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viernes, 30 de agosto de 2013

La universidad española y lo malo conocido

“Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” es una forma de pensar muy característica del fatalismo hispano que pone de manifiesto un estado de desesperanza en el destino propio, en la capacidad de uno para cambiar unas circunstancias que nos vienen dadas de antemano. Justo lo opuesto del optimismo anglosajón habitualmente caricaturizado como hortera y algo naif.

La respuesta de parte de la comunidad universitaria española a la publicación del ranking de universidades de la Universidad de Shanghái, el más famoso del mundo y el que todos miran pese a quien pese, pone de manifiesto que esta forma de pensar no solo caracteriza la cultura popular sino que esta imbricada en nuestras elites académicas. El que no se consuela es porque no quiere y lo bueno de los rankings es que uno puede discutir sus métodos cuando le perjudican y omitir los detalles cuando sale beneficiado.

Un año más ninguna universidad española figura entre las doscientas primeras del ranking elaborado por la Universidad de Shanghái. No han faltado quienesle quitan hierro al asunto arguyendo que esta clasificación privilegia demasiado la investigación, que se centra demasiado en las ciencias despreciando las humanidades y que tiene en cuenta factores casi anecdóticos como la presencia de premios Nobel en las aulas. Según esta interpretación, los chinos estarían haciendo el caldo gordo principalmente a los norteamericanos al establecer un ranking demasiado a la medida de sus universidades de élite que son las que copan la clasificación. En su lugar, se nos dice, Europa debería desarrollar sus propios métodos de medición dando más importancia a otros aspectos fundamentales como la calidad de la enseñanza como si hubiera una forma medianamente objetiva de medir la misma.

Mientras tanto, de una manera implícita existe una tendencia general que, debido a la ausencia de alternativas concretas, apoya el statu quo. Es la que habla, abundando en los lugares comunes, de mantener o incrementar el número de becas, aumentar el número de profesores por alumno y reducir el precio de las matrículas (¿por qué no la gratuidad total, como en Argentina?) para que todo el mundo pueda estudiar. Que lo que hay que hacer es invertir más en I + D como si eso fuera una receta infalible y solo hubiera que seguir una serie de pasos ya escritos de probada eficacia.

Cuando se trata de sugerir cambios concretos, es cuando surgen las dificultades.

Si uno sugiere que se permita a los centros o a los departamentos realizar sus propias contrataciones del profesorado, se le dice que no, que eso no puede ser, que cualquier mindundi sin preparación y con enchufe podría acabar dando clase. Claro, justo como sucede en los mejores sistemas universitarios del mundo, que son el norteamericano y el británico, donde la contratación es libre y da unos resultados tan malos.

Si otro reflexiona acerca de la necesidad de que se reduzca el número de centros para que los existentes se concentren en demasiadas fortalezas y quizás eliminar otros redundantes sin el número de alumnos suficientes, entonces habrá quien contestará que ello supondría que los chicos tendrán que abandonar sus zonas de origen para estudiar en Madrid o Barcelona, por poner un ejemplo, y que a eso no hay derecho. Como si la experiencia vital que uno adquiere al vivir lejos de su pueblo no fuera una de las claves del modelo universitario en los países más avanzados.

Si se arguye la necesidad de ofrecer incentivos al profesorado, empezando por una horquilla más amplia de sueldos que permite atraer a los mejores docentes o investigadores tal y como sucede en Gran Bretaña o Estados Unidos, siempre hay quien se rebela diciendo que eso es violar el principio de igualdad que debe reinar en la universidad pública española en la que un hipotético laureado premio nobel debería cobrar un par de cientos de euros más que un profesor que apenas ha publicado un par de artículos en revistas nacionales.

Si se propone, tímidamente si se quiere, la búsqueda de fuentes de financiación alternativas, como por ejemplo la creación y potenciación de tiendas en las universidades que vendan libros, merchandising y contribuyan a la creación de marca para que existe al menos un simulacro de competencia entre centros, entonces habrá quien esboce una sonrisa cruel y condene sin paliativos un modelo de negocio a la americana que suena demasiado vulgar para tan sacrosanta institución. Mientras tanto, en nuestras calles madrileñas sigo viendo más sudaderas y camisetas de, por poner un ejemplo estrambótico, la Universidad de Roma y de cualquier universidad americana de medio pelo que de la Universidad Complutense.

Entonces quedémonos como estamos.

Mientras tanto pasan los años y, entre otras cosas, seguimos con una agencia estatal de evaluación del profesorado (ANECA) de dudosa credibilidad, un sistema altamente centralizado e intervencionista que no permite conformar departamentos potentes ya que estos no pueden controlar a quien se contrata (imagínense una empresa en la  que el empresario no puede contratar a sus trabajadores), unas instalaciones depauperadas (por ejemplo, en la facultad de ciencias de la información de la Complutense existe una librería en la que uno no tiene acceso a los libros que se dan a través de una ventanilla, justo como hace 25 años) y un sistema donde la competencia por el alumnado es inexistente ya que éstos tienden a estudiar en las universidades de la región de procedencia.


En una ciudad tan cambiante como Madrid, donde cualquier referencia espacial termina convirtiéndose en una franquicia de comida, pasearse por la Facultad de Ciencias de la Información de mi querida Universidad Complutense lleva al optimismo. Es una de las pocas veces en la vida que uno siente que, ya que estamos con las frases hechas, el tiempo si puede pasar en balde.

viernes, 23 de agosto de 2013

Manifestarse

Una de las cosas que más llama la atención de muchos americanos que he conocido en España es la afición de los españoles por manifestarse en la plaza pública. En efecto, quizás porque sabemos que no siempre ha sido posible hacerlo, las manifestaciones forman parte del ethos español como la tortilla de patata o El Corte Inglés.

En esta época que nos ha tocado vivir, donde las grandes acumulaciones de gente en el espacio público se producen sobre todo en países en vías de desarrollo, la ubicuidad de las manifestaciones en España es una prueba de que no éramos lo modernos que creíamos ser. De que la sociedad española no había llegado al fin de la historia y los conflictos eran latentes, de que no nos habíamos descorporeizado como sucede en las sociedades llamadas avanzadas. Por ejemplo, en Estados Unidos donde la gente dejo de caminar por las calles cuando se inventó el automóvil,  el shopping tampoco ya es lo que era una vez que las tiendas han pasado a ser meros escaparates antesala de la compra por Internet tras comparar precios en un smart phone.

Ni siquiera, como plegarias colectivas que lo mismo sirven para protestar contra la corrupción de la clase política, la privatización de la sanidad en la Comunidad de Madrid o manifestar dolor frente a un crimen horrendo, puede considerarse que su papel sustitutivo de los ritos religiosos sea muy moderno en un contexto mundial de relativismo cultural en el que la fuerza de las religiones es la norma y no la excepción. Quizás, en estos tiempos convulsos, recitar un Padre Nuestro en voz alta acaso podría ser considerado mucho más moderno y multicultural que gritar consignas detrás de una pancarta.

A veces las manifestaciones en España se asemejan a sacar a la virgen en procesión para que llueva, a un acto de una fe imposible por una causa que debería valer la pena, porque al igual que no tenemos noticias de Dios tampoco las tenemos de aquello que antes se denominaba los poderes públicos.
No deja de ser curioso que Estados Unidos, el país de los derechos civiles, el país más religioso del orbe occidental (en realidad el único) sea el menos aficionado a las manifestaciones. De hecho, las famosas manifestaciones que hubo en Wall Street palidecen en cantidad y calidad ante cualquier manifestación española de ciudad de provincias y no digamos ante las de la Puerta del Sol. Y no, la razón no es que los americanos amen el capitalismo y el statu quo sobre todas las cosas.

El activismo estadounidense contemporáneo ha quedado prácticamente reducido a ciberactivismo. Es un activismo en cierto modo desagregado, de individuos distantes, individualizado si ello no supone un oxímoron. Un activismo que en la mayoría de los casos consiste en enviar una oleada de correos electrónicos al legislador de turno argumentando el motivo de la protesta.

Es un activismo de teléfono, tableta u ordenador portátil, ejecutado desde la soledad de una habitación o un café. No tiene caras, héroes, intelectuales o “pavos reales” a la cabeza de la manifestación. Cuando muchos estados recientemente subieron las tasas de las universidades públicas a consecuencia de los recortes presupuestarios durante la recesión, las manifestaciones estudiantiles fueron casi testimoniales ya que los estudiantes americanos universitarios, que por cierto votaron a Obama en su mayoría, consideran las manifestaciones una antigualla aunque no lo digan.

La practicidad de los americanos tiene en cuenta, y mucho, que los correos electrónicos son siempre más fáciles de contar que las caras o los cuerpos y evitan las interminables guerras de cifras que llenan los periódicos el día después de la manifestación. Además no cortan el tráfico y evitan los disturbios.
El problema de este ciberactivismo es que exige un mínimo de confianza en los gobernantes, pensar que no van a silenciar la existencia de miles de correos electrónicos.


Puede que sí, que una imagen siga valiendo más que mil palabras.

viernes, 16 de agosto de 2013

Saber inglés

“El inglés no tiene nada de especial. No es más que una lengua entre muchas”
(J. M. Coetzee, El verano)

A los tradicionales factores de desigualdad humana, que como todo el mundo sabe son el dinero y la capacidad de atracción sexual, se ha sumado otro de forma irremisible en los últimos tiempos: saber inglés.
No es solo que, como nos recordaba recientemente el economista Luis Garicano, un nivel avanzado de inglés sea uno de los tres pilares de la economía delconocimiento. Es que simplemente saber inglés, sobre todo si uno es nativo, hace que a uno le paguen las vacaciones. 

Por ejemplo, la empresa Vaughan ofrece la posibilidad de pasar estancias en España en sus famosos pueblos ingleses, ubicados en zonas de notable atractivo turístico, a todos aquellos voluntarios angloparlantes, como ellos mismos los denominan en su página web, que estén dispuesto a hablar durante unas 13 horas al día a aquellos españoles que buscan aprender la lengua de Shakespeare para mejorar sus posibilidades profesionales.

Los requisitos no parecen muchos. Según aparece en su página web, no se exige pertenecer a una clase social o desempeñar una profesión determinada y basta con proceder de cualquier país de hablar inglesa como las islas Fiji o Trinidad-Tobago. Hablar inglés (y, aunque no lo mencionan expresamente, probablemente no hablar ni gota de español ya que no se exige un nivel mínimo) es el único requisito indispensable. El objetivo, según elGrupo Vaughan, es “que no tengan la deformación profesional de los profesores, por magníficos que éstos sean, y que enfrenten al participante a la situación más real posible”. A cambio se ofrece hotel, manutención y excursiones (excluye transporte) durante periodos que rondan las dos semanas.

Vaughan describe la experiencia como un intercambio en el que “los españoles y los angloparlantes llegan con un objetivo diferente: los españoles, lingüístico y los angloparlantes cultural y turístico”. Se le olvida mencionar el detalle sin importancia de que mientras los españoles, o sus empresas, pagan cuantiosas sumas de dinero por este intercambio, los angloparlantes vienen a mantel puesto.

Aunque no es lo mismo, no son pocos los estudiantes norteamericanos que conozco que nada más graduarse deciden marchar a Japón, China o alguno de los ricos emiratos árabes a ensenar inglés sin tener ninguna experiencia o conocimiento del idioma autóctono y ganar sumas de dinero que en los tiempos que corren resultan francamente respetables para un joven licenciado.

Esta situación no podría contrastar más con la de tanto españoles jóvenes y no tan jóvenes  (entre los que me incluyo) que tuvimos que aprender inglés de camareros, haciendo camas o l limpiando suelos tratando de descifrar el inglés de algún supervisor que invariablemente tenía acento extranjero.

No me cabe duda de que los españoles hemos interiorizado perfectamente una situación de inferioridad casi propia de los tiempos del regeneracionismo. En un par de ocasiones, cuando solía visitar empresas de comunicación españolas con estudiantes norteamericanos, y uno de ellos preguntaba que cualidad era más importante para trabajar en el mundo de la comunicación, la respuesta del ejecutivo español era siempre la misma: el inglés, lo cual hacia que la audiencia soltara una carcajada. Una invitación más para seguir siendo monolingües a los jóvenes más monolingües del mundo desarrollado en las que incluso sus clases más educadas son incapaces de aprender lenguas extranjeras consolidando la leyenda del ugly American etnocéntrico y con ínfulas de superioridad.

Mientras tanto, este mismo verano sigo oyendo hablar de españoles de 40 o 50 años que han sido despedidos y han retomado sus estudios de inglés, más por dar síntomas de reacción que otra cosa, o chicos de 15 años que pasan tres o cuatro semanas en el sur de Inglaterra en carísimas estancias gracias al cada vez más heroico esfuerzo económico de unos padres que al mismo tiempo se lo piensan dos veces a la hora de pedir una cerveza o comprar el periódico. Seguro que los miembros del conglomerado Visit Britain se siguen frotando las manos, ya que ese es el turismo que interesa y no el que hace balconing en Lloret de Mar.

Si algo hay que reprocharle al debate acerca de la necesidad de ensenar educación para la ciudadanía en las escuelas es que probablemente haya detraído la atención de otros temas quizás tan o más importantes como es que el hecho de que el estado garantice una cierta igualdad a la hora de hablar inglés.

Es, sin embargo, cuestionable que la parte más importante de la educación en el mundo de hoy sea el inglés (me parece más importante, como dice Garicano, saber expresar un argumento por escrito en la lengua de uno o tener una base sólida de matemáticas y estadística). Pero una de las grandes reformas pendientes de nuestro sistema educativo es, superando partidismos, la de la enseñanza del inglés a todos los niveles, que los colegios bilingües lo sean de verdad y que todos puedan acceder a ellos. Cueste lo que cueste, porque al final, como atestiguan numerosas familias españolas que, desesperadas, se gastan fortunas en que sus hijos hagan turismo o se líen con extranjeros durante el mes de agosto, se ahorra dinero.

Para que no sea siempre un cierto tipo de español el que se tiene que marchar de camarero y los “angloparlantes” los que vienen a comer y a disfrutar del charm de nuestros entornos rurales.

Bueno, y ahora también para que todos los españoles sin trabajo, no solo los hijos de los ricos o los poderosos, puedan emigrar en igualdad de condiciones.

viernes, 9 de agosto de 2013

El mito del español en Estados Unidos

Leo y escucho estos días en TVE que el chef malagueño Dani García ha abierto hace poco un restaurante en Nueva York y que en poco tiempo se ha convertido en uno de los mejores representantes de la cocina española en esta ciudad. La pieza del telediario de la 1 cita un artículo del New York Times que augura una fuerte expansión de la cocina española en los Estados Unidos durante la próxima década. Me queda una sensación de suceso ya visto y me viene a la memoria cuando, hace diez años, Ferrán Adrià acaparó la portada del magazine dominical de este periódico que aseguraba que España era la nueva Francia encuestiones gastronómicas y auguraba la popularidad de la cocina española en los Estados Unidos. 

Una década después, uno se encuentra con que los productos alimenticios españoles en este país siguen siendo bastante difíciles de encontrar (si uno no vive en una de las grandes ciudades siempre se requiere bastante información y estar dispuesto a recorrer muchos kilómetros o gastarse ingentes sumas en pedidos por internet) y que para el común de los americanos la cocina española sigue siendo una absoluta desconocida siendo el infame pero popular Spanish rice, que se sirve como guarnición en la mayoría de los restaurantes mexicanos, la aportación más conocida.  El que piense que es obvio que el americano medio conoce la paella, el gazpacho o el queso manchego quizás deba replantearse sus percepciones. Las tapas suenan pero es un concepto ambiguo que lo mismo sirven para un roto que un descosido. De lo demás, mejor olvidarse, ya que el número de los restaurantes españoles en este país es, en el mejor de los casos, minúsculo.

La situación me recuerda al optimismo antropológico que existe en España en lo que se refiere a la pujanza del español en Estados Unidos. Suele argumentarse la gran cantidad de población hispana, unos 52 millones o en torno a un 16,7 por ciento de la población total, el hecho de que los candidatos presidenciales digan alguna frase o rueden algún spot electoral en español durante la campaña o la primacía del español como segunda en las escuelas.

Sin ánimo de agotar un tema tan complejo como éste, conviene aclarar algunos malentendidos.

El primero de ellos es que el número de hispanos no se corresponde con el de hablantes del español que es, según el censo de los Estados Unidos, de 37 millones de habitantes, un 30 por ciento menos que el total de la población de origen latino. De esos 37 millones, un buen porcentaje de hispanos que son americanos de segunda generación entran dentro de lo que se denomina heritage speakers (hablantes por herencia), es decir, hispanohablantes que lo han aprendido en su casa pero que, en muchos casos, no leen o escriben español o lo hacen con dificultad. Forman un grupo cada vez más numeroso. En mi experiencia diaria, he tenido la ocasión de comprobar como un número importante de mis estudiantes hispanos muestra reticencia a la hora de hablar español debido a la incomodidad que sienten de hablar una lengua con la que no acaban de sentirse cómodos.

La lengua de elección de un joven universitario estadounidense de origen hispano tiende a ser claramente el inglés por numerosas razones: la educación se recibe íntegramente en inglés, la mayoría de los medios de comunicación de calidad emiten en inglés y el inglés es la lengua de prestigio y de los negocios relevantes en una país donde el español se identifica como una lengua hablada mayoritariamente por las clases subalternas. Nuevamente, me estoy refiriendo naturalmente a Estados Unidos en su globalidad ya que en ciudades como Miami, Nueva York, Los Ángeles y otras hay escuelas bilingües (muy pocas) y algún periódico en español de calidad pero son la excepción que confirma la regla.

En el caso de la tercera generación de hispanos americanos, siguiendo la tradición integradora de otros grupos étnicos en Estados Unidos, el español se ha convertido en una reliquia del pasado. La excepción a esta tendencia podemos encontrarlas en aquellas zonas donde los hispanos forman una mayoría relativa como California o Texas, convertidas en auténticas comunidades bilingües aunque bien es cierto que los segmentos más dinámicos de la misma tienden rápidamente a adoptar el inglés como primera lengua tanto en estas zonas como en el resto del país.

Otro importante factor que hace dudar acerca del futuro del español en este país se deriva del hecho de que no está ni mucho menos garantizado que los flujos migratorios desde Latinoamérica se vayan a mantener en los próximos años. La recientemente aprobada ley regularización de inmigrantes va a ayudar a muchos inmigrantes considerados hasta ahora ilegales a ser ciudadanos de pleno derecho, pero se ha aprobado con el consenso tácito de los políticos de ambos signos de endurecer aún más las condiciones para emigrar a los Estados Unidos y hacer la vida imposible a quien pretenda emigrar ilegalmente.

Dejo para el final otro factor importante pero que raras veces se recuerda y que va a dificultar el que el español se convierta en una lengua de la máxima relevancia en este país. No es otro que la falta de prestigio de la que goza nuestra lengua y el desconocimiento de la cultura que en su globalidad pudiéramos llamar hispana en Estados Unidos. Me refiero con ello al tipo de argumentos que se utilizan para justificar el auge de la lengua española en las universidades. Por supuesto, no estoy hablando de los departamentos de español de las grandes universidades norteamericanas donde nuestro idioma ha gozado de reconocimiento desde hace muchas décadas en los estudios de posgrado, sino a un segundo nivel de universidades estatales y privadas (que son la mayoría de las 3.500 que pueblan el país) donde a menudo profesores y estudiantes entienden enseñar y aprender español como un deber cívico hacia los inmigrantes hispanos.

Es menos frecuente de lo que uno desearía encontrarse un estudiante universitario de español en una universidad estatal que estudie nuestra lengua porque piense que hay una literatura, cine, arte, ciencia, una cultura en suma, que valga la pena. Esta circunstancia es relativamente fácil de percibir cuando se comparan las opiniones de los estudiantes de español con las de estudiantes de otras lenguas cómo el francés, el mandarín o incluso el ruso por las que a menudo subyace un afecto sustentado en razones de prestigio cultural. No en vano, una parte de las élites, como le sucedió al célebre periodista del New York Times, Nicholas Kristof, cuando escribió que aunque la cultura en el español carece de la riqueza de la cultura china en mandarín había que aprender la primera por su presencia en la vida americana, desdeña el español más o menos solapadamente.

Curiosamente, únicamente escuché a un candidato en la pasada campaña electoral mencionar varios hechos palmarios que ponen sobre la mesa lo importante que debería ser para todo norteamericano tener conocimientos de español.  Este político habló de la importancia de potenciar el comercio con Latinoamérica arguyendo que el subcontinente considerado en su totalidad tenía un producto interior bruto similar al chino, que se podía trabajar con los mismos horarios, que la distancia era menor e incluso que las culturas eran más parecidas. Algo evidente pero que se escucha pocas veces.


Conociendo la mentalidad americana, me parecen argumentos mucho más contundentes para ensalzar la importancia del español que referirse a que es la lengua en la que escribían Borges o Cervantes.

viernes, 2 de agosto de 2013

Un país sin bedeles

El otro día estuve en la facultad de filosofía y letras de una universidad española. Eran las 9 de la mañana en plena canícula y estaba vacía. Lo primero que me encontré al entrar fue con una bedel. La mujer leía una revista de cotilleos dejando pasar el tiempo lo mejor que podía y sabía. Le pregunté cómo encontrar el despacho de un profesor al que iba a visitar y me indicó la dirección con amabilidad antes de regresar a la lectura de la revista.

Me dirigí al ascensor siguiendo sus instrucciones mientras pensaba que había algo entrañable y anacrónico en la escena de esa mujer vestida de bedel,  dentro de una ventanilla y con poco que hacer. No pude evitar pensar que, y no quiero parecer oportunista, esa bedel que probablemente se jubile dentro de 20 años trabajando en el mismo lugar es un símbolo del estado de parálisis de la universidad española.

Las universidades norteamericanas no tienen bedeles. En realidad, no hay conserjes ni bedeles en Norteamérica en general. Si acaso hay porteros en los edificios de apartamentos en los que vive la gente muy pudiente en ciudades como New York o Washington D.C por razones de seguridad o comodidad.

Tener a disposición a alguien vestido de uniforme, por si le necesita, para darte una dirección, que no disimula su ociosidad, no es algo americano. Si acaso un símbolo de calidez mediterránea, del Sur de Europa.

Empecé a pensar por  qué en los Estados Unidos de América no hay bedeles, ni gente que te corte las entradas en los cines o las exposiciones, ni tampoco hay que reservar las pistas de tenis que hay en los parques, ni hay nadie controlándote en los restaurantes por si te echas más Coca-Cola de la cuenta en el área donde se encuentran los grifos de los refrescos.La concepción norteamericana de la responsabilidad individual lo abarca todo. Los americanos esperan que uno se informe acerca de cómo llegar a los sitios, confían en que no te vas a colar en una sala que no te corresponde, que no vas a quedarte toda la mañana jugando el tenis cuando hay gente esperando fuera o que no te vas a echar una cantidad extra de Coca-Cola que no has pagado. También que te vas a costear la atención médica o la mayor parte de la matrícula de la universidad con tus propios recursos, que todo hay que decirlo.

Por eso nunca ha existido una figura del bedel equivalente a la nuestra.