He asistido en menos de una semana a dos ceremonias de graduación, una de high school (equivalente al antiguo bachillerato español) y otra de universidad. Tienen algo de ritos de paso estas dos ceremonias.

En la primera se celebra que el graduado probablemente irá a la universidad lejos de casa por primera vez o quizás que se pondrá a trabajar pronto ya que después de todo sólo el 40 por ciento de los americanos acuden a la universidad (más o menos como en España).

En la segunda se celebra que el graduado ha completado su formación para la vida, tener un buen trabajo (quizás) y desarrollar su vocación.

Tienen algo de anacrónicas e inflacionistas, aunque sigan siendo muy populares en Estados Unidos y algunas universidades privadas españolas las imiten, estas ceremonias de enaltecimiento del estudiante ya que si hace un siglo suponía una conquista obtener el bachillerato, y no digamos un título universitario, hoy día se ha convertido en café para todos y apenas tiene ningún mérito.

Lo que más me llamó la atención de la graduación de los estudiantes de high school fue el elevado número de estudiantes que reunía las cualidades de lo que podría denominarse como excelencia. Cuando uno de los hablantes invitó a los mejores alumnos de los 320 estudiantes que recibirían ese día su diploma de graduación a ponerse de pie para recibir una ovación de reconocimiento, unos 25 tenían una media 4 (lo que en España equivaldría a un diez puro y duro según la antigua usanza) y alrededor de 50 o 60  tenían una nota media superior al 3,5, es decir, el equivalente a un sobresaliente bajo. En otras palabras, casi un 30 por ciento de los estudiantes tenían un sobresaliente y podrían considerarse como estudiantes excelentes.

Recuerdo que hace 27 años, cuando acabé COU, únicamente seis estudiantes de una clase de 35 logramos aprobar todas las asignaturas sin recurrir a segundas o terceras convocatorias y nos considerábamos afortunados aunque apenas tuviéramos unos pocos sobresalientes. Un guarismo miserable, sin duda, si lo comparamos con el de los jóvenes norteamericanos.

Sin embargo, a uno le surgen dudas cuando uno tiene la oportunidad de comprobar el nivel de muchos estudiantes norteamericanos que acaban en la universidad, los problemas de léxico, ortográficos y las lagunas en cuestiones muy básicas de cultura general. A veces algunos de ellos protestan una mala nota, según ellos un notable, esgrimiendo que a lo largo de sus vidas siempre han sacado sobresalientes como si ello supusiera un argumento irrefutable.


Aunque no soy relativista, está claro que la excelencia es un concepto relativo pero regido por una premisa que podría considerarse absoluta: si todos o casi todos son excelentes es que entonces muy pocos lo son. La excelencia requiere un contexto de escasez. No se si puede haber un 30 por ciento de alumnos excelentes en un colegio de secundaria en el que el mayor filtro de entrada es el barrio en el que uno vive.

Por otro lado, da que pensar la confianza con que se desenvuelven los jóvenes norteamericanos sea cual sea su nivel académico. Con frecuencia, sean o no de sobresaliente, se encuentran cómodos hablando en público y tienen la ingenuidad necesaria para permitirse soñar y poner en marcha sus propios proyectos.

La educación primaria y secundaria norteamericana hace mucho que es de baja calidad comparada con la europea, hablo en términos muy generales ya que las excepciones también serían muy numerosas, lo cual no ha impedido que este país lidere casi todas las áreas de conocimiento (con la aportación de mucho capital intelectual extranjero, todo hay que decirlo). En los cacareados informes PISA, la educación estadounidense siempre queda malparada, lo cual no frena ni mucho menos la innovación y el crecimiento económico.

Hay algo importante que se nos escapa, la confianza que el sistema insufla en el individuo que se ve capaz de montar empresas y llevar a cabo sus sueños en la medida en que sus posibilidades le permitan. Aunque en el informe PISA los estadounidenses son de los peores (al nivel de España más o menos), cuando se realizan encuestas relacionadas con la autopercepción de lo que uno sabe, los norteamericanos son los que aparecen los primeros del ranking.

Para tener espíritu emprendedor uno no necesita haber estudiado latín o griego antiguo en el bachillerato, algo que por cierto hace tiempo se dejó de estudiar en España.

Ni tan siquiera tiene que saber donde nace el río Mississipi o cual es la capital del estado de California.

jueves, 12 de junio de 2014

Durante el mundial Estados Unidos no es importante


A los estadounidenses no les interesa el fútbol. De hecho se han inventado una horrible palabra, soccer, para desnaturalizar el significado de una palabra inventada por los ingleses.
Pero lo más interesante es que, a diferencia de la mayoría de órdenes de la vida, desde la política, pasando por la economía a la cultura popular, al resto del mundo no le importa ni lo más mínimo que a los americanos no les guste el fútbol.
Podrá jodernos que los americanos ignoren tal o cual película, libro, ingrediente, comida o cuestión geográfica, pero cuando se trata del fútbol la respuesta está clara: los que se joden son ellos por no saber apreciarlo.
El interés por el fútbol en Estados Unidos es sinónimo de extranjería. Puedes hacer con toda tranquilidad planes para ver un partido en diferido al final del día sin que nadie te diga el resultado de un Madrid-Barcelona o de la final de la Copa de Europa. Cuando los estudiantes de Japón, Arabia Saudí, Alemania, Sudán o Corea se reúnen y se ponen a hablar de fútbol los que parecen quedarse marginados son los norteamericanos aunque estén en terreno propio. El fútbol es lo no americano, (cuidado, no confundir con antiamericano) por antonomasia.
Sin embargo, durante los mundiales uno de repente descubre que a fulanito o menganito, a los que nunca había escuchado hablar de fútbol, les interesa y que incluso ven los partidos por Univisión, único canal en abierto que pone todos los partidos, aunque no hablen palabra de español. También que en un viaje por Europa visitaron el Bernabéu o acudieron a un partido con una bufanda.
En la América de las diferencias sociales y económicas, el fútbol acaso es el único factor transversal capaz de crear curiosas coaliciones.
Por un lado, nos encontramos con la inmigración latina (sobre todo mexicana) y, por otro, con un numeroso segmento de la población, no sólo, pero en un importante porcentaje, integrado por personas de nivel socioeconómico alto que vive en zonas urbanas.
Los primeros practican el fútbol cuando sus duros horarios laborales se lo permiten y siguen la liga mexicana en los canales hispanos; los segundos apuntan a sus hijos a equipos de fútbol de las federaciones locales y siguen la liga inglesa con fruición.
Para los primeros, su afición por el fútbol es una forma de identidad y, como no, una vida de repuesto que diría Jose Luis Garci. Para los segundos, tiene algo de progresista, es una afirmación casi política de cuestionamiento del excepcionalismo norteamericano y una afirmación de creencia en el cosmopolitismo, la multiculturalidad y el interés por otras culturas.
Para los que vivimos en EEUU durante la celebración de los Mundiales es agradable comprobar que el mundo pasa de Norteamérica y que lo que dice Obama o cualquier estrella de Hollywood apenas es relevante.
Que en una calle de Hamburgo, Caracas o Estambul, nadie reconocería a Tom Brady, Russell Wilson, Alex Rodríguez o Adrian Peterson (estrellas del fútbol americano o el béisbol) pero que en cambio Messi, Ronaldo, Casillas o Iniesta harían girar la cabeza a las multitudes.
Los mundiales ponen un atisbo de cordura en un mundo demasiado unipolar a veces. Un mundo 'postamericano' más real que aquel al que se refería Fared Zakaria al menos durante un mes.

lunes, 9 de junio de 2014

La izquierda sentimental


No se que me causó más inquietud de las 9 impresionantes fotos aéreas de las protestas por la República que publicó el Huffington Post el día que el rey Juan Carlos anunció su abdicación.
Quizás fue la manifestación en sí, que recordaba tanto a la de la hermosa foto que Alfonso Sánchez Portela tomó el día de la proclamación de la Segunda República y que acabaría tan mal. Uno no acaba de entender del todo la buena prensa de que gozan en España las muchedumbres desde que Tarde y Le Bon anunciaran a finales del siglo XIX que sacan a relucir lo peor y más irracional del ser humano.
Otra no menor es que la manifestación se fraguara cuando el cadaver estaba, por decirlo de algún modo, todavía caliente. Nos gusta a los españoles actuar en el fragor del momento, en ausencia de distancia, dejarnos llevar y, sobre todo hacer leña del árbol caído aunque no haya sido por causa nuestra. Cuando en situaciones difíciles otras sociedades juntan filas, la nuestra se divide y se enorgullece de ello. Ocurrió tras el 11-M y más recientemente con los separatismos que atacan más siempre que el Estado está en dificultades y al borde del colapso.
También tenía algo de inquietante la foto de uno de los líderes de Podemos, Adrián Rodríguez, bebiendo una copa de vino tinto desde uno de los balcones de la Puerta del Sol con pose de catador, contemplando desde las alturas la masa enfervorizada sosteniendo banderas republicanas. Hay algo neroniano en ella, de delectación del que contempla como el edificio se viene abajo.
Las decenas de miles de "Me gustan" (más de treinta mil), de gente que compartió las fotos en Facebook o en Twitter, números muy superiores a los que alcanzan noticias de mucho mayor alcance pero con un contenido textual, tampoco invitan al optimismo. Más bien indican el alto componente emocional de esta movilización en la que muchos de sus participantes probablemente se han animado unos a otros utilizando exclusivamente la fuerza de las imágenes.
Lo digo con tristeza. La épica, la sentimentalidad, la plástica de las imágenes, las banderas y los himnos parece ser lo único que le queda a una izquierda cada vez más moribunda pero con más votos. Uno lee a jóvenes decir que mi padre o abuelo era republicano y por eso estoy aquí y cosas similares. Pero los padres y los abuelos también se pueden equivocar e incluso mentir.
Manifestarse por la república es manifestarse por la nada, una respuesta nihilista al desaliento general, un brindis al sol, un gesto testimonial de que uno tiene capacidad de reacción, una mera coartada para no reconocer que uno puede estar en contra de la monarquía pero que no tiene ni idea de a dónde va.
Yo, como ha dicho Javier Cercas recientemente, quiero saber cómo la república va a crear puestos de trabajo, mejorar la sanidad o la educación. Sigo esperando propuestas que tengan alguna conexión con la realidad y no propuestas populistas de corte caribeño como las de Podemos con su renta básica o la jubilación a los 60 en un país en el que tan poca gente trabaja y cotiza.
Hoy día, al contrario de como oigo decir a tanta gente, el extremismo en España se está concentrando en los nacionalismos y la izquierda. En la derecha los extremistas hace tiempo que están la mar de cómodos como parte de una oligarquía dominante y degradada pero perfectamente integrada en el sistema.
Si el bipartidismo es una lacra, la fragmentación del arco político adquiere rango de podredumbre. Y si no, echemos un vistazo a Estados Unidos y Gran Bretaña, las dos democracias más solidas y consolidadas del mundo son también las más bipartidistas.
Por algo será.

viernes, 6 de junio de 2014

Ultimas noticias sobre el periodismo ciudadano


Cada vez estoy más convencido de que una de las cosas que distinguen a los anglosajones es su capacidad para analizar críticamente la realidad y al mismo tiempo mantener una alta dosis de optimismo. Muy optimistas. Incluso en lo que se refiere a la situación actual del periodismo.
Esta reflexión viene al caso después de asistir al último congreso de la Asociación Internacional de la Comunicación (ICA) en Seattle. Tuve la fortuna de ser invitado como ponente a una mesa redonda en la que debatíamos la vigencia del pensamiento de Walter Lippmann, considerado uno de los clásicos del periodismo y la comunicación norteamericana entre otras cosas por haber sido el primero en cuestionar el papel de la prensa y la ciudadanía para dirimir los asuntos públicos en su libro Opinión pública (1922) y por su labor como columnista durante 30 años en elHerald Tribune.
A mi lado se encontraba Michael Schudson, profesor de periodismo en Columbia University y una celebridad en el mundo académico estadounidense por lo que lógicamente concitaba toda la atención.
Lo que más me sorprendió de la conversación fue, cuando uno oye más que hablar de EREs y precariedad en la prensa española, el relativo tono esperanzador de la reunión compuesta principalmente de una audiencia de profesores de ciencias de la información de todo el mundo.
Un dato interesante aportado por Schudson, y que no todo el mundo conoce, es que aunque el número de periodistas ha disminuido en Estados Unidos de 67.000 en 1992 a 59.000 en 2002 hasta llegar a los 40.000 actuales, lo cierto es que en 1971 la cifra de periodistas era prácticamente la misma, exactamente 39.000. Y ello teniendo en cuenta que, gracias a los ordenadores, las páginas web, los agregadores, Wikipedia y YouTube, Google y los propios artículos de los periódicos que circulan online, los actuales periodistas son mucho más eficientes a la hora de investigar de lo que solían serlo en el pasado. Es cierto que 20.000 puestos de trabajo se han ido por el desagüe desde 2002 pero también es verdad que podrían haber sido muchos más simplemente para mantener la calidad que las redacciones ofrecían entonces.
Una de las reflexiones de Schudson fue que hasta que no seamos capaces de medir la productividad del periodismo de calidad, y no únicamente el número de artículos o de palabras generados por periodista, será difícil determinar si hay muchos o pocos periodistas.
La audiencia también estaba ávida por conocer cual era la opinion de Schudson acerca del periodismo ciudadano cuyo paradigma está representado por el Huffington Post, que en Estados Unidos está claramente más consolidado que en España.
En su respuesta, Schudson hizo referencia a la diferencia que Lippmann estableció entre insiders y outsiders para describir la perspectiva que, en una sociedad cada vez más compleja, tiene el ciudadano que sabe cada vez menos de la mayoría de los asuntos y solamente puede considerarse un experto o medio experto en unos pocos de ellos. En otras palabras, la mayoría de nosotros somos outsiders en casi todo einsiders en nuestra profesión o alguna afición que tengamos si acaso. Las redacciones convencionales jamás dispusieron o dispondrán de expertos suficientes.
Schudson y varias personas en la audiencia se mostraron de acuerdo en que el periodismo ciudadano cubrirá un vacío que se irá haciendo cada vez más amplio ya que la sociedad seguirá haciéndose, por razones demográficas, tecnológicas y de todo tipo, irremediablemente cada vez más compleja.
Otra cuestión, y aquí me falta un poco de ese optimismo anglosajón, es si el mero altruismo o el reconocimiento social seguirán siendo motivación suficiente en el futuro para estos ciudadanos que ejercen de reporteros en su tiempo libre.