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lunes, 2 de enero de 2012

Las tarjetas regalo de Starbucks y la simetría

Pocos días antes de las vacaciones de navidad, una de sus alumnas regaló a mi mujer, también profesora universitaria, una tarjeta regalo de cinco dólares para gastar en Starbucks. El regalo era en agradecimiento a la labor que había desarrollado como coordinadora o advisor de una publicación online del departamento de periodismo de la que esta estudiante ha sido la directora durante un trimestre.

No se si será por deformación profesional pero mi primera reacción fue analizar la acción desde un punto de vista comunicativo. Pensé en que esta estudiante podría haber elegido invitar a mi mujer a tomar el café en la universidad un día cualquiera pero probablemente lo había desestimado por el riesgo de recibir una negativa, de que la conversación se tornara incómoda o que una acción tan efímera le quitara lustre y emotividad al gesto. Por otro lado, me llamó la atención el formato del regalo. Un formato que permite posponer y alargar la emoción del sentimiento de reconocimiento por el alumno, quizás la mayor satisfacción que puede sentir cualquier profesor. En resumen, me pareció una acción de relaciones públicas perfectamente concebida en su modestia.

Después de todo, y visto fríamente, lo que hizo esta estudiante no fue sino invitar a mi mujer a un simple café, un café fancy quizás, un latte grande con leche de soja o un frapuccino de algún sabor inverosimil o cualquier otra de las diecinueve mil combinaciones posibles de café que pueden darse en Starbucks. Sin embargo, había algo que no acababa de resultarme natural en este tipo de iniciativa y que no estaba estrictamente relacionado con el valor cuantitativo del regalo. Un algo que pienso que tiene que ver con mi condición de español y una idea del resentimiento social de la cual nos cuesta desprendernos. Los españoles tenemos presente la existencia de relaciones de poder mucho mas que los americanos y, por tanto, nos sigue chocando que aquellos que deberían sentirse legítimamente como acreedores respecto a aquellos que ostentan el poder se transformen en lo contrario como en el caso de esta estudiante. En nuestro país este resentimiento lo percibo bastante a menudo (no siempre, afortunadamente) en la rudeza de los modales de aquellos cuya actividad se relaciona con el servicio al cliente, en la forma en que los ciudadanos perciben la crisis como un juego de suma cero en el que si alguien gana todos pierden o en la visión denigratoria que los empleados tienen de sus jefes.

A decir verdad, me sentí, en cierto modo, incluso un pelín decepcionado de que todos los estudiantes no sean como los profesores los retratan a menudo: desagradecidos, arrogantes, perezosos, resentidos... Pensé como en mis tiempos de estudiante en la Complutense, tras una experiencia parecida a la de esta alumna, a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido regalarle nada al profesor, más bien al contrario hubieramos esperado que a final de curso el profesor, en agradecimiento al buen rollito generado en la clase, nos hubiera invitado a tomar unas cañas a un grupo de escogidos. No es que aquí, en America, no haya profesores que inviten a un café y muffins a los alumnos a final del trimestre (a cañas es más difícil por la prohibición del consumo de alcohol hasta los 21 años) pero si es mucho más habitual que se produzca una reciprocidad que en una mayoría de los casos es sincera ya que los alumnos son escrupulosos en tener este tipo de gestos cuando las notas han sido puestas en el sistema informático.

Empecé a pensar que una característica de la sociedad norteamericana es, a pesar de las objetivas desigualdades sociales (que, por cierto, son en muchos sentidos inferiores a las de la sociedad española), la existencia de simetría en las relaciones laborales y personales. Y esto se produce porque, en oposición a la idea de panóptico de Bentham, un concepto de poder disciplinario todavía común en España basado en que los que se encuentran en lo alto de la jerarquía vigilan (y premian) a los que se hallan en los estratos inferiores, en América muchas organizaciones funcionan como en una plaza pública donde, a pesar de las diferencias de rango y salario, todo el mundo observa a todo el mundo que se siente con capacidad para enjuiciar, premiar o castigar. Debido a ello incluso un estudiante que pronto se graduará en periodismo con un deuda en préstamos estudiantiles de ochenta mil dólares y en un mercado laboral más que complicado puede sentir la suficiente gratitud para comprar una tarjeta regalo de Starbucks de 5 dólares a un profesor titular de una universidad pública con el salario prácticamente garantizado de por vida.

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