Una buena educación es el nuevo fetiche, el Santo Grial del
siglo XXI.
Conozco muchos padres que gastan el dinero que no tienen en
mandar a sus hijos a lo que piensan es un buen colegio, que no pegan ojo si sus
vástagos vienen de la escuela hablando de un profesor que ha realizado un
comentario inconveniente, que vigilan 24/7 que toda actividad que realicen sus
hijos sea de acuerdo a una filosofía educativa determinada o que han desterrado
la televisión de las vidas de sus hijos por considerarla corrupta.
Al habitual binomio dinero y sexo en la lista de
aspiraciones de las personas, se une una buena educación. Dentro de lo que hoy
se considera una buena educación ya no figura la palabra cultura, de hecho la
expresión ser una persona culta ha desaparecido prácticamente, sino otras como
creatividad, innovación, destrezas, felicidad, capacidad emprendedora o
autonomía.
Montar una empresa se considera más importante que escribir
una novela, inventar un revolucionario método de pago en Internet garantiza un
lugar en la historia más que pintar un cuadro, un emprendedor es más sexy que
un director de cine o un neurocirujano.
No estoy de acuerdo con la profesora Ravitch en que
haya que absolver un sistema educativo sólo porque aporta éxito económico e
iniciativa empresarial como ella hace con el norteamericano. Nadie puede negar,
y todos conocemos ejemplos de ello, que una persona relativamente poco educada
con iniciativa empresarial puede ser más productiva que una persona muy educada
sin esa característica.
Sin embargo, no me resigno a que mis hijos, ambos
matriculados en escuelas públicas de los Estados Unidos, se graduen de
cualquier universidad, incluso aunque sea de la IVY League, sin saber la
diferencia entre gótico y románico o sin haber oído nunca hablar de Tiziano
como sucede a menudo a muchos norteamericanos que deambulan por Europa.
Ravitch tiene su punto de razón en que hay que relativizar
el informe PISA. Una prueba de matemáticas y otra de comprensión lectora a
chavales de quince años tampoco constituye necesariamente una evidencia del
nivel educativo de una población. Si
acaso, un pequeño indicio.
Sin embargo, las soluciones clásicas tampoco funcionan anymore. Nada resulta más anacrónico que asociar una
buena educación al alineamiento con ciertos cánones como el de Dietrich Schwanitz en cuanto a lo que
constituye una buena cultura general o el de Harold Bloom en literatura.
Sociedades cada vez más plurales y relativistas los consideran vergonzosos,
cuando no reaccionarios, y opuestos al ideal igualitarista que ve en ellos una
peligrosa tentativa de refeudalización de la educación en las clases altas que,
en una época en que determinada
educación de calidad se percibe como un bien de lujo, pueden permitirse estudiar
por amor al arte sin pensar en las salidas profesionales.
Acaso tengan razón.
Cada uno tiene más o menos claro lo que es la mala
educación, pero no necesariamente lo que es la buena. De la misma forma que un
concepto holístico y normativo de cultura ha periclitado, nadie tiene demasiado
claro, y el que lo afirme miente, lo que es una buena educación. Se mide lo que
se puede. En el mundo de la educación más que en otros, no todo lo que puede
medirse es lo que vale la pena o se debe medir.
El futuro consiste no tanto en saber en que consiste una
población bien educada sino, como ha sucedido con otros aspectos de la vida en
la era posmoderna, quizás en renunciar a hacerse esa misma pregunta.
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