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domingo, 13 de enero de 2013

Stanford, nueva meca del turismo mundial

Uno de mis placeres culpables, ¿o no debería sentirme culpable?, es la fascinación que me provocan los campus de las universidades norteamericanos. Cuanto más aislados y rurales mejor. Siempre me ha maravillado esa aureola que los rodea de reductos de civilización y conocimiento atemporal en medio de la barbarie que nos rodea. Por ello, no es infrecuente que cuando vamos de viaje y pasamos cerca de uno siempre le digo a mi mujer que nos desviemos y demos una vuelta por él. Ella suele hacerlo sin protestar, como si compartiera conmigo esta pasión de la que en realidad nunca hemos hablado.

No sé si es el producto de lecturas juveniles o cine universitario mal digerido, pero lo cierto es que me gusta pasear por ellos y fantasear con como sería vivir en tal o cual ciudad y acudir todos los días a dar clase en ese esplendido edificio. No digamos, qué hubiera sentido como estudiante viviendo en uno de sus dorms o enamorándome y desenamorándome el mismo día unas cuantas veces. Sé que no soy el único, me consta que hay otros colegas con los que he hablado que sienten la misma o parecida pasión y que de alguna manera nos sentimos elegidos.

Hace un par de semanas decidimos hace una parada en la universidad de Stanford de vuelta de Monterrey y camino de San Francisco. Hacía un buen día y los chicos se estaban portando bien en el asiento de atrás. ¿Por qué no? Dijimos. Siempre es un placer para los sentidos contemplar el espectacular y ostentoso paseo de palmeras que da la bienvenida al visitante y sumergirse en la ecléctica arquitectura estilo misión con influencias románicas de sus edificios. Quizás, pensamos, les inspire a los chavales saber que están paseando por una de las universidades más famosas del mundo a donde acuden los elegidos de todos los rincones del planeta y algún día les espolee a superarse y ser mejores. Algún día puede que recuerden este momento. En fin, estoy seguro que me dejo algún tópico olvidado que rondaba mi cabeza en ese momento.




Para nuestra sorpresa el campus estaba abarrotado de gente portando gorras, mochilas y cámaras de vídeo. Era la versión pija y digital de las antiguas meriendas con el seiscientos y la tortilla de patata. Gente de todo el mundo y de todas las edades, incluidas numerosas familias. Eran domingueros, como nosotros, llegados de todas partes del mundo y con intenciones parecidas: sentirse por unos minutos u horas en uno de los centros simbólico de la sociedad de la conocimiento y luego quizás comprarse algo en las rebajas de Nordstrom, Macy’s o alguna de las cadenas de ropa que se encuentran a tiro de mano del campus.

La conclusión dejó tras de sí un regusto de melancolía. Stanford, como otros tantos campus norteamericanos, se ha convertido en un lugar de peregrinación, una suerte de Santiago de Compostela laico para una nueva clase mundial que sueña con Silicon Valley, las start ups, los business angels, Google o Apple como hace décadas sonaban con Hollywood, la Metro o la 20th Century Fox.

Son los nuevos reyes de la sociedad del espectáculo, en el sentido real y figurado, y hay que rendirles el tributo debido.

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