Recuerdo que cada capítulo de la serie Fama comenzaba con una muy guapa
profesora de baile interpretada por Debbie Allen que decía a sus alumnos
aquello de “buscáis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais aempezar a pagar. Con sudor”. Una frase que se hizo famosa entre una
generación de españoles adolescentes que veíamos la serie después de comer.
Me ha venido a la memoria esta frase al
leer algunos de los testimonios anónimos de los estudiantes de la Universidad de
Columbia, un centro perteneciente a la famosa Ivy League permanentemente
incluido entre las 4 o 5 universidades de más prestigio del mundo, en una nueva
página de Facebook titulada Columbia University Class Confessions.
Iniciativas parecidas proliferan estos
días en las universidades de élite, las primeras en hacerlo fueron Stanford, la
Universidad de Chicago y la Universidad de Brown, en la que estudiantes
pertenecientes al grupo denominado de bajos ingresos (que habitualmente incluye
individuos pertenecientes a minorías o a familias cuyas generaciones anteriores
no han ido a la universidad) exponen todo tipo de miserias habitualmente
referidas a la desigualdad reinante en los campus.
Si uno echa un vistazo a cualquiera de
estas páginas leerá testimonios de estudiantes que tienen que saltarse comidas
para ahorrar, que no pueden permitirse medicamentos o ir al doctor debido a los
elevados copagos médicos, que en vacaciones no tienen sitio donde ir, que se
sienten acojonados por la deuda acumulada o que tienen problemas psicológicos
por el sentimiento de culpa que les crea el esfuerzo económico realizado por
sus padres que han pasado penurias durante años para pagarles los estudios.
Hay que recordar que aproximadamente el
50 por ciento de los estudiantes norteamericanos pertenecen a este grupo y
reciben algún tipo de ayuda financiera completa o parcial, lo cual no impide
que esa ayuda no sea suficiente para vivir con cierta decencia en centros que
pueden llegar a costar 65.000 dólares anuales. De hecho, en universidades como
Columbia ubicadas en una ciudad tan cara como Nueva York, bastantes estudiantes
cualifican para recibir los cupones de comida del gobierno, una forma de
subsidio en especie reservada a las clases depauperadas en los Estados Unidos.
Incluso algunas universidades, como
Stanford, han planteado una respuesta radical a la pobreza estudiantil en los
campus de élite ofreciendo matrícula gratuita a aquellos estudiantes cuyasfamilias ingresan menos de 125.000 dólares anuales o aproximadamente 3 veces
los ingresos medios de un hogar norteamericano y 5 veces los de un español. La
duda es si realmente hay una cantidad significativa de estudiantes en Stanford
cuyos ingresos familiares no son superiores a esa cantidad y la medida no es
más que un brindis al sol.
Como en tantas cosas, se puede ver el
vaso medio lleno o medio vacío. Por un lado, el hecho de que tantos estudiantes
de bajos ingresos, en términos relativos la verdad, vayan a universidades de
élite parece buena cosa (aunque al final sea una parte infinitesimal de la
cifra total). Por otro, está por ver si el “todo por ir a una universidad de
renombre” no es una patología que encubre un cierto papanatismo, un seguidismo
ciego e irracional a las aspiraciones de la masa como Frank Bruni señala en su
libro que se podría traducir algo así como “Donde vayas no es donde terminarás:Un antídoto contra la obsesión por las universidades de prestigio”.
Por poner un ejemplo, todos tenemos en
la cabeza estos días los nombres de prestigiosos economistas españoles que han
pasado por estas universidades. Dominan la esfera pública y parecen la prueba
evidente de que hay un retorno de la inversión. Pero también todos sabemos que
hay gente que ha pasado por estos centros que no han logrado fama, ni
excelencia, cuyos trabajos son normales y que, si me apuran, ni siquiera tienen
una gran educación.
En todo caso, siempre queda la duda y en
ella radica la fortaleza de estas universidades y nuestra debilidad.
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