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sábado, 9 de junio de 2012

El glamour de la basura

Desde hace casi un siglo la basura viene siendo una de las señas de identidad de la psique americana. No hay que olvidar que hasta los años 70 uno de los parámetros que se utilizaba para medir el desarrollo y la prosperidad de un país era la cantidad de basura generada y Estados Unidos se llevaba la palma aventajando al resto de los países desarrollados significativamente (hasta 1970 tendía a ser el doble que la española y hoy todavía es una cuarta parte más).

A pesar de ser un país nuevo, los americanos tienen con la basura una relación especial y más antigua. Enseñaron al resto del mundo las bondades del usar y tirar, de los materiales desechables hechos de papel y plástico que hoy siguen triunfando con McDonalds y Starbucks como estandartes. No en vano Estados Unidos es el paradigma de una era marcada por el carácter efímero de todo que el filósofo Zygmunt Bauman ha bautizado como “modernidad líquida” y que, hablando en plata, viene a querer decir que estamos viviendo una época en que la vida de las organizaciones y las relaciones personales es tan corta como la de los materiales que acaban en la basura o en la papelera. Ahora casi en cualquier parte del mundo encontramos representaciones de esa modernidad líquida, que por cierto tiende a dejar cada vez menos residuos, pero fueron los americanos sus primeros visionarios gracias a una cultura que siempre ha antepuesto la movilidad y el cambio a la rutina y la durabilidad.



Últimamente la basura ha alcanzado una nuevo estatus en este país. Se ha convertido ni más ni menos que en un elemento de prestigio. Dime que basura generas y que haces con ella y te diré quien eres. Para una avanzadilla de americanos educados y relativamente ricos que viven mayormente en los denominados Superzip (aquellos distritos en los que el salario medio de los hogares supera los 120.000 dólares y que son unos 200 en todo el país), generar basura comienza a estar estigmatizado. O al menos no gestionarla adecuadamente. Disponer de un cubo de basura para el compostaje al que hay que prestar una debida atención o celebrar cumpleaños en los que se sugiere sutilmente a los invitados que no traigan ningún tipo de regalos comienza a ser hábito obligado para formar parte de esta nueva élite social. Tampoco resulta raro que incluso el césped de las casas de estos barrios opulentos no se riegue por principio la hierba en verano y quede al capricho de la climatología como forma de reducir el consumo de agua, un bien no necesariamente escaso ni caro en muchos lugares.

No consumir, guardar, comprar a granel y aprovechar los restos comienza a no ser solo caldo de cultivo de los antisistema. Para una avanzadilla de la Norteamérica elegante remplaza en glamour a la sonoridad de las elegantes bolsas de papel de las boutiques de ropa o al atractivo envoltorio de la comida comprada en una tienda de productos gourmet. Poder pagar unas clases de mandarín o de clarinete a los hijos o vivir una puesta de sol en el Trastevere romano con toda la familia comiendo unos bocadillos de prosciutto con tomate comprados en algún puesto callejero puede tener eventualmente más valor que aparcar un BMW y un Mini a la puerta de casa.

Aunque no deja de ser una forma de buscar la distinción como otra cualquiera, no parece una mala alternativa a la vulgaridad que se ha instalado durante tantas décadas en las que los ciudadanos occidentales han buscado la felicidad tratando de forjar una identidad a través de la compra y la utilización de productos. Ya veremos si esta tendencia todavía incipiente en los Estados Unidos lleva a alguna parte o se disuelve como un azucarillo en el próximo ciclo económico.

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