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martes, 23 de agosto de 2016

El ranking de Shanghai y las olimpiadas de Brasil

Qué exageradas son las reacciones en España. O nos pasamos o no llegamos.

Es interesante lo dramáticas que son las reacciones a la publicación del ranking anual de universidades que realiza la Universidad de Shanghai en el que no figura una sola universidad española entre las 150 primeras. Año tras año se repiten invariablemente los mismos editoriales en la prensa o comentarios en las tertulias de la televisión y la radio acerca del paupérrimo estado de nuestro sistema de universidades.

Si tenemos en cuenta que este ranking fundamentalmente, aunque no sólo, mide el volumen y la calidad de las publicaciones en revistas científicas de cada universidad, es normal que la clasificación cambie poco de un año para otro. También es normal que las universidades españolas sigan ocupando posiciones rezagadas ya que seguimos pendiente de una reforma universitaria en profundidad que desmonte las miserias del sistema. Es de locos pretender que se produzcan cambios si uno sigue haciendo las cosas de la misma manera, decía Einstein y muchos otros.

Mejorar en este tipo de rankings es cuestión, entre otras cosas, de eliminar barreras a la contratación de profesores y personal investigador, ser más exigente con el tipo de publicaciones exigidas, orientar los programas de doctorado en todas las áreas (no sólo en las ciencias) a publicar en journals internacionales y, por qué no, dotar al profesorado de más recursos para acudir a congresos y conferencias que les pongan en contacto con sus colegas de otros países. Se sabe.

Las universidades catalanas han empezado a hacerlo hace pocos años y se ha notado una mejoría pero lenta. Ahora se supone que empiezan a hacerlo las madrileñas. Siempre llama la atención porque en las webs internacionales de contratación de profesorado se anuncian universidades estadounidenses, suecas, holandesas, alemanas o de Singapur y prácticamente nunca las españolas.

No hay que olvidar que el ranking de Shanghai no es el oráculo de Delfos. No mide la calidad de la docencia. Por si sirve de indicación, en Estados Unidos algunos de los mejores y más elitistas colleges no tienen programas de doctorado. Sin embargo, desde un punto de vista marketiniano tiene un gran valor ya que todo el mundo lo tiene en cuenta. Tener universidades bien ubicadas en los rankings habla de la seriedad y espíritu competitivo de un país. Refuerza la marca país. Alcanzar acuerdos y partnerships sustanciosos con universidades extranjeras de renombre también es más fácil.

Con los resultados de las olimpiadas pasa lo mismo pero en sentido contrario a Shanghai. Los resultados han sido meritorios pero España ha sido el número 14 en el medallero. Son unos resultados que son ligeramente inferiores a los que les corresponde al país en función del tamaño de su economía y población. Países como Holanda, Hungría o Australia han obtenido mejores resultados si nos atenemos a estos parámetros. El triunfalismo sólo se justifica porque en las últimas olimpiadas los resultados fueron peores.

Los rankings tienen valor porque todo el mundo los tiene en cuenta al ser una forma fácil de evaluar resultados con una apariencia empírica. Hay que tenerlos en cuenta aunque sólo sea por eso pero también tomarlos con un grano de sal.


miércoles, 17 de agosto de 2016

Dos Españas, dos Américas


Cualquiera que haya viajado un poco por el mundo se da cuenta de que hay dos Españas (no las que se dicen), dos Américas, dos Gran Bretañas, etc... Una parte de los países es siempre rural, más o menos tradicional y pobre en términos relativos mientras que la otra es urbana, cosmopolita y hedonista. Una no entiende a la otra pero tampoco se entiende sin la otra.

El nuevo libro de Sergio del Molino, comentado por Juan Cabrera en este breve texto, explica esta división, particularmente aguda en España debido a la despoblación, pero que puede observarse en casi cualquier país industrializado hoy día.


El paisaje como invención

A propósito de la lectura de
'La España vacía', de Sergio del Molino

Pocas veces trasciende uno de los mayores problemas que tiene este país, el de la desploblación y olvido de ese gran donut de tierra que rodea a Madrid y que comprende las dos Castillas, Aragón y Extremadura. Un proceso que, a pesar de la propaganda franquista, que muchas veces buscó las esencias de la nación en los montes de Gredos o en la llanura castellana, se aceleró con el éxodo que tuvo lugar entre 1950 y 1970, y que dejó un desierto humano que hoy, y también a pesar de la retórica de nuestros políticos, no tiene paragón en Europa si se exceptúan los territorios helados de Laponia y del norte de Escandinavia.  


De ese gran desequilibrio, que ni la democracia no la descentralización autonómica han logrado corregir, y del que habitualmente sólo hablan algunos, como Julio Llamazares, pero que en general ha estado ausente del debate público, y que condiciona sin que nos demos cuenta la economía, la sociedad y la política de este país, trata este espléndido libro Sergio del Molino, un periodista que se crió en un pueblo y que durante años recorrió en coche esa España olvidada.


En realidad, Del Molino hace un ejercicio de restitución, porque fija la mirada en un país “que nunca ha sido dueño de sus propias palabras” y que “siempre ha estado contado por otros”. A desentrañar y darle voz propia a ese paisaje olvidado o, en el mejor de los casos, inventado a base de mitos, sobreentendidos y conveniencias literarias por artistas y escritores urbanos, se aplica Del Molino en un libro que va, sin que nos demos cuenta, del reportaje periodístico y la crónica de viajes al apunte autobiográfico, pasando por el análisis literario o el comentario económico y sociológico.


Del Molino analiza con sabiduría y siempre con la palabra precisa y reposada del que le ha dado muchas vueltas al tema. Y para ello no duda en recurrir a comparaciones audaces y ancladas en la cultura compartida, como cuando habla de la adaptación del tradicionalismo carlista a la España moderna y urbana de los 70 a través de la figura del locutor de radio Joaquín Luqui.


Del Molino escribe un libro bien documentado y ameno que a uno no le gustaría terminar nunca, y que reflexiona sobre la carga de invención y sentimentalismo que nos ha dejado la cultura española que se ha acercado desde las ciudades a esa España desolada, para dar una visión pretendidamente áspera y derrotista. Desde el relato tremendo de Buñuel en su famoso –aunque poco visto- documental sobre Las Hurdes, o la crónica de los asesinatos de Casas Viejas por el joven periodista Ramón J. Sender, a las andanzas del lumpen ibérico que aterriza en el Madrid castizo de la inmediata posguerra –que se pueden ver en la película Surcos- o la Barcelona de los 60, tan bien narradas por Juan Marsé.


La España vacía es un excelente y poliédrico ensayo que repasa un siglo y medio de divorcio entre la realidad de la España olvidada y la imaginación de los intelectuales capitalinos a los que tocó contar su historia, y que casi siempre apuraron su relato para subrayar los tintes más dramáticos de la vida lejos de las ciudades, un mundo –según nos contaron- atenazado por la pobreza, el inmovilismo,  la desconfianza, la brutalidad y la muerte. Ese mundo de violencia latente que tan bien reflejó Sam Peckinpah en Perros de paja y que aquí también sedujo al Lorca de Bodas de sangre o al Cela del Pascual Duarte.


La España vacía está cargado de referencias a la cultura de ceja alta, pero también a la más popular. Para ilustrar el abismo que se ha abierto entre esos dos mundos que se tocan pero que en el fondo marchan por separado, sin fiarse el uno del otro: el de los territorios de aluvión y de barriadas de casas baratas y especulación urbanística en que se convirtieron Madrid y las grandes ciudades costeras, y el del interior, con miles de pueblos que se han quedado sin vecinos y hoy están habitados por fantasmas, Del Molino se retrotrae a la prosa con aires de exaltación patriótica de Azorín, o al esencialismo de Unamuno, y también analiza el redescubrimiento del “gran trauma” rural que, en bajo los brillos cegadores de la movida madrileña, supusieron los libros crepusculares de Julio Llamazares. Pero también habla el periodista del reflejo de ese país imaginario y olvidado en las canciones populares, en las letras provocativas y desinhibidas de Extremoduro o en la iconografía televisiva de una serie como Cuéntame, donde el divorcio campo-ciudad es tan protagonista como los torpes ejercicios de grandeza del patriarca Antonio Alcántara.


Al final del libro de Sergio del Molino hay un sentido homenaje a esos artistas –neorrurales los llama en algún momento- que en los últimos tiempos renunciaron a la aceptación rápida que puede proporcionar una obra cargada de referentes y guiños a códigos urbanos compartidos, y buscaron una voz propia entre las esencias de la tierra, aunque eso supusiera cierto olvido y quedar al margen del gusto dominante. Es el caso del tanguista  Cristóbal Peppeto, del poeta navarro Hasier Larretxea o del novelista extremeño Jesús Carrasco, quien amplía –acompañado de éxito de público y crítica, eso sí- los horizontes del desgastado idioma con la palabra olvidada o en desuso de la llanura para construir un cautivador relato de supervivencia.


Son los nietos de los que abandonaron a mediados del siglo pasado la vida dura del campo y emprendieron camino a la ciudad, en busca de una existencia más confortable, y que ahora hacen el viaje de vuelta, aunque sea artísticamente, recuperando las palabras y los sonidos olvidados. A modo de invocación mágica de esa España que sus padres y sus abuelos han seguido anhelando secretamente, un mundo que habita en la conciencia más íntima de tantas familias de este país.

jueves, 4 de agosto de 2016

De que hablamos cuando hablamos de leer

Da la impresión de que nos encontramos en tránsito hacia una cultura oral, una especie de regreso a los orígenes del hombre.

Parece que a la gente le cuesta más abrir un libro que nunca. No sólo lo dicen las ventas de libros, que han bajado considerablemente, sino una cultura ambiente en la que prima la idea de experiencia sobre el conocimiento.

No se considera versado en Londres o la historia de Ana Frank, a aquel que ha leído a Dickens o el diario de Ana Frank sino al que ha viajado a la capital inglesa, aunque haya sido un fin de semana con un paquete turístico de bajor coste,  o el que ha entrado en la casa natal de la escritora en Amsterdam. Ir, sentir no importa qué, gana la partida a estar y leer, al supuesto intermediario que te cuenta la historia.

Es verdad que una gran parte de los lectores de periódicos en papel se ha pasado a las ediciones digitales, pero, lo dice el tiempo que pasa la gente en cada artículo, se lee distinto, menos, raramente se llega hasta el final de los artículos.

También es cierto que, especialmente los jóvenes pero no sólo, pasan mucho tiempo en los medios sociales al fin y al cabo “leyendo”, decodificando símbolos escritos, pero la verdad es que cada vez más “se escribe como se habla”, leemos pero en realidad es como si estuvieramos escuchando una jerga poco elaborada, hecha para el consumo y la destrucción instantánea, que aunque podamos recuperar en realidad es una hipótesis que no nos interesa, como las imágenes que circulan en Snapshot.

Estudiar los libros de texto, leer interminables artículos académicos está cada vez más desprestigiado en el mundo de la enseñanza convencional. Prima la idea de que el aprendizaje es producto de la experiencia, de compartir con otros. El ratón de biblioteca que deglute libros en solitario, si es que todavía existe, se considera un fracasado, alguien que no ha entendido el signo de los tiempos. El profesor que prescribe demasiadas lecturas que requieren demasiado tiempo no ha entendido lo que es un mundo que se mueve a la velocidad de la luz. Leer pasa por no ser un trámite ineludible para aprender, sino más bien al contrario.

Hemos pasado, al menos en términos de lo que es el ideal normativo, de un extremo a otro del péndulo, de las, al menos teóricamente soporíferas e inútiles lecciones magistrales a la dictadura del trabajo en grupo, las discusiones y el refuerzo positivo.

En España, por un complejo histórico archiconocido, nos gusta abrazar las modas y las vanguardias acríticamente. Eso incluye la pobreza de las bibliotecas de las escuelas españolas, incluso las de élite, que están despobladas de libros.

En los Estados Unidos, que nunca ha tenido problema en negar las tradiciones pero también en inventarlas si es necesario, las bibliotecas de los colegios están llenas de libros, a los estudiantes se les invita a visitarlas durante el horario lectivo, a llevarse libros prestados, a leer a Dashiel Hammett o a J. K. Rowling aunque antes no hayan leído a Shakespeare.

Aquí hay que haber leído ineludiblemente el Cantar del Mio Cid y la Celestina antes de llegar a Lorenzo Silva o a Elvira Lindo.

Así nos va.