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viernes, 28 de junio de 2013

Escenas de una barbacoa

Me sigue sorprendiendo encontrarme con gente que habla de las tapas como si se tratara de un tipo determinado de comida, cuando en realidad se trata de un concepto. Compartir distintas preparaciones, que pueden ser muy sencillas o muy complejas en un ambiente desenfadado, sofisticado, sucio e incluso de pie.

Algo parecido sucede con las barbacoas en Estados Unidos. La barbacoa no es una máquina para aportar un sabor característico a los alimentos, sino más bien una de las escasas manifestaciones de hedonismo colectivo que se dan en este país. Tiene, de hecho, un sello de marca. La fascinación que sigue suscitando, por ejemplo entre los estudiantes extranjeros, la experiencia de participar en una barbacoa sigue siendo uno de los mejores ejemplos de cómo, en esta era de la globalización que parece desmitificarlo todo y romper cualquier molde, el ideal de vida americano sigue gozando de excelente salud en la mayor parte del mundo.

Lo interesante es que, como San Patricio, el contenido del evento es escaso. El anfitrión compra generalmente carne de vaca y pollo, salchichas y quizás alguna verdura para poner en el grill. Abunda también la cerveza, los dips y en verano la sandía. Los hombres se disponen alrededor del anfitrión masculino para hablar de deportes o de trabajo ya que, pese a las apariencias, la idea de que el macho de la casa es responsable de masajear la comida en la parrilla esta tan implantada como el hecho de que a él le corresponde cortar el césped o reparar la bicicleta.




En otra parte del jardín, las mujeres conversaran acerca de los hijos, el trabajo o cualquier otro quehacer doméstico. En otra sección, los niños estarán ocupados en una sucesión de juegos que puede haber estado cuidadosamente planificada por la señora de la casa con algún propósito vagamente educativo y probablemente implementada por el cabeza de familia.

Las aproximadamente dos horas de duración del evento pasaran más rápida o más lentamente dependiendo del grado de compenetración de los invitados. Normalmente siempre hay uno, el más aburrido o el que más se está aburriendo, que no tiene la resistencia suficiente frente al tedio y anuncia que tiene que marcharse con cierta premura tras algo más de una hora arguyendo algún compromiso. El resto no alargara nunca su estancia más allá de las dos horas de rigor. Dos horas durante las cuales la pantalla de plasma en el interior de la casa retransmitirá un partido de futbol americano o de beisbol, habrá algún padre en una esquina del jardín recreándose con su Smart phone, quedaran restos de salsas rancheras o mejicanas calientes en boles a las que nadie osa ya introducir una rama de apio, los silencios en la conversación se harán más palpables y difíciles de llenar.

Tengo para mí que el secreto de las barbacoas radica en su terminación, en la vuelta a casa, en la conversación en el coche, en el retorno a la familia nuclear, a la vida activa y solitaria. 

A la seguridad.

viernes, 21 de junio de 2013

Quitar la moqueta


Por fin hemos decidido eliminar de nuestra casa un elemento tan genuinamente americano como es la moqueta. No en vano, el olor a moqueta húmeda mezclado con el de las grasas animales empleadas para la fritura de las patatas fritas en los puestos de comida rápida, es el primer aroma que a uno le llega cuando pisa suelo norteamericano. Uno tiene que pensárselo dos veces antes de deshacerse de la moqueta. De niño, cuando vivía en un barrio de la periferia de Madrid e iba a jugar a los clics a casa un compañero de clase que la tenía, me parecía lo último, el colmo de la modernidad.





La moqueta se sigue imponiendo en los hogares americanos. Es económica de instalar y reemplazar, aporta calidez cuando el termómetro es inmisericorde afuera y tiene la nada desdeñable cualidad de disimular durante largo tiempo la roña y la suciedad  y ofrecer un aspecto decente y contemporáneo, que no elegante, a cualquier habitación.

¿Por qué quitar, entonces, la moqueta a la que adornan todas estas espléndidas cualidades? Despegar la moqueta y poner un suelo de madera, y no digamos de baldosa, es sincerarse, asumir que el mundo puede ser un lugar frío e inhóspito, que la mugre no puede ocultarse, que la realidad no es postiza y podemos hacerla y deshacerla a nuestro antojo, que cualquier cambio de envergadura es difícil, que el mundo que nos ha tocado vivir no es un lugar naturalmente cálido sino un perpetuo toma y daca y que las apariencias no engañan.

Hay algo infantil y carente de riesgo al mismo tiempo en la moqueta. Un niño que se cae en la moqueta, suele quedar ileso. En la moqueta se puede jugar con los pequeños sin tener que recurrir a sentarse en las sillas alrededor de la mesa, que hace parecer todo demasiado serio e importante. En la moqueta uno se siente joven. Incluso ofrece una alternativa cómoda y fácil a aquellos conservadores que quieren sentirse innovadores por un día en cuestiones de sexo y dejar la cama a un lado.

Pero la moqueta, a diferencia del papel, no lo aguanta todo. Por ejemplo, no aguanta las meadas de los perros que acaban dejando un olor perenne que por mucho producto de limpieza que se aplique sale a relucir en cualquier momento en que la brisa cambia de dirección.

A los americanos les sigue gustando la moqueta de la misma forma que toleran la hipocresía como un defecto menor comparado con otros. Acaso no les falte razón en que fingir lo que uno no siente o embellecer una realidad que se ha revelado sórdida puede cambiar el mundo.

 Quizás el precio de quitar la moqueta sea demasiado alto.

viernes, 14 de junio de 2013

Algunas reflexiones sobre los yard sales


Los yard sales son rastrillos caseros montados enfrente de la casa de uno, normalmente a la puerta del garaje, para vender aquella mercancía que uno quiere quitarse de encima. Como las bicicletas, suelen ser para el verano.

Al contrario de lo que uno escucha por ahí a menudo, no son fruto de la codicia norteamericana por arañar el último dólar de aquellas cosas que no nos hacen falta. Quizás en algún momento de la historia tuvieron una motivación material, pero hoy por hoy son más bien lo contrario. Responden a otros factores. Son, como los community gardens, una táctica más para acceder a uno de los bienes más codiciados por el nuevo matrix norteamericano, unos minutos de socialización con los vecinos del otro lado de la calle. También contribuyen a que goce de buena salud uno de los deportes nacionales que consiste en buscar gangas porque sí los fines de semana fuera de los cauces de las grandes cadenas comerciales. Y sí, bueno, quizás algunos padres aprovechen la ocasión para instruirles acerca de las bondades de la economía de mercado vendiendo vasos de limonada a 25 centavos.




De hecho al recién llegado suelen desconcertarle, porque no hay demasiado control de calidad y los precios en muchos casos son casi simbólicos. Siguen siendo un testigo visible de la obsesión norteamericana, mitigada esta última década por la debacle inmobiliaria, por moverse y buscar oportunidades allí donde se encuentren sin tener que cargar con todo el equipaje. ¿Para qué llevarte las estanterías de aglomerado de Ikea a 2.000 kilómetros de aquí? ¿O esas ropas de abrigo que viviendo en Florida ya no te van a hacer falta?

Ciertamente, hay un matiz de clase en los yard sale. No he visto yard sales en los barrios opulentos de San Francisco, por poner un ejemplo.

Una categoría superior de yard sales, son los estate sales, es decir, la venta de los objetos de una persona que acaba de fallecer por sus familiares. En éstos, la mercancía suele ser de mejor calidad y los precios más elevados.

 Aparte de la finalidad práctica de deshacerse de un modo más respetuoso que la mera destrucción física de los bienes del difunto o su acumulación en molestas cajas en algún garaje, supone de algún modo una prolongación de la funcionalidad de la vida de éste en otros ambientes.

En cierto sentido no resulta muy diferente a esparcir las cenizas o donar un órgano.

viernes, 7 de junio de 2013

La supervivencia de los símbolos

Tengo para mí que debido a su afición por vestir ropa casual en la mayoría de las situaciones, los americanos tienen una mal merecida fama de gustar de las situaciones informales. Nada más lejos de la realidad. En realidad, el amor por los símbolos y el respeto a las formas de los americanos encarna un sentimiento opuesto.

La presencia de la bandera americana que tanto parece irritar a muchos españoles en numerosos edificios así como en algunas casas particulares es el ejemplo más conocido del amor americano por la simbología pero hay muchos más. Los bailes de graduación como rito de paso a la vida adulta, las ceremonias de graduación como ritos de paso a la vida profesional, las baby showers como ritual de paso a la maternidad o el pledge of allegiance antes de los eventos deportivos como expresión de lealtad a los valores de los Estados Unidos son otros ejemplos conocidos de presencia de ceremonias simbólicas en la vida americana.




Si tuviera que citar una diferencia entre Estados Unidos y Europa hoy, la presencia de símbolos en la vida pública sería una de ellas. Los símbolos suelen abundar en sociedades en las que se considera que la vida tiene una cierta transcendencia, que no es sólo cuestión de administrar los recursos disponibles eficientemente para lograr una determinada calidad de vida. En este sentido, Europa es un continente mucho más posmoderno que la América del Norte donde la gente todavía se hace preguntas acerca del sentido de la existencia y la considera un hecho transcendente, a diferencia de la sociedades, como las europeas, en las que ese tipo de preguntas o presuposiciones se consideran propias de otra época o de sociedades atrasadas.

En las sociedades, como la americana, en las que los símbolos cuentan, hay todavía muchas personas dispuestas a jugarse la vida por su país a pesar de las tentaciones que ofrece una sociedad con estupendos centros comerciales y vacaciones pagadas por la empresa. Hay gente dispuesta a dar una parte importante de su riqueza por propia voluntad, y no porque lo diga el ministro de hacienda de turno, para sufragar su iglesia o para atender a gente que lo necesita.


Una cosa es ir en pantalones cortos o zapatillas de deporte a todas partes. Otra cosa muy diferente es pensar que los símbolos, rituales y las ceremonias son siempre plasmaciones de estructuras de poder que, al modo foucaultiano, siempre favorecen a la ideología de las clases dominantes o a los poderes fácticos de turno.