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sábado, 31 de octubre de 2015

Morir en Nueva York

Dice Gabriela Ybarra en su libro El comensal que la relación con la muerte en Estados Unidos es más natural que en España. En concreto, se refiere a que en Norteamérica “son muy brutos a la hora de decirte las cosas.” 


La autora se basa en la experiencia de su madre en un hospital de Nueva York para el tratamiento del cáncer. Uno de los doctores, al tiempo que le regalaba un clavel metido en un vaso azul, le informó sin preámbulos que el cáncer se había expandido a distintas partes del cuerpo y que iba a morir en cuestión de días.  Posteriormente un psicólogo la visitó en su habitación y tuvo una conversación con ella. El lector no conoce en ningún moment el contenido de estas conversaciones con los profesionales.


La madre de la autora falleció en Madrid, pocos días después. El libro, no necesariamente una novela como se ha dicho por mucho que realice una reconstrucción del secuestro y muerte de su abuelo a manos de ETA cuando ella no había nacido,  es interesante y merece una lectura. Sin embargo, bajo mi punto de vista, Gabriela Ybarra se confunde en dos cosas. La primera, una confusion muy española, es identificar Nueva York con Estados Unidos. América no es Nueva York sino que Nueva York también es América.


Dos cosas distintas. Nueva York es excepcional en el contexto americano y mundial y ni mucho menos el como se comunique en un hospital de élite puede tomarse como botón de muestra. El segundo es pensar que la relación de los americanos con la muerte es natural y de quitarle importancia. Nada más lejos de la realidad. Si algo no tienen claro los americanos es su relación con la muerte, un fenómeno innombrable y completamente ausente de la esfera pública empezando por esa especie de reclusión de muchos ancianos que viven en urbanizaciones y comunidades especialmente pensadas para ellos pero que actuan casi como cordon sanitario. 


Cuando alguien muere, la gente expresa sus condolencias pero no quiere saber demasiado de ello. Cuando murió mi padre, únicamente dos estudiantes me enviaron un correo electrónico expresando sus condolencias. Curiosamente, eran los dos únicos estudiantes latinos que tenía en la clase. El resto eran chicos estupendos, pero tienen más problemas para hablar de estos teams. 


El relato de Ybarra pone un especial énfasis en la frialdad a pesar de que los que mueren son familiares muy allegados de la autora. Es reivindicativa en este sentido de la idea de ver la muerte como una circunstancia más, hasta cierto punto irrelevante, en la que casi seríamos más felices si supiéramos desde el comienzo cual iba a ser el día de terminación de nuestros días como los replicantes de la película Blade Runner. La muerte sería un asunto que gestiona mejor un psicólogo que un cura (Ybarra habla de no sucumbir “al arrebato religioso”), un cirujano que un rabino, según la autora, y que, hasta cierto punto, no requiere de grandes reflexiones en un contexto postmodern o si se quiere hipermoderno. 


El comensal no es ni mucho menos un gran libro ni en lo formal (sobre todo la parte final se lee casi como un batiburrillo de notas deslabazadas) ni en la sustancia ya que el subjetivismo y su tésis principal, la muerte no debe ser importante, sirve hasta cierto punto como coartada a la autora para dejar muchos hilos sueltos. Sin embargo, quizás sea un libro hasta cierto punto representativo de una nueva forma de corrección política con un componente de clase que cada vez cobra más fuerza, y que podría denominarse nihilismo hedonista, que percibe en los sentimientos puros un obstáculo para el placer y reivindica el papel de los profesionales y  los gestores en el tratamiento de los grandes asuntos. 

sábado, 24 de octubre de 2015

Querer a los ricos

No  es uno de los rasgos más admirables de los españoles vilipendiar al rico por el mero hecho de serlo. Resulta igual de despreciable que el respeto al dinero porque sí. Para explicarlo, por pereza mental más que otra cosa, se ha hablado demasiado de la herencia católica, del “antes pasará un camello por el ojo de un aguja que un rico ingresará en el reino de los cielos.”

No, no es sólo eso, ni mucho menos. No es sólo la riqueza el quid de la cuestión. Es el rico.

Se ha dicho también muchas veces que a los ricos en España no se les quiere porque han logrado su fortuna gracias al Boletín Oficial del Estado mientras que los americanos lo han hecho gracias a sus ideas, espíritu emprendedor y amor al riesgo. Tampoco ha sido exactamente así.

A Amancio Ortega no se le quiere tanto como a Bill Gates y no es que Ortega no haya hecho su fortuna quizás recibiendo quizás menos favores del gobierno que Gates pero su producto no ha cambiado el mundo y, para que engañarnos, tampoco es tan generoso como Gates aunque si de más de lo que muchos piensan.

Entonces, ¿por qué los españoles no quieren tanto a Ortega o a Isaac Andic o a Juan Roig?

Sencillamente porque no les conocen. Ortega salió a regañadientes en una foto cuando se lo exigió la CNMV para que Inditex pudiera salir a bolsa. Muchos no saben si es de Valladolid, de León o gallego. A Isaac Andic, el dueño de Mango, no le reconocerían cuatro tomando una caña en un bar. Nadie sabe sus opiniones, ni como hablan, ni a que dedican el tiempo libre. En realidad, ¿habéis leído alguna entrevista o visto un programa de televisión sobre Ortega? Yo no, y leo bastante todo tipo de prensa.

Lo que no se conoce, no se puede querer ni admirar. No conozco lo que Amancio Ortega opina de nada. Ni a que se dedican sus fundaciones. He leído algo de sus negocios inmobiliarios.

Es verdad que en América siempre se ha admirado a los ricos. Y que muchos ricos americanos son generosos. Pero es que también es verdad que los ricos americanos tienen presencia en la esfera pública, salen en la tele, dan conferencias, van a la universidad, juegan al Bridge en campeonatos populares (como Gates), se les conoce, se les toca, se conocen sus opiniones, sus obsesiones, sus fobias, son seres humanos.

Amancio Ortega aparece como un hombre distante, introvertido, receloso, defensivo, averso al riesgo a pesar de su imperio de la moda. Isaac Andic es tres cuartos de lo mismo, siempre hablando en foros de empresarios, alejadísimo de las preocupaciones de la gente. Villar Mir o Florentino Pérez, a pesar de su presencia en el mundo del fútbol, aparecen demasiado próximos al poder, al que sea, y en ese escenario turbio que es el palco del Bernabeu.


Es normal que no les quieran y no sería tan difícil cambiarlo si a alguien le importara.

Generación Z


A los americanos les molan las generaciones. Primero fue la X, luego la Y y ahora la Z. Cómo llamarán a la próxima si no quedan letras?

Los X fueron, fuimos, los apáticos, individualistas y egoístas. Siempre preocupados por el “show me the money.”

Los Y son los repelentes millenial, engreídos, perezosos, unos inútiles, en suma. Esos impacientes que creían que lo habían visto todo sin apenas haber aprendido a andar. Los del "Been there. Done that. Got the t-shirt."

Los Z serán, o ya son, digitales 100 por cien. Acostumbrados al prefijo multi: multiculturales, multirraciales, multimedia, etc… Con un sentido de la atención presto a lo nuevo, a lo divertido pero por un tiempo cada vez más limitado a unos breves minutos, quizás segundos.

En realidad, todo son especulaciones, empezando por la existencia de la generación misma que va desde comienzos de los 90 a mediados del año 2000.

Pero, bueno, para los que estén cansados los millenial, el New York Times ha publicado un artículo interesante sobre lo que viene.


Dicen que son pragmáticos, trabajadores, la moda les importa un comino y lo que les apasiona es la tecnología, los gadgets.

Bueno, en realidad el artículo del New York Times no lo deja tan claro pero es interesante:

http://www.nytimes.com/2015/09/20/fashion/move-over-millennials-here-comes-generation-z.html?_r=0

domingo, 18 de octubre de 2015

¿Qué es lo que más envidian los europeos de los americanos?

Hace poco charlaba con un conocido músico español después de un concierto. Tomando una copa de vino, me preguntaba con inters (aunque el es un communicator excelente) por qué los americanos eran tan buenos hablando y presentándose en público. Por supuesto, les dije que era porque la educación les prepara para ello desde la más tierna infancia, exponiéndoles a performances de diverso tipo en clase y fuera de la clase.

Imitaciones, actuaciones, obras de teatro, conciertos de navidad y un sinfín de momentos en que hay que dar la cara. En la universidad los cursos de public speaking son obligatorios en muchos grados. Pero, sobre todo, si uno no quiere verse condenado al ostracismo, a un cierto nivel de marginalidad, tiene que saber hacerlo o al menos intentarlo. Resultado: que un elevado número de norteamericanos son buenos story-tellers, saben contarte una historia independientemente de su nivel de conocimiento y preparación. Por supuesto, ayudan muchas otras cosas como que el optimismo es la norma y que el sistema educativo está concebido no tanto para adquirir conocimientos como confianza.




Por ejemplo, a uno siempre le sorprenden lo indulgentes que los americanos son con el conocimiento de lenguas extranjeras. Aunque apenas conozcan los rudimentos de un idioma, muchos creen que eso equivale a hablarlo un poquito. Si son capaces de entender unas cuantas frases e hilar mínimamente una conversación, hay bastantes que dicen que hablan ese idioma de forma fluida.
Exceso de confianza o quizás que un país en el que el unilinguismo es la norma incluso entre las élites intelectuales y hasta cierto punto se sigue considerando un rasgo positivo, un conocimiento rudimentario de otra lengua se considera una conquista.

Pero a lo que iba, los norteamericanos no se avergüenzan de que la forma sea la sustancia. Algo que tienen muy claro en los procesos de selección, a la hora de determinar quien deber ser el líder de lo que sea. En cierto sentido, aunque es cierto que es una sociedad mucho más intransigente con la mentira y menos cínica que las europeas (sirva como botón de muestra el caso Volkswagen) lo que se dice o como se dicen las cosas tiene igual o más importancia que la realidad objetiva. Crear un paquete y colocarle un lacito a una minucia o poner en un papel cosas que a los europeos les resultarían obvias forman parte del ethos norteamericano.

Los europeos se ríen de ello, lo consideran un rasgo de superficialidad, de inautenticidad e incluso de falta de inteligencia.

Sin embargo, secretamente les envidian y matarían por saber presentarse como lo hacen ellos.