La palabra diversidad figuraría en el top ten de los vocablos más importantes de la vida pública norteamericana. Políticos, creadores y ciudadanos de a pie utilizan esta palabra con asiduidad y reverencia. El concepto de diversidad ha alcanzado un status tan importante como el de democracia. Frente a la visión siempre brutal de la sociedad estadounidense que tratan de ofrecernos los reportajes periodísticos y otros productos audiovisuales en lo que se refiere a las relaciones raciales en este país, lo cierto es que pocos americanos se oponen a abrazar la diversidad (una idea hasta cierto punto imprecisa de que cuanto más variado sea el origen [no solo étnico sino de todo tipo] de los individuos que componen una sociedad ésta dará lo mejor de si misma) como un valor intrínseco de la sociedad americana.
La mejor prueba de diversidad la encontramos en las universidades norteamericanas donde la cantidad de estudiantes calificados como minorities no tiene parangón. En su libro Cultura mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas, Frédéric Martel ofrece algunas cifras. En Estados Unidos hay 3,3 millones de estudiantes hispanos, 1,3 millones de estudiantes asiáticos y 573.000 procedentes del resto de países del mundo (llamados internacionales). Lo mismo sucede entre el profesorado ya que, no importa como de remota y pequeña sea la universidad, la variedad de orígenes étnicos de los profesores es impresionante. De hecho, una de las conclusiones que uno saca leyendo el libro de Martel es que el dinamismo y la creatividad de la sociedad norteamericana, que a pesar de la multipolaridad de las industrias culturales seguirá siendo la cultura franca en el resto del planeta a lo largo del siglo XXI, es su capacidad de asumir y sintetizar la enorme diversidad de sus habitantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario