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domingo, 22 de enero de 2012

La muerte

Los americanos no tienen relaciones con la muerte. Me explico, a pesar de su religiosidad – vuelvo a recordar que más del 90 por ciento de la población se declara creyente en algún tipo de deidad, que es un dato sin igual en occidente – la muerte es un tema tabú a evitar siempre que se puede. Una circunstancia que demuestra que no tenía del todo razón el científico Stephen Hawking cuando afirmó recientemente que “el cielo es un cuento de hadas para los que tienen miedo a la muerte”, y si la tenía, las religiones habrían fracasado rotundamente ya que los americanos esquivan cualquier alusión a la parca en el devenir cotidiano.

Puede que la industria televisiva norteamericana haya dado a luz series como “Dos metros bajo tierra” que miran a la muerte cara a cara, casi regodeándose, o que hayan desarrollado una potente (y privada) industria de la muerte en la que existen incluso sofisticadas compañías, como el Johnson Consulting Group, dedicadas en exclusiva a la consultoría en temas de gestión de cementerios y tanatorios, pero la verdad es que se la presta poca o ninguna atención. Ni siquiera los cementerios, aunque existen algunos bellísimos en el sur en ciudades como Savannah o Nueva Orleans, parecen del todo cementerios sino en su mayoría son amplias y austeras extensiones de verde de las que sobresalen pequeños monolitos de piedra. Desprovistos de vallas, si uno es descuidado se acaba internando en ellos creyéndose que son parque o un campo de soccer. Ni siquiera los cementerios militares, muchas veces ubicados junto a autopistas, con sus cientos o miles de cruces blancas alineadas milimétricamente le acaban de transmitir a uno el respeto y solemnidad debidos a la vieja señora de la guadaña. Que nadie espere encontrarse en Estados Unidos la privacidad y el barroquismo de los cementerios españoles, muchas misas corpore in sepulto o la entrañable y quizás algo anacrónica inclusión de esquelas funerarias en los periódicos.

Este soslayamiento es verdaderamente contradictorio en una cultura cuyos individuos tienden a despreciar el presente y se caracterizan y enorgullecen con mirar permanentemente al futuro. Una cultura del becoming que los centros comerciales han hecho suya con una sucesión ordenada de eventos que llenan el espacio y el tiempo: primero Halloween, después Christmas, más tarde Saint Valentine, después President’s Day y así sucesivamente. Siempre se anuncia en el horizonte un evento festivo proclamando que lo mejor está por venir. Los americanos son expertos en planear reuniones familiares en algunos casos con años de antelación, las vacaciones ocho meses antes, el futuro con fondos de pensiones privados en los que uno empieza a cotizar con veintitantos o con fondos de inversión que los abuelos o padres abren a sus hijos recién nacidos para cuando vayan a la universidad. Sin embargo, el final definitivo del trayecto apenas se contempla y eso que, para más inri, los americanos viven por término medio tres años menos que los españoles y es el único país industrializado en el que la esperanza de vida sigue bajando. No ya la angustia, sino la mera melancolía vital que todo el mundo puede y probablemente deba experimentar, es duramente reprimida mediante tratamientos psicológicos y medicación (alrededor de un 25 por ciento de los universitarios estadounidenses toma algún tipo de antidepresivo) como si se tratara de una patología. Asimismo cualquier expresión a nivel cotidiana que desprenda un tufo a tristeza es magnificada e interpretada como el síntoma de que algo te va mal en la vida y que, por supuesto, puedes encontrar soluciones para ello si lo tratas adecuadamente.

Creo que en esto, pero no en muchas otras cosas, los españoles nos empezamos a parecer a los norteamericanos.

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