Páginas

lunes, 25 de mayo de 2015

Asimetrías norteamericanas


Llama la atención lo poco que saben los norteamericanos de Puerto Rico, cuyos habitantes, en su calidad de pertenecer a un estado libre asociado, son ciudadanos estadounidenses después de todo.

Caminando por las calles del Viejo San Juan, todo lo más que acierto a oir de los turistas norteamericanos es que la arquitectura les recuerda al barrio francés de Nueva Orleans. Debe ser por los balcones en las fachadas, que eso si que debe ser Estados Unidos para ellos, aunque también la capital de Louisiana haya pasado por varias manos.

No saben apenas nada de la comida, de las tradiciones o de las costumbres de la isla. Como si estuvieran en Kamchatka y no en un territorio en el que la bandera norteamericana ondea casi con tanta frecuencia como la portorriqueña.

Tampoco de las cuestiones prácticas como por ejemplo que las grandes compañías de telecomunicaciones norteamericanas como Verizon no funcionan en la isla, que no se necesita pasaporte para viajar y les sorprenden los elevados precios que cuestan las cosas.

No saben mucho más de Puerto Rico que, por poner un ejemplo al azar, de Bolivia. No muestran menor dificultad para entender la idiosincracia puertorriqueña que para penetrar cualquier otra cultura considerada ajena.

Y eso que el país está en muchos sentidos hecho a su medida y no sólo por compartir ciudadanía.

Hay cierta obstinación en que los letreros de las tiendas y los nombres de los productos estén  en inglés incluso aunque a menudo los clientes que uno tiene alrededor hablan español. Los bien aleccionados dependientes se empecinan en pronunciar en la lengua de Shakespeare los nombres de los productos o bien anglosanizan los nombres. Así una pizza de rúcula y tomate cherry será una cherry rucket pizza, un donut corriente y moliente es un glazed donut, un pollo asado será un pollo rostizado y un tranvía es un trolley. Uno encuentra los mismos Wallgreens, CVS, Baskin Robbins y Marshalls que proliferan en el norte. Las mismas sopas Campbell, cenas preparadas hungry man y zumos orgánicos Odwalla en los estantes refrigerados. El mismo tamaño despampanante de los autos. La misma ubicuidad de la comida rápida que hace indiferenciables a los portorriqueños de los estadounidenses en cuestiones de obesidad.

La verdad es que no hay demasiadas razones para que el turista norteamericano use el precario español aprendido en sus tiempos de high school.

Las clases altas portorriqueñas viven el fin de semana como en cualquier suburbio de Los Angeles o Atlanta. El ideal norteamericano es tan fuerte que se ve a mucha gente haciendo jogging a treinta y tantos grados de temperatura y más de un 80 por ciento de humedad. Incluso pagan por el café de Starbucks, unos cuatro dólares por un latte, más que en cualquier ciudad de los Estados Unidos.

A riesgo de equivocarme, el turismo que acude a Puerto Rico no parece muy variado. Norteamericano en su inmensa mayoría. Por poner un ejemplo, todos los españoles conocemos amigos o familiares que han visitado en los últimos años Cuba o la República Dominicana, pero ¿cuantos han ido a Puerto Rico que era tan España como Cuba a finales del siglo XIX? Prácticamente antes de ayer.

 Los gigantescos cruceros que atracan en el Puerto de San Juan meten de golpe 15 o 20 mil personas en el Viejo San Juan para pasar la tarde. La cadena Hilton tiene casi tantos hoteles de lujo o semilujo como Mc Donald tiene franquicias. Es un mundo en cierta medida hecho para los conciudadanos del norte que saben tan poco de ellos.

Un mundo asimétrico, por utilizar uno de los vocablos de moda empleados en el congreso académico que me trajo a San Juan. Los países del sur de Europa podrán tener un déficit por cuenta corriente con los alemanes pero sus ciudadanos no tienen la sensación de que a los alemanes no les importen o no sepan nada de ellos. Si acaso podrán quejarse de la existencia de una asimetría económica en la que los que venden sus productos a los otros son siempre los mismos y provocan hecatombes en las balanzas de pagos.

Pero la asimetría de los norteamericanos con los portorriqueños, y quizás con el resto del mundo, es una asimetría que provoca un déficit de conocimiento y, por tanto, de identidad porque para sentirse reconocido hace falta que el otro sepa algo de ti.

Una asimetría más jodida de resolver y que acaso sigue siendo el único rasgo que ha pervivido del excepcionalismo norteamericano en su relación con el resto del mundo.

lunes, 18 de mayo de 2015

Matar por ir a una universidad con pedigrí


Las noticias se suceden a diario. Hablan de una sociedad presente o futura en la que cada vez una sima más grande separa a una relativa minoría de gente a la que las cosas les van bien o muy bien y al resto, resignados a vivir de productos y servicios low cost y del estado protector.

Nadie quiere quedarse rezagado en esta carrera hacia un futuro que no se sabe exactamente que va a traer. Los padres y los hijos están preocupados. Cada vez más pronto. Los colegios, las actividades extraexcolares o con quien se relacionan tus hijos se eligen cuidadosamente pensando en 10 o 15 años vista. Los padres literalmente matan y  también mienten para que acepten a sus hijos en los mejores colegios y donde se pueden establecer los mejores contactos.

No digamos de las universidades. Los menos pudientes se libran de esta obsesión y se tienen que conformar con el café para todos, un sistema de universidades públicas que tiende hacia la indiferenciación. Pero los que se lo pueden permitir y tienen ínfulas se lanzan a deguello de las universidades norteamericanas de más renombre, pienso en las que pertenecen a la Ivy League, por ejemplo.

Las clases adineradas de las grandes metrópolis norteamericanas gastan cientos de miles de dólares en preparar desde su más tierna infancia a sus hijos para que acaben en Brown, Yale o Duke. Mensualidades de colegios que no pueden pagarse con el sueldo de dos o tres mileuristas, asesores de carrera que pasan minutas de 50.000 dólares anuales y otras lindezas por el estilo como campamentos de verano de dos semanas de duración en Stanford por 7.000 dólares.  Es un proceso que dura años, con el fin de asegurar un asiento en una de estas instituciones. Un proceso que se ha endurecido estos últimos años al tratarse de un mercado mundial. Igual que la presión inmobiliaria desde todas las partes del mundo ha hecho imposible vivir en Manhattan, San Francisco o Vancouver a muchos locales, sucede lo mismo con las universidades de élite.

Cada vez hay más chavales que se sienten frustrados, fracasados al haber hecho todo lo que se les ha dicho y darse cuenta de que no era suficiente para ser admitido en una de estas instituciones. Una consecuencia más de la globalización, en mercados más integrados los que se lo llevan son cada vez menos y se llevan cada vez más. Ser local, sobre todo en este tema, cuenta menos sobre todo teniendo en cuenta que los extranjeros suelen pagar más que los residentes.

De todo ello habla Frank Bruni en su libro que podría traducirse algo así como Donde vayas noes quién serás: Un antidoto contra la obsesión por las universidades de élite. Viene a decir que en realidad hay muchas universidades que pueden proporcionar una educación igual o mejor que las de la Ivy League y, por tanto, no hay que obsesionarse. Da muchos ejemplos, incluso demasiados, como suele suceder en este tipo de libros que agotan su discurso a las 30 páginas. Es, sin embargo, un libro necesario que demuestra con datos fehacientes algo que mucha gente piensa o sospecha pero que nadie se atreve a decir abiertamente, que hay algo de cuento en estas universidades aparentemente tan selectivas, que los investigadores y doctorados justifican su fama pero que la educación de las carreras de cuatro años es igual o peor que en otras universidades de menor fama. Lo que importa es el individuo y sus ganas de hacer cosas, no tanto el continente.

Sin embargo, aunque se ha convertido en un best seller en Estados Unidos, no va hacer que la gente se obsesione menos por el tema. Ni que ciertas consultoras norteamericanas solo contraten a graduados de ciertas universidades por considerar que gracias a ello se quitan buena parte del trabajo de selección.

Si, hay mucho de cuento en ello pero mientras el hombre sea un animal fundamentalmente emocional y motivado por la diferencia, las universidades de la Ivy League tienen negocio asegurado para rato.

lunes, 11 de mayo de 2015

Houellebecq va al meollo

¿Se ha equivocado Houellebecq escribiendo Sumisión)? A juzgar por el éxito de ventas en Francia y otros países europeos, no. Si pensamos en la atención que ha recibido públicamente tampoco. Desde un punto de vista personal, quizás Houellebecq si piense que podría haberse evitado la molestia de tener que ir acompañado con dos o tres guardaespaldas el resto de su vida.

Personalmente me siento agradecido de que existan tipos como él que van al meollo de las cosas. Que escriben novelas, si no totales al menos con una vocación de no rehuir las grandes preguntas. Porque se equivoca el que piense que el tema central de la novela es el impacto del Islam en la sociedad europea futura.

Sumisión trata primordialmente, como el resto de su novelística, de los problemas que encuentra para encontrarle sentido a la vida el hombre posmoderno que, desgajado de las grandes instituciones tradicionales como la religión y la familia, solo encuentra razones para sentirse vivo a través del éxito laboral, el consumo conspicuo de productos de calidad y los placeres efímeros pero adictivos como los que proporciona la gastronomía y el sexo. De hecho, los únicos momentos de cierta felicidad del protagonista son aquellos en los que paladea buenos vinos, los marida con la comida adecuada o se deja llevar por una sensualidad teñida de rasgos pornográficos.

Como lector, no puedo experimentar sino una cierta perplejidad por el hecho de que la gente que escribe o informa sobre literatura asocie la manera de pensar del escritor con la de los personajes que aparecen en el relato y muy concretamente el principal, Francois. Resulta de una banalidad y superficialidad apabullante.

Si se me apura, la hipótesis de que las sociedades europeas acaben regidas por regímenes seudo-islámicos,  que no va más allá de plantear como se adaptaría un partido musulmán a gobernar una sociedad laica y europea como la francesa, no es sino una forma de realizar una enmienda a la totalidad, la sociedad occidental del presente, desde luego mucho más potente que al propio Islam por mucho que se diga.

No en vano, el imaginario gobierno de Mohammed Ben Abbas es descrito como un gobierno capaz de conjugar tradición y modernidad gracias a un hábil manejo de esos rasgos de seducción que en la teoría política moderna han sido denominados como de poder suave. Desde luego, uno tiene la impression de que es un gobierno en cierto sentido más moderno, elegante e incluso innovador que los actuales empezando por el de Hollande al que critica en su libro.

Porque lo que Houellebecq plantea no es muy distinto a lo que, de alguna manera, ya Joseph Ratzinger planteó a Habermas en su célebre diálogo en la Academia Católica de Baviera a finales de los 90. Que, en un contexto global, los ciudadanos de los países occidentales son la real excepción en términos cualitativos y cuantitativos. Que los ciudadanos occidentales viven en la inopia. Que a la mayoría de la gente y los gobiernos en el mundo le importan otras cosas por encima de la buena marcha de la economía y el incremento del poder de compra individual, otro tipo de ideales por los que están dispuestos a sacrificar su bienestar material y, en ocasiones, hasta su vida. Ideales que no quedan solo circunscritos a la religión, sino a las tradiciones, la nación, una concepción de las relaciones humanas o las ideologías.

Houellebecq nos viene a decir que el mantenimiento de los modernos estados nación europeos principalmente alrededor de valores constitucionales o una cierta idea de eficiencia económica tiene consecuencias. Desde luego no hace una apología de lo que hay ni de lo que podría haber habido. Acaso manifiesta una resignación tranquila.

Por razones culturales y demográficas, la cultura musulmana queda más cerca de Europa y podría acelerar los cambios. Pero si no fuera la cultura musulmana, lo cual también cabe dentro de lo posible, Houellebecq sugiere implícitamente que podrían darse otro tipo de cambios que lleven a la disolución del occidente europeo tal y como ha sido conocido.

Por cierto, en Estados Unidos Houellebecq es prácticamente desconocido salvo en círculos muy concretos. No resulta difícil imaginarse por qué.


lunes, 4 de mayo de 2015

Nuevos tiempos, viejas diferencias

Un soleado domingo por la mañana cualquiera en Capitol Hill, uno de los barrios más hipsters y caros de Seattle. En esta ciudad, la gente no va a misa como en muchas otras ciudades del país. De hecho, es difícil hacerlo porque en Seattle apenas se ven iglesias.

La gente hace jogging, va al gimnasio o de compras ya que todo está abierto. Pero sobre todo a la gente le va la comida. Salen a tomar el brunch pero no el de los huevos revueltos, bacon y panqueques con mantequilla y sirope. En los brunches que sirven en Capitol Hill no es infrecuente que haya ostras, gambas, tofu o polenta. Un cóctel para acompañarlos se antoja una opción sensata. Es una ciudad de hipsters y, por tanto, también de foodies, gente que mata por una experiencia gastronómica fuera de lo habitual.

Seattle es la ciudad donde el salario mínimo ha sido subido recientemente por las autoridades a 15 dólares la hora o aproximadamente un 60 por ciento más que en el resto del país. En ella, empresas como Microsoft, Amazon o Starbucks han construido un ecosistema propio donde son los empresarios los que a veces abogan porque los americanos paguen más impuestos o apoyan con su propio dinero el matrimonio gay. No es raro que uno conozca a alguien que tenga que ver con la Bill y Melinda Gates foundation que dedica ingentes cantidades de dinero, que nunca son suficientes, a combatir la pobreza y las enfermedades en los países pobres.

La mañana del domingo transcurre apaciblemente. Cada vez se ve más gente en las calles y lugares públicos, sobre todo en el Farmer’s Market o mercadillo que diríamos en España. Todo es ecológico. Un ramito de espárragos: 6 euros. Un cuarto de boletus: 12 euros. Un kilo de manzanas: 5 euros. Una botella de vino tinto sencillo pero orgánico producida en el estado de Washington: 20 euros. Se admite Visa, Master Card y American Express entre otras modalidades de pago.






Los puestos son sencillos, tienen unos pocos productos, están altamente especializados. Los vendedores no gritan. Al contrario, hablan en voz baja y las aglomeraciones son infrecuentes. Hay un tránsito de público fluido, educado y constante.

Aunque me cuentan con optimismo que el gobierno del estado, el mismo que ha legalizado el consumo de marihuana tras haberse aprobado en referendum, está dispuesto a igualar con un dólar la misma cantidad equivalente gastada en el Farmer’s Market por aquellos que reciben cupones de comida del gobierno, lo cierto es que se ven pocos pobres, acaso ninguno. Los pobres no forman parte del crowd (la multitud) del farmer’s market.

Una multitud en la que bastantes llevan atuendo deportivo, zapatillas Salomon de 120 dólares y de otras marcas que uno ni se imagina. Abundan las gafas Ray-Ban, los tejidos naturales, el lino y el algodón de calidad, los looks diferenciados que uno no recuerda haber visto antes.

No es desde luego la América de los macarrones con queso o la hamburguesa con queso también, faltaría más. Que va, es la que, aunque a muchos les siga fastidiando, sigue marcando tendencia en el resto del planeta.


Es una América ligera, suave, sana, ética, elegante y diversa pero en la que los individuos buscan acrecentar la diferencia con el resto a través del consumo conspicuo por encima de todo.