Cada
generación trata de apuntalar en el imaginario colectivo sus mitos
fundacionales. Los baby-boomers lo lograron con creces haciéndonos creer a
todos que lucharon contra Franco, que sentían a flor de piel el espíritu del 68
si es que no estuvieron en Berkeley o en París y que, musicalmente hablando, no
hay nada más importante que los Beattles o el concierto en el Calderón de los
Rolling Stones.
Ahora
que nos vamos poniendo un poco viejos y arañamos algún puesto de responsabilidad, a los
de la generación X, es decir, aquellos nacidos entre principios de los 60 y
finales de los 70, parece que nos ha dado por reivindicar aquel paraíso perdido
que era la EGB, las máquinas de marcianitos, la vida de barriada, un globo, dos
globos, tres globos y a la Polla Records, Obus y Barón Rojo.
Un
alienígema que aterrizara de repente y tuviera la oportunidad de ver los
documentales y algunas series que proliferan por TVE, pensaría que la movida
madrileña tuvo una vocación universal y que ha dejado un legado indeleble. Nada
más lejos de la realidad, uno ve los documentales y se da cuenta que la movida
no era nada más que un afán poner al día, en el mejor de los casos, en lo
cultural y los estilos de vida un país tradicional y cutre lleno de gente mucha de la cual todavía había nacido en el campo.
El tiempo, prueba del algodón infalible
acerca del valor de todo aquello que tiene pretensions artísticas, se ha
mostrado inmisericorde con la mayor parte de la música, la literatura y el cine
producido en esa época. Y si no, probad, si tenéis redaños, a escuchar entera
una canción de McNamara, de Barón Rojo o volver a ver Laberinto de pasiones.
Es verdad, que había ganas y eso
siempre es de agradecer; que hubo quien folló lo que quiso y ganó mucho dinero
sin conocimiento o talento y que por primera vez en muchas décadas hubo gente
de barrio como Ramoncín, Loquillo y muchos más que saltaron las barreras
sociales que habían permanecido cerradas con candado, pero para la mayoría de
la gente los ochenta todavía equivalían a poco curro, clases aburridas en las
que todavía se toleraba el castigo físico, multitudes que no acababan el
bachillerato, hijos que robaban el dinero a sus madres para comprar caballo,
hermanos pequeños que jugaban al fútbol en descampados, hermanos mayores que
pasaban las largas tardes de invierno bebiendo litronas en un banco en el
parque y familias numerosas que se hacinaban en pisos de 65 o 70 metros.
Yo les diría a mis colegas de la
generación X que no hay que engañarse, que nuestra generación no tiene mitos
fundacionales, ni épica, ni películas de culto que merezcan tal nombre (en Estados Unidos estas son Breakfast Club e incluso La chica de rosa), que estamos a media cocer admirando un mundo, el de la
contracultura y el antifranquismo de nuestros mayores que no conocímos, y
criticando otro, el de los pequeños de la generación Y, los ordenadores e
Internet al que nos hemos enganchado a la fuerza por una cuestión de
supervivencia.
La memoria es traicionera y tiende al
autoengaño, eso es todo.
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