Todos sabemos lo difícil que es llevar a
cabo relatos totalizadores de cualquier experiencia, tanto más si se trata de
reflejar como es una infancia y adolescencia tipo en Estados Unidos. Siempre se
acaba cayendo en el cliché o el estereotipo. Pero Boyhood, la película del injustamente no oscarizado Richard
Linklater, no es así.
Tomando lo mejor de la Nouvelle Vague y
el Neorrealismo, libertad formal y afán por reflejar la realidad de un modo
verídico, Linklater logra su objetivo. No faltan los sucesivos divorcios o
rupturas de pareja, las familias que crecen sin el padre, las casas
suburbiales, los desayunos copiosos, las bebidas gaseosas por doquier, la falta
de autoridad de los padres, el primer partido de béisbol, una rama de la
familia en la que abundan los rifles y otra en la que abunda el rock and roll,
los cambios constantes de ciudad, la vuelta a la universidad para reinventarse,
los chicos que con diez o doce años pasan las tardes solos en casa, las
experiencias sexuales precoces, las drogas, el alcohol o la universidad como
meta y al tiempo como rito de paso. Todo ello con transiciones y ellipsis que
resultan naturales, en las que no choca que el protagonista vaya con el pelo
más largo, un pendiente o que la madre, Patricia Arquette, se vea más rechoncha.
Al ver Boyhood uno ve la vida pasar enfrente de uno y eso es complicado de
conseguir en cualquier arte. Y lo más importante para lograrlo no es que
Linklater y sus actores se hayan tirado doce años haciendo la película. Cuando
uno ve Boyhood es cuando, aunque
suene absurdo, uno se da cuenta que las vidas americanas no son lineales,
siempre en progreso y llenas de grandes desafíos y oportunidades como nos ha
hecho creer el cine de Hollywood. Que va, son como todas: hasta cierto punto
lentas, insustanciales, silenciosas, pero con un átomo de interés por el futuro
que mantiene el suspense.
Hay una cierta tristeza tranquila en Boyhood, si se quiere llamar
existencialismo, una cierta impresión de haberlo visto todo antes, de que no
hay gran cosa que contar, de que ya nos sabemos la historia pero que no nos
importa porque no hay mejores alternativas. Una impresión de que no van a
pasarles grandes cosas a esos niños y jóvenes cuando se hagan mayores. Como a
casi todos nosotros.
Y está bien que así sea. Y reflejar lo
que es la vida, contradiciendo a Hitchcock (y yo lo extendería a toda la
filosofía del cine clásico) que hablaba del cine como de “trozos de pastel, no
de vida”, lo ha conseguido el cine Americano mejor que el europeo pese a
haberlo intentado menos veces. De la misma forma, que ha conseguido reflejar
mejor el mundo del deporte o de los aficionados al vino, a pesar de que en
Europa matemos por el fútbol y nos preciemos de la cultura vinícola no tenemos
películas sobre el deporte o el vino tan buenas como los americanos.
Y viendo Boyhood se diría que tampoco sobre la vida.
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