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martes, 28 de julio de 2015

Qué ha quedado de la América de los 70 y los 80


Es curioso. Buena parte de la realidad que alimentaba los estereotipos que los españoles tenían de los Estados Unidos en los años 70 y 80 se ha esfumado sin darnos cuenta.

Estados Unidos era entonces el país de la mercancía barata: la ropa tirada de precio, comida barata, coches baratos, casas baratas y material deportivo a tutiplén. El país del give me two que iban de compras a Nueva York. Casi cualquiera podia sentirse un rey.

Hoy mucha gente que vive a caballo entre los dos países llenan las maletas de ropa de Zara y de Mango cuando llegan a España. Se gastan 300 o 400 dólares y sienten que se llevan moda, algo valioso. Se llevan alimentos, aquellos que al menos saben que permite la FDA (su agencia alimentaria) y no les van a confiscar en la aduana. Van a Decathlon y alucinan con los precios. Van a Mercadona y a los autoservicios de descuento y les parece que la comida cuesta un tercio que en cualquier ciudad de medio pelo de los Estados Unidos. Se sienten los reyes aquí.

Si, siguen quedando como últimos bastiones los Levi’s, allí dejados de la mano de Dios, y el precio de la gasolina que es la mitad debido a que no está taxado.

Los Estados Unidos de América eran también el país de las grandes infraestructuras: los nudos de autopistas de 12 carriles que aparecían en las series, los puentes míticos e imposibles que surcaban el océano (como el de la bahía de San Francisco), los aeropuertos en cualquier ciudada mediana o pequeña. Pocos se niegan a reconocer que el asfalto de las autopistas americanas es rugoso, de peor calidad; que muchos puentes aparecen a punto de hundirse; que en realidad hay pocos aeropuertos modernos de verdad y algunos de ellos (como los de Chicago o Nueva York) están al borde del colapso; que el metro de las ciudades con metro (pocas) es poco denso y obsoleto.

Todo el mundo sabe que los americanos tendrán que elevar sus tipos impositivos los próximos años para sufragar mejores y más modernas infraestructuras.

Estados Unidos era también el país de las high school californianas de los telefilmes en los que los rubios adolescentes peleaban por ser  los más populares de la clase y llevarse a las mejores tías. Esas escuelas con pistas de atletismo interminables, campos de baloncesto de verdad y hierba por todas partes. Donde, en lugar de las denostadas lentejas con chorizo se servían hamburguesas y pizza todos los días lectivos.

Debe ser que por la televisión no se apreciaba lo deplorable de los catering que sirven estos centros ni se sabía de que los padres tienen que costear casi hasta el papel higiénico debido a las restricciones presupuestarias.

Estados Unidos era el sitio donde la gente se reinventaba, uno se divorciaba o quería cambiar de trabajo y se trasladaba en un periquete de Texas a Nueva York para empezar de cero.

Qué poca gente sabe que las grandes ciudades como San Francisco, Nueva York o Washington DC se han convertido, en virtud de los precios estratosféricos de sus viviendas, en un reducto privilegiado para las clases con mayores ingresos y donde, en realidad, muy pocos norteamericanos pueden plantearse vivir por muy buen trabajo que tengan. La segregación de los ZIP o códigos postales accesibles a una minoría.

Y se me dirá, ¿qué queda entonces de aquella América? Pues mucho. Dinamismo empresarial, iniciativa, ilusión, una cierta idea de excelencia y un mercado de trabajo lo suficientemente bueno como para, a pesar de todo, no coartar la libertad individual o, en otras palabras, que permite a cualquiera sentirse dueño de su destino.

Bastante, me parece a mí.

lunes, 20 de julio de 2015

Cinco lecciones vitales de Carlos de Masterchef


He descubierto tarde, muy tarde quizás, Masterchef. Tanto es así que estoy siguiendo con atención la repetición de la última temporada en Clan este mes de julio.

No es tanto el aspecto culinario lo atractivo del programa. No todo es positivo en lo que se refiere a la obsesión de la época que vivimos por la gastronomía. De la frugalidad por obligación se ha pasado a la gula por elección en menos que canta un gallo. Comer bien se sobrevalora, me incluyo ahí, en ausencia de metas e ideales más elevados pero de más difícil consecución.

El auge de los placeres inmediatos y frecuentes como el sexo y la comida llenan un vacío, el que antes correspondía a Dios, la patria, las ideologías o la vida eterna. Para muchos, esa es la conquista de nuestra época. Tengo dudas.

Sin embargo, si uno contempla Masterchef a la ligera y sin tomarse demasiado en serio la importancia de ser cocinero profesional, profesión muy respetable por otro lado, puede llevarse varias satisfacciones.

La primera de ellas es recuperar una tradición casi extinguida, que es la de congregar a viejos, maduros y jóvenes delante del televisor viendo la misma cosa. Tiempo de calidad en familia, se dice ahora en expresión de manual de autoayuda, a lo que antes era la norma pero sin pretensiones.

La segunda es que pueden compartirse lecciones básicas y necesarias con los hijos, o con cualquiera, acerca de lo que hacer y no hacer en la vida y en el trabajo de algunos de los concursantes. En particular, me ha impresionado el liderazgo, la calidad personal y la ética del trabajo de Carlos, el ganador de la última edición.

Los chavales actuales tienen mucho que aprender de esta persona de apariencia vulgar, poco instruida y con un enorme talento natural para los fogones. Se me ocurren al menos cinco cualidades que Carlos tiene y, en general, escasean entre jóvenes y mayores.

1.    Actitud para asumir críticas y obedecer órdenes sin que su creatividad queda coartada. Carlos interioriza y procesa todo lo que los jurados le reprochan sin que su creatividad se vea menoscabada en ningún momento. En lugar de reaccionar defensivamente, siempre ofrece una sonrisa genuina, que le sale bastante de dentro. Nunca dice esa cosa tan frecuente de que por seguir órdenes ha tenido que dejar de hacer algo.

2.    Nunca se le ve criticando a un compañero con mala intención. Fuera de los fogones siempre tiene comentarios respetuosos. Dentro de los fogones, cuando ejerce por ejemplo de capitán de equipo y ve que las cosas no se hacen bien, hace comentarios firmes pero suaves. Siempre se le ve dando el callo y predicando con el ejemplo.

3.    Su actitud ante cada desafío culinario, pongamos la repostería que no es su fuerte, es siempre positiva sin amilanarse ante las situaciones pero tampoco cayendo en la arrogancia o la positividad fácil y sin argumentos, que son tan frecuentes. Eso de “voy a por todas” que se oye en tantos concursantes y que resulta risible y banal con tanta frecuencia.

4.    Nunca pierde la compostura. No se le ha visto llorar ni perder los papeles en ningún momento del concurso. Es esta una cualidad, la de mantener el tipo, que parece estar cayendo en desuso. En esta era del yo, de la expresión de la emotividad, parece que el que no lloriquea por cualquier contrariedad, no tiene sentimientos.

5.    Carlos se exige al máximo. Hay momentos del concurso en que le hubiera bastado bastante menos para pasar las rondas y, sin embargo, hurga en sus pasiones y busca aportar valor a todo lo que hace.

Carlos, el chaval de Talavera, da lecciones de liderazgo, saber hacer y estar a mucho pedante que hace másteres en Estados Unidos y estudió en el Liceo Francés.

lunes, 13 de julio de 2015

Hacer algo en verano


El sol y el calor en demasía provocan melancolía. Albert Camus en sus apuntes sobre Orán apuntaba a la tristeza que le sugería el sol del Mediterráneo.

Contra lo que transmiten los anuncios, los folletos y los banners el verano puede ser una estación melancólica, de desánimo.  El dolce far niente puede transformarse en un ogro que nos deglute. Hay una final línea entre el reposo reparador y la angustia por llenar 24 horas al día sobre todo cuando uno tiene a cargo niños o adolescentes que se ahogan en el tedio.

Muchos pasan el tiempo en pandillas, se mueven en bici o en motocicleta. No se despegan del smart phone y del what’s up. Se levantan tarde y se unen al grupo ininterrumpidamente excepto para repostar en casa a la hora de la comida y quizás de la cena. ¿Se sienten bien? No se.

Pasan muchas horas en la piscina, más tostándose al sol que en el agua. Las conversaciones son livianas y hay una inequívoca tensión sexual en el ambiente cuando se juntan chicos y chicas. Un porro por aquí, una cerveza por allá, alguna partida de ping pong si se tercia. Infinidad de horas muertas jugando a las cartas, viendo deportes, quizás practicando alguno los más heroicos, leyendo nunca a no ser un libro de texto por imperativo legal.

Por la noche unas cervezas, unos porros, el amor o el deseo haciendo de las suyas, también las inevitables decepciones de aquellos que no han encontrado su sitio todavía. Dormirse tarde, levantarse tarde y comenzar de nuevo. Así dos, tres meses.  Año tras año hasta que se concluyen los estudios y la juventud de antes, no la de los treintañeros de ahora, expira definitivamente.

Hemos construido una mitología en torno al dolce far niente, al placer de no hacer nada, alrededor de las horas largas en compañía de otros, de la pandilla. No se, a mi que la he vivido no me convence.

En la era del yo, del I anglosajón siempre en mayúscula que se ha abierto paso con fuerza en el resto del mundo occidental y del que no lo era, de las narraciones en primera persona, del mal gusto internetero, habría que educar en la rebelión.

La rebelión hoy día probablemente no sean las pancartas, las manis ni Podemos. La rebelión sea regalar tiempo al que lo necesita, que hay muchos, especialmente viejos pero también jóvenes, ayudar, hacer  compañía al que se siente sólo, reconstruir lo que una vez saltó por los aires.

¿Puede un chico de 15 o 16 años hacerlo? Creo que sí, No hay trabajo, es cierto, pero hay mucho que hacer.

¿Necesitan tres meses de vacaciones? No. Hay que hacer algo. Los llamados campamentos son, en su mayoría, una manera más de dejar pasar el tiempo.

En la era del reciclaje, de la sostenibilidad, el tiempo se va a menudo por el desague sin ningún control. Sobre todo a los más jóvenes. Hay multitud de estudios que demuestran que dar contribuye a la felicidad personal más que recibir. En lo que se refiere a educación, se ha progresado mucho en este país con respecto al civismo (aunque aún muchos nos quejemos), no así en otras áreas como en la idea de servicio a los demás.

Los americanos lo inventaron (tienen varias palabras para ello como ministry o service) pero desafortunadamente se ha convertido en una industria ya que muchos buscan únicamente utilizarlo para el éxito personal en sus curricula. Podemos aprender de sus errores, de su resultadismo, a no utilizarlo como una manera de adelgazar el papel del estado.

Espero que la asignatura Educación para la ciudadanía vaya sobre eso aunque, por lo que escucho, tengo mis dudas.


lunes, 6 de julio de 2015

Universidad de verano


Una facultad de cuyo nombre no quiero acordarme. Un día canicular, treinta y ocho grados a la sombra, de calor casi caribeño sino fuera por la sequedad del ambiente. Cuesta atisbar la hierba en los alrededores de uno de los edificios más feos que hay en el mundo (me dicen que la universidad está quebrada y el cielo y el suelo cada vez se ve más marrón).

Los feísmos no terminan aquí. Restos mugrientos de carteles de formaciones políticas de izquierda correspondientes a elecciones ya pasadas, pintadas con mensajes politicos muy básicos y grafitis 0,0 reciben al visitante.

Al entrar al oscuro edificio, el bochorno no se atenua tanto como debiera. Compruebo con angustia que nada ha cambiado en los últimos 20-25 años. Sigue la librería en la que a uno le atienden en ventanilla como si se tratara de uno de los entrañables quioscos de pipas de mi infancia o, peor, una parodia de oficina de un ministerio de antaño. Los libros se exhiben como en un tenderete.

No se ve a nadie. Si acaso algún bedel que se complica la vida tratando de demostrar su utilidad. Quizás lo justifique el que nos encontremos a primeros de Julio. Más luces fluorescentes de nave industrial, mortecinas. En el bar de profesores el mismo mobiliario de cuando la facultad fue construida, suelos de terrazo acribillados, la misma bollería industrial, el mismo café cargado que termina de sopetón con los casos más extremos de estreñimiento. Los precios populares, eso sí. Parece que de eso se trata todo.

La cafetería de estudiantes es, en cierto modo, un descenso a los infiernos. Paredes gris oscuro, casi negro. Restos de algo por todas partes. Penumbra, oscuridad. Compruebo que la única innovación desde mis tiempos de estudiante es la instalación de unos microondas comunitarios.

Al comedor de profesores se llega por una puerta semi-secreta. Más precios populares. Por seis euros un profesor come con servilleta y mantel de tela, vino pendenciero si uno gusta y un menú, eso sí, de tiempos de Carpanta. Una rosada que válgame Dios.

Cuartos de baño con paredes recubiertas de azulejos hospitalarios de país en vías de desarrollo. Más luz de fluorescente. Fuerte olor a Ajax cuya asepsia no te hace olvidar la decrepitud de inodoros, cisternas, lavabos y espejos. Mucho calor. Uno siente que faltan las cucarachas.

Ausencia de jóvenes. No hay estudiantes y ninguno de los profesores, camareros o funcionarios que me encuentro cumplirá los cuarenta.

Uno sólo escucha hablar de profesores que se jubilan y que nunca serán reemplazados. Me dicen que hace falta que se jubilen diez para que uno sea contratado. Supongo que debe tratarse de una exageración a las que tan dados somos los profesores universitarios.

Uno de mis colegas me dice que a esta universidad, nido de rojos, la han marginado. No como a otras de la misma region que son socialistas o del PP. Pero inmediatamente me cuenta un ejemplo de buena gestión en una de esas otras universidades. El ejemplo de un rector que cuando veía un graffiti llamaba a que lo limpiaran y no se iba de allí hasta que la pared quedaba impoluta. Me congratulo de que todavía exista, o existiera ya que ese rector ya falleció, gente así.

Dificultad de entender que no se entienda algo tan básico, como sucede en otros países incluso mucho más progresistas que el nuestro, que la estética de un campus comunica respeto al alumnado, la profesionalidad de los docentes, transmite que hay expectativas, que pasan cosas positivas, quizás importantes.