La muerte murió hace tiempo. Dios también. Desde que todos
somos posmodernos, pocos piensan que valga la pena hacerse últimas preguntas.
Lo sensato e inteligente es no pensar en ello hasta que uno se disuelve en la
nada.
De la misma manera, la idea de vejez está en trance de
desaparecer. Es verdad que hay residencias de ancianos por doquier, gente muy
mayor en silla de ruedas (asistida generalmente por inmigrantes por cierto) en
nuestras ciudades pero hacemos como que no los vemos. No sabemos mucho de ese
mundo hasta que no le toca a algún familiar cercano o nos hacemos mayores
nosotros.
A pesar de la ilusión alimentada por la cultura consumista
de que somos seres autónomos, con un amplio “espacio libre” como dice Zygmunt
Bauman en su libro Vidas de consumo,
solistas, cowboys o cowgirls, ejemplares del género humano independientes
y únicos, lo cierto es que en numerosos momentos de la vida nos damos cuenta de
que necesitamos a otros, y mucho, y no sólo cuando nos deja la mujer o el
marido.
Si todo el mundo se sintiera vulnerable o sintiera
vulnerables a sus seres queridos otro gallo cantaría con respecto a una ley de
dependencia que se está aplicando a cuentagotas sólo en casos extremísimos. La
muerte ha muerto y a la vejez viruelas.
Los viejos que aparecían en un reportaje emitido por la 2 acerca de un proyecto cooperativo de residencias para la
tercera edad en Valladolid se quejaban de las residencias tradicionales en las
que todos tienen que levantarse y comer a la misma hora, de su estrechez de
miras, de su falta de libertad. Estaban felices y orgullosos de vivir en un
complejo residencial en el que en lugar de enfermeras en recepción había un
portero, entraban y salían cuando querían, llevaban polos de Pedro del Hierro y
bebían vino en copazas reglamentarias. Viendo el reportaje la vejez parecía
casi divertida, con tanto tiempo libre y comilona.
Pero, claro, el truco estaba en que estas señoras y señores
no eran realmente viejos. Era gente de alrededor de los 70 años, dinámicos, de
buena salud aparente y con medios económicos. Eran viejos saludables o, incluso
mejor, viejos jóvenes.
Se habla mucho, casi con alborozo, de que cada vez hay más
personas que llegan a los 85, 90 o incluso 100 años. Se analiza menos en que
estado de enormes privaciones físicas y materiales llegan y lo duros que pueden
ser esos últimos años que, en el mejor de los casos, exigen numerosas renuncias
y sacrificios tanto de los mayores como de las personas que los cuidan. Eso se
ve poco. Te lo cuentan, si acaso, o uno lo experimenta cuando le toca.
Dio la casualidad que la misma semana de este
publirreportaje de la cadena pública, me encontraba leyendo Elegía, una de las últimas
y durísimas novelas de Philip Roth acerca de la vejez y la muerte. Un libro que
básicamente es una autobiografía médica de los problemas de salud que ha tenido
un hombre con una carrera profesional exitosa pero llena de estancias en
hospitales y con una familia deshecha.
Quizás la sombría vision de Roth no es la única posible pero
si se aproxima más a la idea de que los hombres somos seres dependientes, de
que los últimos años de la vida son importantes, requieren de altas dosis de
reflexión y estoicismo y no deben ser censurados en el discurso público como sucede
a menudo.
Una sociedad que no tenga en cuenta este aspecto de la vida
ha fracasado a fuerza de infantilismo.
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