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domingo, 29 de julio de 2012

Los stakeholders de Purificación García


El otro día asistí a una escena que me entristeció. Una mujer trataba de devolver una blusa en Purificación García arguyendo que había desteñido tras el primer lavado. La vendedora le miraba con escepticismo mal disimulado como si no pudiera dar crédito a lo que escuchaba, algo que también nos sucedía a los que nos encontrábamos en una cola cada vez más numerosa. Por supuesto, las explicaciones de la compradora fueron desestimadas. Como si fuera un designio inevitable del destino, la vendedora le explicó que la política de la cadena en esos casos consiste en enviar la prenda para que un grupo de sus expertos, hablaba de ellos como si dicho grupo se tratara de un tribunal supremo irrebatible, dicten un veredicto que sería transmitido en el plazo de una semana. Algunos de los que nos encontrábamos esperando comentamos que nos parecía una política lamentable de servicio al cliente pero no sirvió de nada. Traté de imaginarme una escena parecida en una tienda de Banana Republic pero no me fue imposible.

Parece que, pese a su cada vez más abundante utilización en foros empresariales, no hemos aprendido nada en España acerca del sentido de la palabra stakeholder, la cual carece de traducción precisa al español y viene a significar algo así como "parte interesada en el comportamiento de una organización". A diferencia de sus homónimas norteamericanas, muchas empresas españolas (con sus excepciones, claro) siguen humillando al cliente y situándose en una posición de endiosamiento frente a ellos. De todos los stakeholders posibles, cultivan y respetan sobre todo a los gobiernos, aquellos que les permiten abrir establecimientos, obtener licencias o subvenciones. Desprecian, sin embargo, a quienes les dan de comer, a sus consumidores.





Entrar en una tienda de ropa, en un bar o en una librería y sentir miradas de displicencia, acechantes, sojuzgadoras, molestas por la presencia del visitante, es habitual. No dejo de escuchar las críticas de los dependientes, especialmente libreros, a lo negocios online pero la verdad es que no están a la altura. En la Casa del Libro o FNAC te tratan como un saco de patatas, como si no tuvieran obligación de crear mayor valor añadido para el cliente que tener el producto en la estantería, como en un supermercado cualquiera. Todo aquel que haya adquirido productos en Amazon o Zappos sabe de lo que hablo, de la importancia de recibir información acerca del producto, de la conciencia de que existe un coste de oportunidad para la organización, de una política de devoluciones respetuosa y que otorga al consumidor el beneficio de la duda o de la oportunidad de compartir información  con otros clientes. No se trata sólo de establecer una comparación ominosa entre la cultura de servicio al cliente de dos países (cuyos rasgos positivos y negativos resultan francamente obvios) o entre la relación presencial y la relación virtual con el consumidor, sino sobre todo de aprender a desarrollar relaciones de simetría con TODOS los stakeholders, incluido el cliente de a piel de calle capaz de poner a las empresa en una posición de alterar sus comportamientos. Algo que supongo le resbala a la vendedora, que se limitaba "a seguir órdenes", y al management de Purificación García pero que sus equivalentes norteamericanas, reales o virtuales, llevan en el ADN y del que podrían aprender mucho para desembarazarse de esa arrogancia provinciana por otra parte tan española.

domingo, 22 de julio de 2012

Las sobras de la comida de Pau Gasol


A algún publicitario avezado se le ha ocurrido la idea de que llevarse las sobras de la comida a casa de un restaurante, lo que los americanos a veces llaman con sorna que les prepare la bolsa de la comida del perro (doggy bag), puede ser considerado un gesto cool que contribuye a hacer del mundo un lugar más sostenible. Para ello, ha ideado un anuncio en el que aparece Pau Gasol (que está bastante bien en escena, lo cual resulta infrecuente cuando los deportistas se ponen a hacer anuncios) en un restaurante pidiéndole al camarero que le ponga los restos de la comida en una caja para llevar.







La idea de ligar este acto minimalista a la idea de construir un mundo mejor es relativamente nueva en España aunque, en muchos sentidos, contradice el sentido original que le dan los americanos, sus inventores.  No puede, de hecho, entenderse si no se tiene en cuenta que su origen parte de una situación contraria a la que parece proclamar. No se comprende si no se conoce el mundo de la restauración norteamericana, en el que la cantidad se percibe como calidad, como parte del trabajo bien hecho del restaurante en el que lo razonable es que el comensal quede plenamente saciado, lo cual implica que sobre bastante comida en el plato. No en vano, hay exitosas cadenas premium de restauración, como The Cheesecake Factory, que han hecho de servir cantidades de comida (bastante bien preparada, todo hay que decirlo) incluso disuasorias para el más glotón, su razón de ser.

En un restaurante de los Estados Unidos el proceso completo de salir a comer o a cenar no termina cuando los camareros se llevan el plato sino que prosigue cuando el comensal solicita al camarero que le guarde la comida en una caja para llevársela a su casa. De la pericia del camarero en empaquetar la comida adecuadamente de forma que los sabores no se mezclen y sea fácil de transportar dependerá el valor añadido percibido por el comensal y, por tanto, parte de la propina que recibirá al firmar la cuenta. En realidad, este gesto tiene poco que ver en la mente del consumidor americano con hacer un mundo más sostenible sino más bien con recibir un servicio completo como cliente, no es sino una consecuencia de la mentalidad de customer service (no muy diferente de la del taxpayer que vigila la responsabilidad de los servidores públicos en todo momento) que uno espera también cuando sale a un restaurante a pasar un buen rato.

Aunque los americanos son idealistas en muchas cuestiones, no lo son tanto cuando salen a comer por ahí. Los americanos se sacrifican bastante poco cuando se trata de repetir comidas para que no se echen a perder. En muchos casos, esa comida que el camarero ha envuelto tan cuidadosamente acabara en el cubo de la basura igualmente cuando, al cabo de un par de días, la persona que solicitó que se la guardaran rastree su frigorífico y compruebe que ya no le apetece. Las estadísticas indican que aproximadamente el 40 por ciento de la comida que se sirve en los restaurantes de Estados Unidos acaba en la basura (una práctica que la ciudad de Nueva York intentó combatir limitando la cantidad de comida que podía servirse en los platos), un hecho que no resulta contradictorio en la psique americana con la indudable humildad que, en una cultura de apariencias como la nuestra, denota el gesto de llevarse los restos de la comida a casa.

domingo, 15 de julio de 2012

Reglas

En numerosas ocasiones se han señalado los paralelismos históricos entre el pueblo norteamericano y el pueblo judío. Fundamentalmente en ambos ha latido históricamente la noción de ser pueblos elegidos y de alguna manera a salvo del destino del resto del mundo pero también otro rasgo definitorio: el respeto religioso por las reglas, el seguimiento a pies juntillas de lo que se considera legal o lo que marca esa misma tradición. Me sigue admirando la forma en que los políticos y los ciudadanos hacen referencia y acatan la constitución americana como si se tratara de un texto divino. Dos siglos después de haber sido creada, no he escuchado a ni un sola personalidad pública cuestionar los actos y los pensamientos de los padres fundadores, es decir, el grupo de hombres que redactó la constitución de los Estados Unidos. Es el equivalente americano a la infalibilidad papal.


Pero la cultura de seguimiento de las reglas a rajatabla impregna el resto de niveles sociales hasta extremos que pueden ser irritantes o disfuncionales para el extranjero. Por ejemplo, las transacciones bancarias pueden ser difíciles de ejecutar en la distancia a través del teléfono o enviando un correo electrónico ya que sólo hay un criterio que se antepone a la confianza y es el seguimiento escrupuloso de lo que dictan las normas. Es lo mismo que cuando vas al supermercado y te piden la identificación que acredite que superes los 21 años aunque la calva o los rasgos faciales lo demuestren sobradamente. Lo mismo pasa en los controles aeroportuarios cuando incluso a los niños de menos de cinco años se les cachea como si se trataran de delincuentes potenciales.

A los españoles nos intimida vérnoslas con las instituciones norteamericanas. Tenemos siempre la impresión de que van a descubrir alguna mancha oscura en nuestro pasado o de que van a ser inmisericordes con cualquier dato no fehaciente o que no puede ser acreditado convenientemente aunque la evidencia sea la contraria. Hace un par de semanas pase una noche casi sin dormir pendiente de que a mi hija le renovaran el pasaporte a tres días de tener que viajar hacia España. Tenía la convicción de que el funcionario correspondiente no tendría piedad si nos faltaba algún papel o el trámite de recogida se dilataba lo suficientemente como para no ser anterior a la salida de los vuelos y perderíamos los cinco mil dólares que nos habían costado. En mi fuero interno, me consta que nunca se hacen excepciones aunque lo dicte el sentido común.

Sin embargo, transgredir las normas, relativizarlas debido a los criterios situacionales o de conveniencia, es una de las cosas que peor llevan o menos entienden los americanos que viven en España. Pagar esto en A y lo otro en B, no declarar a hacienda todos los bienes, mentir para que tu hijo pueda ir a este colegio y no al otro o para recibir tal ayuda del gobierno, les crea estrés, un remordimiento de que están haciendo algo malo que a nosotros os cuesta entender y nos parecen preocupaciones absurdas. El relativismo y la laxitud moral mediterránea frente a la probidad moral de los norteamericanos. Lo que a unos nos crea confianza a los otros les infunde inseguridad y viceversa. Resulta difícil elegir, la verdad.

domingo, 8 de julio de 2012

Fans y aficionados

El deporte profesional ocupa en España un espacio mucho más relevante en la vida pública que en los Estados Unidos. Al establecer un primer contacto con una persona desconocida los españoles, sobre todo los hombres, solemos preguntarnos primeramente por el equipo de fútbol del que somos aficionados mientras que en América la pregunta inevitable a las primeras de cambio es a que nos dedicamos. La afición al deporte adquiere rango de identidad entre nosotros mientras que en los Estados Unidos suele ser la profesión (how are you doing?).

Es verdad que superficialmente, atendiendo al número de cadenas de televisión dedicadas a retransmitir eventos deportivos no parece que fuera así. Los paquetes de cable convencionales de la televisión americana contienen una media de 15 canales dedicados al deporte amen de un número infinito e indeterminado en la modalidad pay per view. Sin embargo, en América el deporte profesional se ve, por supuesto, pero en realidad se habla poco de él o está lejos de considerarse un sentimiento, de generar afectos u odios o de constituir un modo de vida. No hay prensa deportiva, los telediarios apenas hablan de deporte si no es a título testimonial, los programas deportivos de radio no tienen ni la milésima parte de influencia que en España y las tertulias son inexistentes. Hablar de deportes apenas se limita al previo o al post de las retransmisiones o quizás a determinados blogs y chats.



Para el fan americano el deporte profesional es, sobre todo, un espectáculo que uno contempla con delectación más que con emoción, en el que prima la cantidad (los partidos de la NBA o de fútbol americano se alargan en ocasiones hasta casi las 4 horas) y cuyas consecuencias del resultado tienden a olvidarse pasados unos minutos. La fidelidad a unos colores, e incluso a una modalidad deportiva, está tan condicionada por las decisiones empresariales como personales. Uno puede aficionarse de repente al soccer (fútbol) si la ciudad en la que vive tiene una nueva franquicia o ésta ha sido potenciada y desengancharse del basket si esa franquicia ha sido comprada por otra ciudad. El nuevo fan comenzara a vivir los colores, a utilizar bufandas, portar camisetas con la imagen del principal sponsor siguiendo pautas de comportamiento importadas de Europa y, muy particularmente, del fútbol inglés. Incluso, ocasionalmente, algunos fans simularán un comportamiento fanático que, en realidad, no sienten. Después de todo, al aficionado español el fan americano le resulta superficial, falto de compromiso, sin raíces, incapaz de tomar las calles si algún día la franquicia que dice adorar es tomada por otra ciudad.

El verdadero aficionado es capaz de llorar, reír, odiar, amar y pintarse la cara por su equipo y no digamos por la selección. Entiende el deporte como la única guerra que puede permitirse siendo persona, una sublimación de la belicosidad en la era del pacifismo a ultranza. El aficionado cambiará de esposa, de casa, de trabajo o se hará budista o ateo con muchísima más facilidad que de equipo de fútbol, lo único que es para siempre. El fan americano, en cambio, cambia con la misma facilidad de equipo o de interés deportivo que de ciudad o de esposa. No hace distinciones.

El fan se nos antoja insincero, el aficionado auténtico. El fan es carente de sustancia, el aficionado lleno de carácter. El aficionado es español y europeo, el fan es americano. El aficionado son los tiffosi, los hooligans, los hinchas, el fan no encuentra, en cambio, correlato verbal. El aficionado es puro, local, el fan es una mezcla, un sucedáneo, un subproducto. El aficionado es infantil e inmaduro, el fan sabe a que se esta de verdad jugando. Los aficionados hombres de letras europeos y sudamericanos tratan de intelectualizar los sentimientos que provoca el deporte, mientras que los hombres de letras norteamericanos (una expresión que en América hace mucho tiempo que dejo de emplearse) los ignoran. Los aficionados somos estúpidos y lo sabemos, los fans son sabios pero no se han dado cuenta.

domingo, 1 de julio de 2012

¿Un mundo postcool?

En su libro The birth and death of cool (de 2009 y aun no traducido al español), Ted Gioia expone como una de las grandes aportaciones de América a la historia del siglo XX ha sido el concepto de lo cool. Una idea que hunde sus raíces en el mundo del jazz y muy particularmente en el comportamiento vital del músico Miles Davis y algunas de sus piezas incluidas en el disco Birth of the cool. De ahí, pasara rápidamente al cine, la literatura y otras esferas culturales hasta convertirse en un paradigma de masas en la década de los 70 y los 80 que acabaría transformándolo todo. Una idea que cambiará la forma que tenemos en todo el mundo de mirar la moda, los accesorios, los coches, los peinados, el arte, la música o la propia noción de lo que es tener estilo.

Pocas ideas podrían ser mas democráticas o americanas que el concepto de cool, el cual, tal y como expone Gioia, puede ser cultivado por todo el mundo. Una idea que en sus inicios transciende las clases sociales y las fronteras materiales. Basado fundamentalmente en una actitud irónica o de un relativo desapego a las convenciones de la vida, la grandeza y el éxito de este concepto es que uno no necesita ser guapo ni elegante ni rico ni joven para ser cool. De hecho, en los Estados Unidos es un concepto que dinamita los rígidos estándares morales y estéticos heredados de la época victoriana y permite a los afroamericanos transformarse en trend-setters de lo que está por venir. Según Gioia, el resultado, después de varias décadas de abuso de lo cool por parte de corporaciones y los expertos en marketing está siendo la muerte del mismo debido a su excesivo éxito. Todos hemos acabado apelando tanto a los valores de lo cool que hemos terminado por descreer del concepto.





En su libro, Gioia dibuja un panorama sombrío para lo cool tal y como lo entendemos hasta ahora. Un mundo en el que los únicos que seguirían creyendo en la idea de lo cool son los desheredados, los inmigrantes, las personas que carecen de formación intelectual o los medios económicos, los habitantes del tercer mundo. Los ricos y sofisticados americanos habrían dejado de creer en esta idea hace bastante tiempo y llevarían en su mayoría vidas bastante sencillas y austeras en las que la etiqueta de cool es casi un inconveniente. De alguna forma se producirá un retorno al mundo de nuestros padres o abuelos: en alimentación se volverán a consumir productos a granel y en los que el envase no desempeñe un papel predominante, se comprarán coches que gasten poco, ropa sin logos aparatosos y con buena relación calidad-precio o directamente se reducirá el consumo a lo necesario aunque no haya necesidad económica.

Gioia basa sus vaticinios en el éxito arrollador de marcas en Estados Unidos que gastan poco en publicidad y menos en la contratación a famosos (por ejemplo Starbucks, Google, Amazon, Apple o New Balance), que directamente tratan de ocultarse tras la apariencia de lo simple y racional en el consumo (como Coca-Cola o Pepsi con sus nuevas marcas de zumos orgánicos de las que tratan de borrar cualquier huella de su pertenencia a una gran corporación) o que han fracasado rotundamente por tratar de parecer demasiado cool a través de aparatosas campanas publicitarias o la contratación de estrellas como Gap o Microsoft. Al consumidor americano y particularmente su versión mas joven, la generación Millenial, ya no le encandilan con esos cuentos.

Para Gioia, la parte menos positiva de la decadencia del concepto corresponderá a la erosión que sufrirán las relaciones entre las personas, que pasarán a ser más francas y directas y, por tanto, mas basadas en la confrontación que en las ultimas décadas. El buen rollito instaurado por los baby-boomers se irá disipando poco a poco y será sustituido por los comentarios mordaces al prójimo como de un tiempo a esta parte hemos podido comprobar que sucede en los comentarios de los blogs o de las noticias en las versiones digitales de los periódicos.

Como casi siempre en lo que se refiere a tendencias y estilos de vida, lo que suceda en América se adoptará en Europa y en el resto del mundo. Será un mundo quizás más aburrido pero sin duda más honrado y que guardará más relación con la idea primigenia de democracia e igualdad sobre la que se fundaron los Estados Unidos.