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lunes, 27 de junio de 2016

El público fantasma y los expertos

Lo de “el cliente siempre tiene la razón” al igual que lo de “el pueblo nunca se ha equivoca” se han convertido en lugares comunes, frases incontrovertidas de nuestro tiempo.

Son frases que oímos con frecuencia a los comerciantes, a los entrenadores y jugadores de fútbol y a los políticos. Son producto de una concepción antropológica positiva pero que con frecuencia también hacen la vida más compleja y difícil.

Es estupendo que, en un restaurante, nos cambien el plato si no nos satisface o que en un comercio nos devuelvan el dinero sin tener que dar excusas acerca de por qué nos ha defraudado tal o cual camisa o pantalón. También es estupendo, en teoría, poder decidir directamente sobre las cuestiones que nos afectan sin tener que confiarlo todo a representantes alejados de nuestras preocupaciones que no nos conocen de nada.

También es axioma estos días que cuanto más gente participa en una decisión, casi cualquier tipo de decisión, ésta será de mejor calidad que si la toman uno o unos pocos. Por ejemplo, en Norteamérica a la hora de contratar cada vez más gente tiene contacto con los candidatos en las organizaciones de cualquier tipo.

Nadie discute que The wisdom of the crowds es mejor que la sabiduría del individuo aunque sea un experto. Es por eso que raramente se confían este tipo de decisiones al experto en recursos humanos por muy bueno que sea.

Y, sin embargo, todos sabemos que el cliente (porque todos nosotros nos dediquemos a lo que nos dediquemos, somos clientes y proveedores al mismo tiempo) puede ser caprichoso, mal informado, tener expectativas poco realistas o incluso estar a merced de un mal día, lo cual redunda en que algunas veces no tiene razón.

Lo mismo sucede en nombre de la soberanía, el pueblo, la dignidad o la democracia, en cuyo loable nombre países enteros han tomado decisiones que han ocasionado un par de guerras mundiales y un sin fin de conflictos.

La belleza de la democracia es, dice Gionvanni Sartori, el derecho a equivocarse pero aun así se ha prescindido demasiado rápido de los expertos y, no digamos los líderes cuya labor en la política y en el mundo corporativo cada vez consiste más en dejar que una, cualquier mayoría decida.

Siento tener que volver a los  clásicos, expresión que denota aburrimiento, y en especial a uno, no tan conocido en España como se debiera, el filósofo norteamericano Walter Lippmann.

En 1922 escribe La opinión pública (en español en la editorial Cuadernos de Langre y en inglés en numerosas ediciones) y acuña el concepto de estereotipo para describir “esas imágenes mentales vagas e imprecisas” a través de los cuáles las personas forjan su interpretación de un mundo demasiado complejo para verlo en sus matices.

En 1925 escribe una excelente secuela que lo completa, El público fantasma (Genueve Ediciones), y afina en su escepticismo. Lippmann viene a decir que en la mayor parte de los asuntos importantes, esos que se solventan últimamente a través de un referendum, no hay un público informado y deliberative debido a la ineficacia de los procesos de información pero también por las propias limitaciones  y desinterés de los individuos.

En ambas obras Lippmann reivindica el papel de los expertos en ciertas cuestiones frente al del público fantasma.

Era un tema candente entonces y lo es hoy.



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