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jueves, 28 de agosto de 2014

Pueblos


Con los pueblos sucede como con las librerías, a nadie le gusta que desaparezcan pero pocos estamos dispuestos a mantenerlas con nuestro tiempo y dinero.

Adentrarse en el interior desde la costa, cualquier interior y cualquier costa, es entrar en un tunel del tiempo que no necesariamente fue mejor. Por muy habituados que estemos siempre nos choca el vacío y el silencio más propios de tierras del nuevo mundo o de los países que la gente prefiere evitar que de la vieja Europa.

Los veranos, época de sol y playa como dicta la cultura de ocio, destapan nuestras verguenzas tanto como su estado de hecatombe cuando uno los atraviesa, cansados, desvencijados, sin perspectivas. La época estival sirve para recordarnos las visitas incumplidas, las llamadas de Pascuas a Ramos, los entierros a los que no acudimos, las obras que nunca haremos en las casas de nuestros antepasados, las flores que no reponemos tan a menudo como deberíamos en los cementerios, las críticas por lo que hicimos o dejamos de hacer, el polvo que se acumula en las cajas de libros que acabarán en el estercolero.

Nos lamentamos pero al mismo tiempo nos alegramos secretamente de que esos pueblos desaparezcan, pierdan fuerza, de que cada vez haya menos razones para regresar, para sumergirnos en el silencio opresivo, para afrontar las miradas de extraños que creen saberlo todo de nosotros.

Nos satisface secretamente que cada año menos gente salga por la noche a tomar el fresco, a charlar por que sí, para así no tener que dar explicaciones por quedarnos en casa leyendo, conectados a internet o, lo peor, incluso viendo la televisión en pleno verano.

Contamos con verguenza las horas, los minutos que nos llevarán los asuntos que nos traen por allí, eludimos las conversaciones que se alargan más de la cuenta con esa gente a la que parecemos importarles tanto pero que nunca nos preguntan por lo que de verdad nos importa.

Los precios del bar, que solían hacernos gracia, nos parecen si acaso una anécdota de dudoso interés. Los pueblos deshabitados nos dan un baño de realidad. Los viejos del lugar siempre nos recuerdan permanentemente que envejecer y morir, como decía Gil de Biedma, eran las dimensiones del teatro.

Los pueblos no valen para nada, sólo para aburrirse, para hacerle sentir a uno mal, pensamos, para recordarle a uno lo que no quiere seguir siendo y lo que nunca será, nos ponen en nuestro sitio, también a prueba con ínfimas probabilidades de salir airosos aun cuando en nuestras vidas de urbanitas nos creamos lo contrario.

Huelen algo a mugre, a novela de Miguel Delibes, a historias que uno preferiría olvidar, a gasoil de los tractores, a tabaco negro, a excrementos de vaca. 

Son, pese a los pesares, necesarios, para hacernos dudar, cuestionarnos y apreciar en lo que vale los beneficios de la cultura liberal que los norteamericanos expandieron por el mundo de que uno tiene derecho a ser lo que quiera con independencia de sus orígenes aunque sabemos que no siempre se cumple.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Que lo decidan los políticos


Contesta Sergio “el Chacho” Rodríguez en una entrevista en El Mundo cuando es preguntado acerca de si el triple de Artur Mas va bien tirado o no toca aro “que lo decida la gente que manda” o “quien deba decidir”.  ¿Quiénes son los que deben decidir? ¿Los políticos? ¿Esa casta, según todos sin credibilidad, que sólo sirve sus propios intereses? ¿Esos son los que deben decidir estas cuestiones? ¿O los ciudadanos? No lo deja claro Sergio Rodríguez a quien el periodista, en plan agradaor, deja echar balones fuera con comodidad aunque la sección se llame En camisa de once varas.

No es una respuesta rara ni mucho menos entre deportistas o celebridades que suelen recurrir a evasivas cuando son preguntados acerca de cuestiones políticas ante la complacencia de los periodistas.

Me viene a la cabeza el periodista Carlos Sobera, a quien he leído o escuchado unas pocas veces decir que la autodeterminación del País Vasco era un tema que debían discutir los políticos, como si a un tío que ha crecido en Baracaldo eso le resultara una cuestión apenas relevante. Puede ser, pero entonces es como para cuestionarse su profesión de periodista.

La abundancia de este tipo de respuestas a cargo de las celebridades en la esfera pública española me sugieren dos hipótesis. La primera, menos preocupante, es que tan excesiva prudencia se deba a no querer herir sensibilidades de patrocinadores, sponsors u otras partes contratantes. Aunque ausente de principios, este modo de conducirse denota una cierta racionalidad. Sin embargo, no parece ser la más plausible. Por ejemplo, en el caso de Sergio Rodríguez, jugador del Real Madrid y de la selección española de baloncesto, no parecería que sus ingresos se fueran a ver mermados ni su carrera afectada.

La segunda, que me parece mucho más preocupante, es que ni el sistema educativo ni la sociedad en su conjunto esté formando ciudadanos sino súbditos en el sentido más literal, personas que consideran que todo aquello que no concierna a su esfera particular, trabajo o familia, debe ser decidido por los políticos, a los que considera una especie de técnicos especializados que igual deben de decidir como prevenir la expansión del Ebola que si España debe o no desgajarse en micronaciones.

Porque si no, no se entiende que el Chacho Rodríguez no sea capaz de tener una opinión sobre la posibilidad de que su país se escinda. Decir que los desacreditados políticos deben ser los que decidan sobre esas cuestiones es ser un lamelibranquio en cuestiones de ciudadanía, algo que en España sucede bastante ya que para ser considerado un buen ciudadano los estándares son bastante bajos. Ocuparse de la res publica no sólo no se considera una buena señal, sino una intromisión intolerable en asuntos que no son de incumbencia individual. ¿Qué un jugador de baloncesto de la selección española opine sobre la posibilidad de un referéndum por la independencia de Cataluña? Faltaría más.

Lo siento, me gustan los Estados Unidos donde uno conoce jugadores de baloncesto liberales o conservadores, actores reaccionarios o progres sin que tengan que pagar un precio por ello y no se les decrete la muerte civil. Charlton Heston o Jon Voight pasaron y pasan por ser muy fachas y nunca les faltó trabajo en un ambiente muy progre a pesar de ser odiados por muchos.

Y es que, pese a tanta pretendida pátina de modernidad, simplemente seguimos viviendo en un país en el que no se respira un ambiente lo suficientemente libre como para que uno pueda expresar sus opiniones. En el que a pesar del proceso de secularización todavía reina una perspectiva inquisitorial, de auto de fe que impide a un deportista barcelonés decir que le parece que su nación es España sin ser públicamente ajusticiado de la misma forma que otros de ideología independentista han de moverse en el terreno de la ambigüedad recurriendo al “que lo decidan los políticos”, abdicando de un ejercicio de ciudadanía que no sólo consiste en votar sino también en opinar sobre las cosas que pasan en el mundo.

Por mala y corrupta que sea la llamada casta política,  de la baja calidad de la democracia española también tienen la culpa una mayoría de ciudadanos, en especial las celebridades y los llamados líderes de opinión, que constantemente ejercen la autocensura y la hacen parecer algo normal y aceptable.

sábado, 16 de agosto de 2014

Luchar contra el destino


El verano es la estación que más nos recuerda la importancia de la herencia recibida. En esta época, especialmente si uno visita los mismos lugares año tras año, se percibe mejor la fuerza del destino.

Uno es más consciente de la continuidad generacional en los rasgos físicos de las personas que le rodean, de como las aficiones y las ambiciones heredadas así como el legado material o educativo condicionan la escasez o prosperidad futura de la progenie. En verano se ve con más claridad que los que tienen padres más guapos o más altos, son más guapos o más altos y salen con chicos y chicas más atractivos, que los que tienen padres más ricos tienen mejores coches, comen en mejores restaurantes o llevan mejores ropas o equipamiento deportivo.

Es el momento del año en que uno tiene conciencia de que, a pesar de lo que nos dice insistentemente la cultura liberal o los libros de autoayuda, la importancia de la predestinación en las personas es mayor de lo que parece. Que escapar al dictado del destino es más peliagudo de lo que se ha dicho.

Siempre habrá quien nos diga que no es así, que las dificultades son buenas, que el underdog puede ganar, como hace Malcolm Gladwell en su libro David y Goliath cuya tesis principal es que las dificultades y los handicap son, en muchos casos, una ventaja. Es un libro lleno de historias de disléxicos que triunfan en los negocios, de profesores con clases superpobladas que consiguen grandes resultados académicos, de chicos que pierden a su padre en temprana edad y llegan a presidentes de Estados Unidos, de hombres que crecen en las más extremas condiciones de pobreza y logran convertirse en oncólogos de categoría mundial, de muchachos bajitos que se convierten en campeones de baloncesto. Gladwell cuenta historias de personas concretas que triunfan a pesar de los handicap, sabedor de que a los norteamericanos les gusta la historia del muchacho enclenque y debilucho que se convierte en estrella del fútbol americano como en Rudy. Por eso vende cientos de miles de libros que son esperados por ansiedad. Consigue que nos creamos que lo excepcional tiene algo de regla.

Si con algo hay que quedarse del libro es con la lección que extrae de la victoria del frágil David sobre el fornido Goliath. David vence a Goliath porque elude el contacto físico, la guerra de puños y en su lugar utiliza una entonces innovadora tecnología que altera completamente las reglas de la pelea entre individuos que existían hasta entonces.

Hoy los davides modernos son los jóvenes explotados o a los que ni siquiera se les da la oportunidad de trabajar 10 horas por 800 euros. Les invito a que no se resignen a jugar con las reglas que les han dado, a que alteren la estrecha geografia del tablero español marchándose a cualquier lugar del ancho mundo donde puedan reinventarse, donde el pasado no sea una losa pesada, donde a sus titulaciones de universidad pública se les otorgue el beneficio de la duda, donde como te apellidas no otorgue un valor añadido, donde la edad sea hasta cierto punto una anécdota, donde la falta de experiencia laboral no sea un estigma sino un acicate, donde el reciclar los conocimientos no se perciba como un sufrimiento inútil sino como una oportunidad.

Comportarse como David no les garantizará la victoria pero si al menos la pequeña satisfacción de  no dejarse humillar por tanto Goliath de pacotilla.

jueves, 7 de agosto de 2014

Las universidades también son para el verano


Es desolador escuchar a los padres decir cariacontecidos que esa operación de cadera tan necesaria no se realizará hasta después del verano. A amigos que el juicio pendiente de ese inquilino que lleva un año sin pagar es imposible que tenga lugar hasta septiembre u octubre. Si la salud o la justicia pueden esperar, ¿qué será de todo lo demás?

Existe la percepción colectiva de que el país está cerrado por vacaciones los meses de verano y nos resignamos a ello como si fuera un mal inevitable, como si fuera lógico que los quirófanos o los tribunales de justicia detengan o ralentizen su actividad dependiendo de la estación.

Tenemos asumido que el año está operativo durante nueve meses. No más. Igual que el calendario escolar. Eso sí, un poco más que la universidad pública española que sigue cerrando sus puertas prácticamente 5 meses al año. Bueno, quizás se pueda realizar algún papeleo mientras tanto, haya alguna actividad en ventanilla o algún alumno despistado siga acudiendo a las cada vez más vacías bibliotecas, pero lo cierto es que los campus de las universidades españolas ofrecen una imagen desoladora durante una importante porción del año.

Quedan, eso sí, los cursos de verano. Las figuras de relumbrón que año sí y año también ocupan el palacio de la Magdalena y sus equivalentes en otras autonomías haciendo las delicias de turistas de playa de día y estudiantes de tarde o viceversa.

Asumimos que la universidad de verano debe ser una especie de pachanga, salvo excepciones, que incluye cafés, cenas, copas e incluso ligoteo hasta las tantas de la madrugada. También diplomas acreditativos de la asistencia a cursos en los que no se ha evaluado nada ni nadie, como los que se entregan a los niños por participar en un torneo de futbito.

Mientras tanto, las clases de los campus de verdad permanecen vacías y polvorientas. Alumnos motivados o con necesidades económicas a los que les gustaría graduarse en tres en lugar de en cuatro años tienen que esperar a octubre a que empiece el curso. Profesores a los que les gustaría incrementar sus congelados y cada vez más escuálidos salarios durante el verano se ven obligados a apretarse el cinturón aún más o incluso a desempeñar otros trabajos que no tienen nada que ver con el mundo académico.

Ofrecen un aspecto desolador. Esas instalaciones que los contribuyentes financiaron con sus impuestos siguen siendo utilizadas menos de 7 meses al año, como si hasta el mes de mayo no empezara a impartirse clase en ellas.

Si las empresas o la administración no cierran, ¿por qué las universidades?

Acaso es un lujo que no pueden permitirse. Las universidades públicas americanas, mucho más boyantes que las españolas pese a todo, lo saben. Sólo se cierran durante el mes de agosto, si acaso. A los profesores se les da la oportunidad de ganar más, si quieren, y a los estudiantes de acabar antes sus carreras ofreciendo cursos presenciales, híbridos o a distancia. A los políticos también les gusta que los estudiantes se gradúen antes y formen parte de la fuerza productiva cualificada. Los campus siguen teniendo vida durante el verano y aportan actividad a ciudades pequeñas o grandes que tienen más que ofrecer a sus habitantes.

De Norteamérica se pueden imitar unas cuantas cosas que no tienen que ver con el vilipendiado sistema sanitario o la falta de políticas sociales.

Pongamos la universidad al servicio de la gente, toda la gente y todo el año. Lo contrario, es un lujo que nunca pudimos ni podemos permitirnos.