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domingo, 27 de noviembre de 2011

El silencio

Los americanos tienen una cierta fama de ruidosos fuera de los Estados Unidos. Esta faceta puede que a los españoles, más ruidosos todavía, nos pase desapercibida, pero no así a otros europeos o, por ejemplo, a los japoneses. La imagen de un grupo de americanos en pantalones cortos o vestidos con ropas deportivas caminando por París o Berlín y hablando a todo volumen se ha convertido en un cliché para mucha gente, incluidos los propios americanos cuando tratan de reirse de si mismos.

La imagen de país ruidoso tambien la proyecta la industria del entretenimiento. Antaño la música de break-dance por las calles y hoy el hip-hop, el rumor de los coches en Nueva York (la ciudad que nunca duerme), el estruendo de las bandas de música en los partidos de béisbol y fútbol americano, los incesantes cánticos de las tropas durante los entrenamientos que hemos visto en las películas sobre la guerra del Vietnam. Sin embargo, si hay una faceta que vertebra la vida americana es el silencio. No precisamente el silencio interior que tendemos a asociar al ascetismo cristiano o a las religiones que vienen del Oriente, producto de la inacción antesala de la meditación, sino el silencio dictado por la ubicación en un espacio determinado. Es el silencio del suburbio, del barrio residencial, de la ciudad pequeña, de las calles permanentemente vacías por las que amplios vehículos se deslizan sigilosamente a paso de tortuga a cualquier hora del día para cumplir una ley que en la mayoría de los casos les impide circular a una velocidad mayor de 20 o 25 kilómetros por hora. El silencio del orden a ultranza de barrios de casas perfectamente alineadas y césped cortado con rigurosidad milimétrica, del paseo por un campus universitario un domingo por la tarde, de un sport bar inundado de pantallas todas ellas con el volumen bajado. El silencio que solo corta el agitarse por la ventisca de una bandera de barras y estrellas atada a un mástil en una casa particular o un edificio público.

Si alguien quiere experimentar la angustia de este tipo de silencio, aunque de forma vicaria, no tiene mas que leerse alguno de los cuentos de Raymond Carver o Richard Ford y compartir las vivencias de esos personajes solitarios, obsesivos y hasta cierto punto tambien banales.

Existe otro tipo de silencio que es el de las montañas, los parques naturales, los lagos, un día de caza o de pesca, el de las decenas de kilómetros conduciendo sin toparse con un coche o una gasolinera en una carretera secundaria. Es el silencio que uno encuentra viendo Las aventuras de Jeremias Johnson, algunas fases de Brokeback Mountain o algunas road movies ya olvidadas como Paris Texas.

Por último existe el silencio de las conversaciones. Cuando uno dice algo abrupto, una expresión considerada innecesaria o que puede ser motivo de conflicto, una referencia a otras tierras, otro país, otras gentes, entonces también muchas veces se produce el silencio.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Dos almas

La pasada semana estuve en Nueva Orleans con motivo de un congreso académico. No tengo empacho en confesar que, cuando acudo a congresos, trato de pasar la menor cantidad de tiempo posible en las salas de reuniones de los hoteles una vez que he cumplido con mis obligaciones. Una de las cosas que más me gusta hacer cuando visito nuevos sitios es tomar alguna buena línea de transporte público en superficie y hacerme el trayecto de ida y vuelta. Nueva Orleans tiene una línea de tranvía que es ideal para este propósito ya que te lleva del evocador pero algo cargante (se ha transformado en un parque jurásico por la fuerza del turismo) French Quarter a otras zonas menos transitadas pero también atractivas que te dan una idea más exacta de como vive la gente.

En concreto la línea Royal St. Charles termina en un barrio de casas coloniales de diversas influencias en medio de un paisaje selvático. Las hay típicas del sur con porche y columnas doricas a la entrada, victorianas, más afrancesadas, alguna italianizante, de estilo cape cod.., pero lo que más llama la atención es, dentro de la variedad, el inmenso respeto que todas ellas, sin distinción, manifiestan a seguir los cánones tradicionales arquitectónicos de los distintos estilos. Lo mismo sucede con las múltiples iglesias en su mayoría de estilo gótico de las distintas confesiones cristianas que, relucientes e impolutas como si se hubieran terminado de construir ayer mismo, se suceden a lo largo de la ruta. Si a ello le unimos que el viaje se realiza en un tranvía de época, con sillones de madera y de frenada algo más que brusca, uno podría sentir que se encuentra a finales del siglo XIX en una de las épocas doradas de la ciudad. Los únicos elementos que perturban este paisaje evocador sureño son los SUVs (Sport Utility Vehicles o 4 x 4 en la jerga española) y una gran cantidad de mujeres que hacen jogging embutidas en atuendo sexy de atleta futurista o que pasean con un café de la mano mientras sujetan al perro.

En medio de este panorama, no pude evitar pensar en la conferencia que Jorge (o George) Santayana, un americano nacido en Madrid, dio en Berkeley en 1911. En este discurso, titulado The genteel tradition in American philosophy (en George Santayana La filosofía en América [J. Alcoriza y A. Lastra, eds.], Biblioteca Nueva, Madrid, 2006, pp. 123-157), Santayana se refiere a los dos almas del carácter americano y su relación con la arquitectura. El escritor español habla de “la voluntad americana que habita en un rascacielos” y de “el intelecto americano que habita en una mansión colonial”. En otras palabras, la psique americana estaría para Santayana escindida, por un lado, entre la herencia del calvinismo y la tradición europea y, por otro, en la búsqueda del éxito en los negocios, la industria y el deporte. Santayana diagnosticó que se impondría este segunda alma, algo que, en contra de lo que parecía, no ha pasado del todo. A menudo se nos olvida que los americanos no son sólo grandes empresarios o innovadores, sino que también poseen ese otro alma que les impulsa, entre otras cosas, a seguir viviendo en casas de época o a creer que la vida no se puede explicar sin recurrir a lo trascendente. Cuando uno se topa con esa idea tan de cartón piedra de lo que es ser moderno que ha sido tan común en las actitudes, el pensamiento y las formas de tantos que hemos habitado la piel de toro durante estas últimas décadas, se me ocurre que no estaría mal tener dos almas.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Gracias

Después de quince años de conocimiento, una de las cosas que más sigue llamando la atención de mis padres acerca de Jennifer, mi mujer, es la cantidad de veces que dice la palabra gracias en la mesa. Por rellenarle la copa de vino, por echarle mas verdura en el plato, por cocinar tal o cual cosa. Aunque desde el principio mis padres se lo tomaron con cierta retranca, lo cierto es que ella no ha variado ni un ápice su costumbre de dar las gracias por cosas que aquí consideramos nimias.

Y es que tantas gracias o “excuse me” a los españoles nos resulta, por regla general, cuando menos cursi, empalagoso o innecesario. Sin embargo, la idea de crear un sentimiento de buena voluntad en nuestro acompañante o interlocutor está permanentemente presente en la vida americana. Resulta, por ejemplo, muy frecuente que la gente te desee que tengas un buen día cuando se despide de ti o que te manden un e-mail simplemente para darte las gracias por enviar un documento u ofrecer una información, algo que raramente me sucede cuando mi destinatario es español. No es ciertamente casualidad que el unico sitio en España donde escucho el “que tengas un buen dia”, que después de todo suena tan poco natural en nuestro idioma, sea cuando voy a Starbucks fruto con toda seguridad de una imposición de las politicas de servicio al cliente tan estandarizadas en Norteamérica.

Los españoles estamos ciertamente habituados a cierta rudeza en las relaciones personales, no en vano es una de las pocas lenguas donde al ser amado no se le dice te amo, sino un te quiero que en cierto modo evoca una relación de pertenencia. Sigo, no obstante, pensando que no dar tanto las gracias o pedir perdón tiene sus ventajas ya que el uso abundante de determinadas palabras acaba inevitablemente por borrar o erosionar su significado. Algo con lo que por supuesto no estaría demasiado de acuerdo Gary Vaynerchuk, fundador de winelibrary.com, que es el site de venta de vinos en internet más importante de Estados Unidos. En su libro The thank you economy, Vaynerchuk expone como uno de los secretos para tener éxito personal o profesional hoy día es la energía y el tiempo que invirtamos en dar las gracias a nuestros clientes, proveedores, empleados o amigos. Segun él, las compañías de éxito en el futuro serán aquellas percibidas por sus públicos como aquellas que más se hayan esforzado en hacer favores a sus clientes y en agradecerles su confianza. Para Vaynerchuk, el uso de internet y sobre todo de las redes sociales se antoja decisivo por su capacidad para desarrollar relaciones personales que en cierto modo retrotraen a como eran las relaciones que tenían las pequeñas tiendas de ciudad pequeña o barrio con sus clientes hasta más o menos los años 40. Otra forma de ver lo que dice Vaynerchuk, mas crítica, es que todos deberemos transformarnos en unos pelotas interesados para tener éxito, lo cual después de todo lleva siendo cierto en alguna medida desde que el mundo es mundo. Pero los americanos no lo ven así, ellos de verdad si que creen que good things happen to good people.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Pagar

El otro día me encontré a Jim, el jefe de publicidad de la cadena de radio local. La conversación transcurría por los cauces habituales, es decir, preguntándonos mutuamente y haciendo comentarios positivos acerca de nuestras respectivas progenies, hasta que derivó a uno de los temas candentes en Ellensburg: la construcción o no de una nueva Middle School para niños de 10 a 12 años que requeriría subir los impuestos alrededor de 200 dólares por familia y año mediante el pago del housing tax (un impuesto anual que se paga por ser propietario de una casa y que suele equivaler a un uno por ciento de su valor total). Se notaba que a Jim le irritaba el tema. Me dijo que había votado que no en el referéndum que se organizó a tal efecto y en el que resultó ganadora la opción de construir la nueva escuela pero no con la mayoría requerida de un 65 por ciento sino con un 57 por ciento. Jim me dijo que había votado que no, que el presupuesto, 29 millones de dólares, le parecía demasiado elevado y que el proyecto se podía llevar adelante porla mitad. Su vehemencia me chocó, máxime teniendo en cuenta que Jim tiene una hija que en dos años tendrá que ir a la Middle School y que la actual es un desastre. Si alguien tiene un interés personal en el proyecto, ese es Jim.

Siempre me ha parecido curiosa y peligrosa la relación que los españoles tenemos con el estado. Somos, en su mayoría, estatalistas no porque creamos en su imparcialidad y buen funcionamiento sino porque en el fondo el estado es de todos y la mayor parte de las veces de nadie. Nada nos gusta más que presumir de lo barato que es ir a la piscina en nuestro pueblo, de las clases de yoga “gratuitas” que ofrece el ayuntamiento o de los viajes subvencionados. Sin embargo, a la mínima nos escaqueamos cuando toca pagar impuestos. Tal y como digo en alguna parte de American Psique, poca gente he conocido a la que le guste menos pagar impuestos que al americano medio, sin embargo, a pesar de su reputada fama de antiestatalista, el ciudadano de este país cree en el alcance y la legitimidad de éste para resolver determinados problemas y, de hecho, siente que personalmente es responsable de una pequeña porción del mismo. Puede que estemos en desacuerdo con el escaso tamaño que le gusta atribuirle, pero hasta el republicano más descreído cree que las decisiones del estado están dotadas de legitimidad y van a misa.

Sólo así se explica que, con frecuencia, muchos americanos decidan dejar de recibir servicios del estado a cambio de pagar menos impuestos y que, cuando los diferentes estados toman decisiones presupuestarias duras en tiempos de crisis, como por ejemplo ha hecho el estado de Washington (hay que recordar que sólo el gobierno federal tiene la potestad para endeudarse según la constitución) al reducir los subsidios a las universidades públicas de un 70 a un 30 por ciento en un plazo de dos años, lo cual ha supuesto subir las matrículas a los estudiantes en un 30 por ciento y congelar los salarios de los profesores, las protestas han sido tímidas y en ningún caso ni los sindicatos de alumnos ni de profesores se hayan planteado ir a la huelga. Son este tipo de sucesos los que me hacen preguntarme si en España creemos de verdad en el rol del estado, como algo que nos pertenece y de lo que somos responsables, más que los americanos.