El otro día me encontré a Jim, el jefe de publicidad de la cadena de radio local. La conversación transcurría por los cauces habituales, es decir, preguntándonos mutuamente y haciendo comentarios positivos acerca de nuestras respectivas progenies, hasta que derivó a uno de los temas candentes en Ellensburg: la construcción o no de una nueva Middle School para niños de 10 a 12 años que requeriría subir los impuestos alrededor de 200 dólares por familia y año mediante el pago del housing tax (un impuesto anual que se paga por ser propietario de una casa y que suele equivaler a un uno por ciento de su valor total). Se notaba que a Jim le irritaba el tema. Me dijo que había votado que no en el referéndum que se organizó a tal efecto y en el que resultó ganadora la opción de construir la nueva escuela pero no con la mayoría requerida de un 65 por ciento sino con un 57 por ciento. Jim me dijo que había votado que no, que el presupuesto, 29 millones de dólares, le parecía demasiado elevado y que el proyecto se podía llevar adelante porla mitad. Su vehemencia me chocó, máxime teniendo en cuenta que Jim tiene una hija que en dos años tendrá que ir a la Middle School y que la actual es un desastre. Si alguien tiene un interés personal en el proyecto, ese es Jim.
Siempre me ha parecido curiosa y peligrosa la relación que los españoles tenemos con el estado. Somos, en su mayoría, estatalistas no porque creamos en su imparcialidad y buen funcionamiento sino porque en el fondo el estado es de todos y la mayor parte de las veces de nadie. Nada nos gusta más que presumir de lo barato que es ir a la piscina en nuestro pueblo, de las clases de yoga “gratuitas” que ofrece el ayuntamiento o de los viajes subvencionados. Sin embargo, a la mínima nos escaqueamos cuando toca pagar impuestos. Tal y como digo en alguna parte de American Psique, poca gente he conocido a la que le guste menos pagar impuestos que al americano medio, sin embargo, a pesar de su reputada fama de antiestatalista, el ciudadano de este país cree en el alcance y la legitimidad de éste para resolver determinados problemas y, de hecho, siente que personalmente es responsable de una pequeña porción del mismo. Puede que estemos en desacuerdo con el escaso tamaño que le gusta atribuirle, pero hasta el republicano más descreído cree que las decisiones del estado están dotadas de legitimidad y van a misa.
Sólo así se explica que, con frecuencia, muchos americanos decidan dejar de recibir servicios del estado a cambio de pagar menos impuestos y que, cuando los diferentes estados toman decisiones presupuestarias duras en tiempos de crisis, como por ejemplo ha hecho el estado de Washington (hay que recordar que sólo el gobierno federal tiene la potestad para endeudarse según la constitución) al reducir los subsidios a las universidades públicas de un 70 a un 30 por ciento en un plazo de dos años, lo cual ha supuesto subir las matrículas a los estudiantes en un 30 por ciento y congelar los salarios de los profesores, las protestas han sido tímidas y en ningún caso ni los sindicatos de alumnos ni de profesores se hayan planteado ir a la huelga. Son este tipo de sucesos los que me hacen preguntarme si en España creemos de verdad en el rol del estado, como algo que nos pertenece y de lo que somos responsables, más que los americanos.
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