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martes, 23 de agosto de 2011

Comida (II)


Aunque matizar y derrocar mitos siempre está bien, lo cierto es que para una gran mayoría de los americanos la cultura de la comida no se ha visto afectada por el ideal de la comida sana. En realidad, la estética de las cadenas de comida rápida sigue moldeando el paisaje urbano de cualquier ciudad media norteamericana. Tampoco es una leyenda urbana que bastantes turistas americanos acudan a restaurantes de comida rápida durante sus estancias en las capitales europeas. Los europeos generalmente reaccionan de forma irritada ante lo que consideran un desprecio a la gastronomía autóctona. Con toda seguridad, si los propios americanos supieran que su comportamiento se considera por los nativos un acto descortés no lo harían o al menos no de forma evidente.

El americano medio no acude a estos lugares tanto por orgullo de marca sino porque, al carecer de gastronomía autóctona, la noción de orgullo gastronómico no existe en su país y les cuesta pensar que exista en otras latitudes. Tampoco les importa que tenga poco prestigio. Para los americanos el mundo es un inmenso supermercado del que eligen aquello que más se adecúe a sus deseos en un momento determinado tanto si se trata de una hamburguesa como de un trozo de pizza. Es, si se quiere, la cara oscura del libre pensamiento. Esta refutación popular de los ideales normativos sobre cualquier materia no solo afecta a la comida sino a cualquier otro bien y servicio ya que son los consumidores más desprejuiciados del mundo para bien y para mal. Por omisión, al igual que en el deporte, nos están diciendo que los ingenuos somos los europeos, para los cuáles ser nacionalistas en lo que se refiere a la comida se considera cargado de razón y, por tanto, socialmente aceptable.

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