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sábado, 26 de septiembre de 2015

La superioridad del hacer sobre el saber

El otro día pregunté a un amigo de mi hijo, que acaba de empezar sexto en una escuela pública del estado de Washington, que cosas hacía en la clase llamada Arte. Al ser la primera clase sobre esta materia en su corta vida académica y la primera semana de clase, me imaginaba que a lo mejor me diría que estaban estudiando las pinturas rupestres de las cuevas de Lascaux o Altamira.

Para mi sorpresa, me vino a decir que básicamente dedicaban el tiempo a dibujar o a realizar piezas de cerámica. Inmediatamente me vino a la cabeza que en mis tiempos a esa clase se le hubiera llamado trabajos manuales o simplemente dibujo, las únicas asignaturas que me planteaban dificultades en la Educación General Básica. Pero no arte o mejor dicho historia del arte.

La situación no mejora mucho en high school. Uno puede graduarse en el sistema educativo norteamericano sin haber oído hablar de Matisse. Ir a clase de arte para un estudiante norteamericano no es aprender a distinguir el románico del gótico o saber quien era Tiziano. Es ponerse a dibujar sketches o construir una vasija siguiendo unas instrucciones relativamente básicas de forma que el producto de cada uno de ellos mantenga una mínima singularidad.

Saber un poco de historia del arte ha quedado para los personajes de las películas vintage de James Ivory. Hoy en día saber de arte apenas otorga distinción salvo en círculos profesionales. Tampoco incrementa el poder de seducción de uno ni las posibilidades de ganar una suma de dinero por modesta que sea. Unos pocos prestamos alguna atención a la arquitectura, pintura o escultura cuando viajamos porque nos cuenta cosas del pasado, de nosotros mismos o nos permite ahondar en la condición humana.

En cambio,  para cada vez más gente hacer un dibujo o pasar un par de horas moldeando un vaso de cerámica hace sentir a la gente más satisfecha y confiada por haber sacado algo adelante por ellos mismos. Más satisfechos que si supieran distinguir el dórico del jónico.

Por mucha globalización que valga, el sistema educativo norteamericano sigue siendo diferente. En consonancia con los valores de esta sociedad, la expresión “experiential learning” se ha convertido en fetiche. Lo que no se hace, no se sabe. Tu sabrás mucho, o algo, de Tiziano o Goya pero si no sabes dibujar un pájaro, no tienes ni idea de lo que hablas.

Por eso el americano medio cuando viaja a Europa no sabe que es un rosetón o quizás ha oído hablar de Juan Gris pero eso tampoco importa.

Quiso la casualidad que el mismo día leyera una entrevista con Stephen Hawking en la que invitaba a los jóvenes que quieren ser científicos a marcharse a Estados Unidos ya que “allí valoran la ciencia porque se amortiza con tecnología.”

Aunque los estudiantes norteamericanos no tienen unos conocimientos extraordinarios en ciencia, según PISA y otros estudios, lo cierto es que es verdad que el científico tiene proyección pública y gana dinero en los Estados Unidos. Muchos de ellos son extranjeros que abundan en las carreras de ciencias en las universidades de élite norteamericanas. Se le da mucha bola en programas de televisión y las universidades los adoran si son capaces de escribir grants y traer dinero del mundo de la empresa.


Y una última cosa, lo que hacen aporta confort material y cambia la vida cotidiana de la gente como ya no lo hace ningún artista. Y, además, también saben.

domingo, 20 de septiembre de 2015

El dislike de Facebook como síntoma

En su excelente y ya algo olvidado libro a pesar de ser relativamente reciente, Sonríe o muere. La trampa delpensamiento positivo (2009), la autora norteamericana Barbara Ehrenreich ajustaba cuentas con su propia cultura.

No era un empeño fácil, ya que el libro cuestionaba la que quizás sea la señal de identidad más fuerte de la cultura americana contemporánea y que, gracias a los libros de autoayuda, se ha convertido en tendencia planetaria: la necesidad de ser positivos siempre como forma de hacer sentir al individuo que está en control de su destino por adverso que sea.

No en vano, se habla poco de la carga eufemística del idioma inglés actual en el que casi siempre las dificultades insalvables se denominan retos (challenges), la muerte de un familiar o sufrir una enfermedad incurable equivale a tener algunos problemas personales (personal problems), un trabajo catastrófico puede mejorarse (needs improvement) y un plato de sabor espantoso, sobre todo si es de una cultura culinaria desconocida, es simplemente diferente (different).

Ehrenreich viene a decir que esta idea es peligrosa y crea el efecto contrario que pretende producir en la gente, es decir, mayor dosis de infelicidad. Que la vida también tiene un componente de azar y parcelas en las que controlarlo todo no es posible. Que si uno no es rico o no encuentra trabajo no es porque no se haya esforzado lo suficiente o no tenga la personalidad adecuada; que uno puede tener cáncer aun teniendo una dieta rica en verdura, frutas, fibra y andando 10 kilómetros todos los días o que un padre puede tener un hijo drogadicto habiendo hecho sus deberes.

Según la autora, la optimista idea de que somos los capitanes de nuestro barco en todo momento estaría causando más daño que beneficio poniendo en muchos individuos una carga mental innecesaria causa de un estado de ansiedad permanente.

Por eso sabía que cuando se anunció la noticia de que Facebook tienepensado implantar un botón para expresar desagrado por algo (dislike que es una palabra que se usa bastante poco ya que cuando algo no gusta simplemente se silencia sin más), la sangre no iba a llegar al río. Básicamente, lo que Facebook está estudiando es la posibilidad de que los usuarios puedan expresar su desagrado ante una mala noticia o una situación injusta, pongamos la noticia de una hambruna o un asesinato en masa en una escuela. Hasta ahora las únicas opciones para los usuarios de Facebook más participativos era pulsar el botón de like lo cual era ciertamente equívoco. Facebook no pretende alterar ni un ápice aquello que ha sido el secreto de su éxito, o sea, el buen rollo y la capacidad de la gente de contagiar energía positiva y metamorfosearse para mejor.

Y, sin embargo, no se hasta que punto Facebook llega tarde en lo del dislike. Los millenial ven ya Facebook como una anticualla, un reducto de viejos pedos (sus padres) y se están pasando masivamente a Twitter  donde los trending topic son muchas veces polémicas, discusiones cuerpo a cuerpo, una declaración altisonante.


Acaso tanto optimismo y energía positiva esté acabando por aburrir al personal.

sábado, 12 de septiembre de 2015

La opinión pública como mordaza

La manifestación de la Diada ayer confirma una vez más el prestigio y el poder de la opinión pública. Vox populi vox Dei. Como si se tratara de un designio divino, la existencia de cientos de miles de individuos celebrando la independencia de Cataluña por anticipado crea acojone, preocupación en muchos. Sin embargo, ese prestigio del que goza la opinión pública en nuestros días no siempre ha sido tan indiscutible. Hasta hace menos de un siglo, lo más florido de la intelectualidad tendía a desconfiar de las opiniones surgidas al albor de la muchedumbre.

El filósofo hispano-estadounidense Jorge Santayana, por cierto de origen catalán por parte de madre, describía las opiniones de las personas como “creaciones de la mente humana, de los sentidos humanos y pasiones estimuladas y controladas por hechos externos”. Santayana aceptaba que las opiniones reflejaban el bienestar o el dolor de las personas, el ambiente en que vivían, pero eran incapaces de penetrar en aquello que constituía la verdadera naturaleza de las cosas. Santayana negaba la validez intrínseca de las opiniones a no ser que éstas se fundaran en criterios de verdad basados en la historia, la percepción o la ciencia. No es por tanto extraño que el filósofo resaltara todo aquello que hacía de la opinión pública un ente dudoso, etéreo y volátil, como el viento “que a veces se convierte en una fuerza formidable, algo que lleva en volandas o contra lo que lucha el individuo”, pero que también “es invisible, asciende de repente en gustos y misteriosamente desaparece”. La convicción de que el hombre, siempre temeroso de ir contracorriente, es un ser esencialmente imitativo al que cuesta mantener sus opiniones en solitario, le llevaría a cuestionar la opinión del pueblo sobre cuestiones complejas.

Walter Lippmann, discípulo de Santayana y autor de La opinión pública en 1922 (probablemente el tratado acerca de esta materia más importante escrito en el siglo XX), desarrolló en este libro el concepto de estereotipo para explicar como las personas, tratando de dar respuesta a realidades complejas, se guíaban por una serie de “imágenes en sus cabezas” sobre un mundo que estaba “fuera de su alcance, de su vista y de su mente”. Como Santayana, Lippmann presuponía que la opinión pública no constituía un grupo de individuos definido y que éste variaba en función de los intereses personales. Ambos criticaban como el hombre de su tiempo habría sucumbido irremisiblemente a las técnicas de propaganda de políticos y publicitarios.

No escasean en el siglo XX las cabezas pensantes que relativizan en algún momento de sus carreras el valor de la opinión pública. Hoy, al contrario, tener la opinión pública del lado de uno es síntoma de tener razón, incluso de cierta calidad en la argumentación. Medio o un millón de personas manifestándose en una calle parece un indicio inequívoco de que la opinión pública ha hablado, de que algo hay que hacer al respecto y sobre todo rápido, cuanto más rápido mejor, aunque estemos hablando de decisiones tan importantes como convocar un referendum de secesión. De nada sirve, como sostenía Lippmann, que todos sepamos que los políticos no son más que meros seguidores de los deseos irracionales del público. La mayoría silenciosa que no se manifiesta por las calles ni responde a las encuestas, ya que al fin y al cabo la percepción de aquello que constituye la opinión pública actúa como mordaza, no parece contar demasiado. Es, después de todo, demasiado pasiva, desinteresada y, en cierto sentido, difícil de manipular como para ser tenida en consideración. No acudir a una manifestación o acercarse a una urna no computa y acaba sucediendo que la opinión pública se convierte “no en la voz de Dios ni la voz de la sociedad, sino la voz de los espectadores interesados en la acción”, como escribió Lippmann en una obra posterior sobre el mismo tema, El público fantasma,  en 1925.

Si la opinión pública es la reina del mundo, las elecciones se han convertido meramente en herramientas para medir la capacidad de movilización de las distintas opciones por cualquier medio legítimo o ilegítimo.




lunes, 7 de septiembre de 2015

¿Por qué no hay cultura low-cost a la europea en Estados Unidos?


La expresión low-cost puede sugerir que la idea de empresas especializadas en operar en segmentos de bajo precio puede ser americana pero lo cierto es que nada hay más lejos de la realidad.

En Estados Unidos casi nadie utiliza esta expresión para referirse a nada excepto quizás a un par de líneas aéreas pioneras en este segmento, Jet Blue y Southwest Airlines. Si pensamos en marcas, se habla de medicamentos genéricos pero poco más.

Es verdad que existe Walmart, always low prices, pero ir a Walmart está relativamente mal visto entre las clases medias, no tiene apenas marca de la distribución y supone una renuncia a la calidad importante. El precio lo es todo pero, por ejemplo en comida, la diferencia con respecto a otras tiendas no es esencial. Target nació un poco con la misma vocación, pero el afán por dignificar su propuesta ha acabado en realidad con la idea de precios bajos.

Parece extraño tratándose del país que ha inventado o al menos popularizado el marketing. Al otro lado del Atlántico, la gente sigue albergando la idea de que América es barato, que la ropa está tirada de precio, que uno compra ropa de deporte Nike o de Tommy Hilfiger por cuatro duros. Nada más lejos de la realidad. Es verdad que los americanos se inventan el concepto de outlets, tiendas que suelen estar en las afueras y en las que uno puede encontrar mercancía de temporadas anteriores a precios de ganga, pero en realidad o la ropa pasó de moda hace tiempo o los precios tampoco son de ganga.

Lo cierto es que en los principales segmentos que los españoles identifican con el bajo coste, muebles (Ikea), alimentación (Mercadona, Lidl, Aldi, Dia) o ropa (Zara, Primark, Mango, Springfield), no hay equivalentes norteamericanos.

En América sigue dominando la marca por abrumadora mayoría. Por ejemplo, los supermercados siguen ofreciendo marcas de distribución en productos muy tradicionales que no precisan de ninguna innovación como cereales, arroz y ese tipo de productos. La gente sigue pagando precios impensables por productos de primera necesidad que en Europa pueden llegar a costar la cuarta parte como los yogures que cuestan a un dólar cada uno o los cereales que raramente bajan de 3 dólares la caja sea lo que sea. Las grandes cadenas de ropa como Gap no son baratas en absoluto aunque su producto sea en cierta forma genérico al ser de fondo de armario (parece que Gap ha decidido recientemente sumarse al grupo de firmas que se dedican a eso que se ha dado en llamar fast fashion).

Lo más cercano al low-cost que hay en Estados Unidos es Trader’s Joe, cuyo dueño es el de Aldi, con precios inferiores a la media pero ni lejanamente parecidos a los que uno encuentra en sus tiendas españolas o alemanas. Existe una tienda llamada Grocery Outlet que se autodenomina “Mercado de gangas” (bargain market) pero que no deja de ser un concepto muy diferente al basarse en vender partidas de productos a punto de caducar o excedentes de marcas que van rotando constantemente.

Cuando uno vuela desde España hasta Estados Unidos se da cuenta de que las gangas se han terminado. Ya no hay Decathlons, Mercadonas o Zaras que valgan y que hacen sentir a la gente participes de la industria del lujo aunque sean pobres o medio pobres. Uno se topa con la marca pura y dura.

¿Por qué no ha triunfado la marca de la distribución en Estados Unidos? No parece ser sólo una cuestión de renta per cápita cuando en países como Suiza supone un 45 por ciento (en España es un 35 por ciento y creciendo).

¿Tiene que ver con el individualismo de la sociedad? ¿Con la ausencia de un ideal socialdemócrata o igualitarista?

No lo se, pero mi impresión es que el ciudadano norteamericano medio, quizás el que tiene más capacidad de elección de todo el mundo, se pierde muchas oportunidades ya que, en realidad, esas opciones son sólo potenciales ya que con una renta limitada sólo puede optar a adquirir una limitada gama de productos debido a la falta de una cultura low-cost.

Sólo una pequeña porción de norteamericanos que viaja a Europa con alguna frecuencia, entre un 10 o un 15 por ciento de la población, lo sabe.

martes, 1 de septiembre de 2015

Hay grandeza en las propinas


La propina no es una dádiva o mera calderilla, como se piensa en España.  Jode pagarlas, a veces, pero lo cierto es que ejemplifica como pocos hechos la importancia que tiene el incentivo en la cultura norteamericana como forma de lograr la excelencia.

Dejar cinco dólares a la persona que te limpia la habitación del hotel, un 20 por ciento extra a los camareros que te han ofrecido un buen servicio o un par de dólares al empleado de la empresa de coches de línea que te carga las maletas es recompensar la actitud, el trabajo bien hecho, la buena predisposición. Se me dirá que es una dedicación interesada o insincera, pero ¿acaso es mejor la desidia o la rudeza que uno se encuentra tan a menudo en el servicio al público en España donde el que sirve siempre da la sensación de estar experimentando un punto de humillación?

La propina, o su sucedáneo corporativo, el salario variable, nos recuerdan que no hay clientes cautivos, que no hay nada escrito, que las ventas pueden bajar, que los comensales pueden no presentarse, que en parte está en nuestra mano que los negocios vayan a más o a menos. Nos recuerdan que la vida es riesgo y también responsabilidad individual. Los americanos lo llevan quizás al extremo y por ello Estados Unidos es el país del mundo en el que si a uno le sonríe la fortuna de tener buena salud y recibir una buena educación podrá gozar de mayor éxito profesional y ganancias materiales. En caso contrario, la vida es otro cantar.

Por eso no doy ningún crédito a las informaciones que hablan de que debido al aumento del salario mínimo en varias ciudades o estados del país, en una horquilla que va de los 8 o 9 dólares hasta los 15 dólares como en Seattle, los restaurantes van a decidir dar un sueldo fijo a los camareros para que no se produzca una diferencia salarial excesiva con los empleados de cocina con quienes no se comparten las propinas o para que los costes al comensal no se disparen.

A los americanos si algo les gusta es marcar las diferencias. En todo. Hasta en los nombres que uno ya no está nunca seguro de cómo se deletrean. Stefanie puede ser fácilmente Stephanie, Stefany o un sinfín de nombres más. Por supuesto, en los salarios siendo frecuente que en las grandes compañías la diferencia entre el mejor y peor pagado sea de 500 a uno.

Recuerdo hace bastantes años que uno de los camareros kurdos que trabajaba conmigo en un restaurante italiano de San Francisco no se cansaba de decir animosamente aquello de “big money tonight for everybody” en su inglés de circunstancias los sábados por la tarde. Era cierto, casi todos los sábados se ganaba bastante dinero sirviendo mesas pero no todos. Quedaba muy claro que el dueño del restaurante ponía la infraestructura y nada más, el seguro médico se lo pagaba cada uno de su salario si quería, y los empleados el trabajo y el carisma.

¿Injusto? ¿Darwinista? Puede ser. También es verdad que el servicio de restauración en Estados Unidos es quizás el más empalagoso que existe. Los camareros tienen demasiada presencia, no se cansan de llenar los vasos de agua llenos de hielo, preguntar si todo va bien y traen el cheque con la cuenta demasiado pronto.

Sin embargo, no puede negarse que hay cierta grandeza en esa aceptación tácita de que la vida es un cúmulo de imprevistos y oportunidades.