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lunes, 7 de enero de 2013

Sin las matemáticas no somos nada

Hace pocos días, en una conversación informal mi suegro se refería con orgullo al incipiente talento natural de su nieto de 8 años con las matemáticas afirmando que eso es justo “lo que el país necesita”. Y es que ser un hombre de ciencia y, más concretamente, la destreza con los números encarna el ideal del nerd para el americano de nuestro tiempo.

Estos días ser buen matemático tiene casi un marchamo patriótico, no en vano los ingenieros han superado o al menos igualado en consideración social a un buen médico o un bombero, dos de las profesiones más valoradas por la sociedad norteamericana. No es solo cuestión de dinero, que también, ya que las matemáticas abren las puertas a las grandes empresas de la economía del conocimiento y, por tanto, permiten pagar con creces las onerosas tarifas de una buena universidad y liberar a los padres de esa responsabilidad. Hay algo más, la impresión de que América dejara de ser América el día que deje de ser el país de los grandes inventores y emprendedores ya que eso más que ninguna otra cosa es lo que define a este país. Y hay un cierto pesimismo instalado de que esto está dejando de ser así, que está muy bien que haya ingenieros chinos e indios y de medio mundo trabajando en Microsoft y Google pero que estaría mejor si hubiera más ingenieros americanos.


De un modo implícito, para el americano no tener muchos matemáticos ha pasado a ser considerado un síntoma de decadencia nacional, de la pérdida de la famosa ética del trabajo que hizo grande a América en otro tiempo. No en vano, últimamente abundan en la prensa norteamericana los artículos acerca de la discriminación que sufren los estudiantes asiáticos, equiparada con la que sufrían los judíos en los años 20, para ingresar en las universidades de prestigio entre otras cosas debido a su superioridad manifiesta en el campo de las matemáticas donde arrasan en los exámenes estandarizados de ingreso a la universidad. La identificación entre habilidad matemática, creatividad e inteligencia es tan completa que existen análisis que demuestran que las posibilidades de publicar en una revista científica, aunque sea de ciencias sociales, es aproximadamente el doble si se incluye cualquier fórmula matemática en el abstract aunque resulte superflua. No es nada raro que esto suceda, tememos y respetamos a partes iguales aquello que no entendemos.

Una idea que, después de todo, encaja perfectamente con su psique, la cual por encima de todo valora la apariencia de lo empírico en la resolución de los problemas, el análisis del dato concreto y aplicado a una situación específica por encima de la visión holística de las cosas. La propensión a la matemática de los norteamericanos refleja a las claras su anhelo de un mundo ideal en el que todo encuentra una explicación o una solución aunque a veces sea un galimatías. Un mundo perfecto en el que el verdadero talento, el de las matemáticas, es enemigo de la memoria, de lo trillado, de lo que puede responderse con una búsqueda de datos en Google, porque lo que puede encontrarse en un buscador en unos pocos segundos que no merece la pena ser aprendido y nadie va a pagar a uno por saberlo.

Los matemáticos constituyen la esencia de la nueva clase creativa y empresarial que proclama Richard Florida o del nuevo paradigma de artista del siglo XXI del que pontifica el gurú del marketing Seth Godin. Se avecinan tiempos difíciles para muchos que creen, como todavía sucede a menudo en España, que pueden destacar simplemente a base de clase, intuición y talento natural.

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