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domingo, 25 de marzo de 2012

Las marcas y la conversación

España es quizás el país más marquista que haya en el mundo occidental. Cada uno en la medida de sus posibilidades, pero particularmente el individuo perteneciente a nuestras clases medias y medias altas, no los ricos de verdad, busca refugio con toda impunidad en el logo que le haga sentirse más seguro de si mismo, que refuerce su atractivo sexual o su capacidad para erigirse como modelo de referencia entre su círculo de allegados. Nunca veo más cocodrilos y jugadores de polo que cuando viajo a España en verano. Es una guerra invisible de lo visible que es, que no conoce de ideologías, propia de una cultura visual y de apariencias como la española y todas las latinas. Sin embargo, y a pesar de su omnipresencia en nuestra vida cotidiana, los españoles no conversamos mucho sobre las marcas, a lo sumo sobre las distintas calidades de productos de alimentación de tiendas como Mercadona, que ha sido probablemente el fenómeno conversacional más potente de la piel de toro en los últimos años.

Los americanos, más acostumbrados desde hace muchas décadas a convivir en un mundo de marcas fuertes que son en general más accesibles para el común de los mortales, se erigen en grandes conversadores sobre ellas. To engage in a conversation (incitar a la conversación) es, más allá de que suene a retórica vacía e indiferenciadora que podemos encontrar en cualquier web corporativa de nuestros días, una realidad bien presente. A los americanos les encanta hablar y, sobre todo en estos días de apogeo de Internet y las redes sociales, escribir sobre marcas y productos. Por ejemplo, los ríos de tinta vertidos acerca de las diferencias entre el iPad y el Kindle desmienten la idea de que, como llevan suscribiendo los gurús de la comunicación desde hace al menos una década, lo importante son los contenidos. No mucha gente habla ya de los libros que leen, las películas que ven o la música que escuchan. En realidad eso es lo de menos. Lo importantes es donde se produce este consumo, es decir, si se trata de un iPad, un Kindle o cualquier otro dispositivo que deja la impronta de su personalidad. Lo importante no es tal o cual novela sino las prestaciones que te da el Kindle o el Nook a través de los cuáles lo has leído. Si no, no hay más que echar un vistazo a las casi 15.000 críticas realizadas por usuarios (cuando escribo este texto) acerca de las prestaciones del nuevo dispositivo de la empresa de Jeff Bezos. Al americano, más que marcar diferencias de estatus llevando una determinada prenda, lo que le motiva es compartir su opinión sobre tales o cuales pantalones, calcetines o anorak con otros consumidores como él. Os invito que leáis las críticas al Kindle, algunas francamente técnicas y elaboradas de más de 2.000 palabras. O a que comparéis las más de mil críticas realizadas a Freedom, el último libro de Jonathan Franzen, a las menos de diez que podréis encontrar en las web de la Casa del Libro o de la Fnac sobre los últimos libros del propio Franzen, Pérez Reverte o Ruiz Zafón, que podrían considerarse los equivalentes españoles en términos de ventas al autor norteamericano.




Pero si no os convence como argumento el mundo de la literatura o de los audiovisuales, podéis aventuraros a buscar opiniones sobre productos diversos en las webs de compañías como Gap, Crate & Barrell o Macy’s acerca de ropa, muebles o artículos de maquillaje. A los americanos les encanta opinar y compartir conocimiento y experiencias acerca de unos calcetines, unos pantalones de pana, una máquina de café expreso o una barra de pintalabios. Van a muerte con sus marcas y no vacilan en demostrarlo. No dudan en escribir una carta al servicio al cliente de una compañía si se han sentido mal atendidos o al contrario, escribir una carta de felicitación a un empleado que les ha procurado un buen servicio pidiendo un aumento de sueldo. Nunca en mis clases disfrutan y participan más mis alumnos que cuando usamos Starbucks, una de las marcas que mas fascina a los norteamericanos en la veintena, como case study de lo que sea. Muchos de mis estudiantes que en otras circunstancias estarían consultando a hurtadillas una página de Facebook levantan la mano. En América una cosa es la realidad y otra muy diferente el mundo de las marcas y los productos, o sea, el de lo real, que se antoja mucho mas interesante para la gente que la propia vida.

domingo, 18 de marzo de 2012

Clases y resentimiento

Una de las características de la sociedad norteamericana es su apego a lo que se denomina el ideal de la middle class. Un porcentaje ligeramente inferior a la mitad de los americanos se considera clase media, aunque este número haya ido menguando en las últimas décadas. Antaño, según Charles Murray (ver entrada anterior de este blog), era aproximadamente un 80 por ciento la cantidad de americanos que se veían parte de este grupo que incluía a gente bastante rica y a otros bastante modestos pero que compartían los mismos valores de clase.

Aunque el número de los estadounidenses autodenominados de clase media haya descendido estos últimos años sobre todo como producto de la crisis económica, la mitad de la población sigue siendo una cantidad notable. De hecho, a los norteamericanos les gusta imaginar que, de alguna manera, los Estados Unidos son una sociedad sin clases. La convicción de que uno puede tratar de tu a tu al poderoso, que mañana puede ser uno mismo, sigue teniendo vigencia. A los alumnos norteamericanos se les anima a desafiar a la autoridad (to challenge authority es una expresión sumamente habitual en las aulas de los campus universitarios) y en cualquier organización norteamericana es habitual que el personal de menor categoría laboral tenga acceso a los altos mandos. También contribuye a ello el que la envidia sea un sentimiento poco extendido entre los norteamericanos que raramente experimentan odio o malos deseos a aquellos coronados por el éxito profesional o económico.

Estos pensamientos me vienen a la cabeza cuando leo sobre la polémica levantada por la última campaña publicitaria de Loewe para acercarse a un público más joven en la que aparecen un grupo de hombres y mujeres que supuestamente “representan a un amplio sector de la juventud española.” Aunque en estas polémicas hay siempre un algo artificiosamente publicitario (y una falsedad estadística ya que, segun un estudio norteamericano que ha llegado a mis manos recientemente, el número de twitteros es inferior al 5 por ciento de todos los internautas y la mayoría de los mensajes de Twitter se concentran en un 3 por ciento de ese ya reducido porcentaje), lo cierto es que el tema haya gozado de tanto éxito en las agendas de los periódicos e intuyo de las radios, me evoca la diferente relación que tenemos los españoles con el concepto de clase, que en nuestro caso tiene una clara reminiscencia socialista o marxista salpicada por siglos de catolicismo que han forjado la idea de que hay siempre algo pecaminoso en el rico o aquel que ha tenido la vida demasiado fácil.


En España tenemos tan interiorizado el resentimiento de clase que incluso los ricos tienen que avergonzarse de serlo, al menos públicamente, para sentirse cómodos en su piel. Tengo lo suficientemente reciente como la mujer de Amancio Ortega y otros multimillonarios españoles se manifestaban hace meses en favor del movimiento 15-M. Leyendo los comentarios a la noticia, me he encontrado perlas como ésta que no son sino un botón de muestra de entre varias decenas de frases parecidas:

“Pues nada, una buena manifa y a impedir el acceso a las tiendas de Loewe. Y a partir de ahora, se pasa la consigna de insultar e increpar a cualquier persona que luzca algo de Loewe en la calle. Hay que boicotear a esta tienda de fachas y a sus clientes.”

Siento curiosidad por ponerles un día de estos los comerciales a mis estudiantes de comunicación, muchos de los cuales provienen de familias relativamente modestas, para que me digan lo que piensan. Estoy seguro de que acabaremos hablando de diferencias culturales, como siempre.

Yo mismo sufrí el otro día en mis propias carnes la incomprensión de mis alumnos que, con cara de escepticismo, no acababan de comprar una de mis reflexiones en una clase sobre crisis management (gestión de crisis). Se trataba de un caso real sucedido hace cuatro años en uno de los aviones de Southwest Airlines, uno de cuyos empleados había prohibido a una estudiante que viajaba de San Diego a Tucson para ver al médico subirse al avión debido a que su atuendo demasiado sexy hería la sensibilidad de algunos pasajeros. La chica acudió a un conocido talk-show televisivo a denunciar lo sucedido pero Southwest Airlines decidió no enviar a ningún representante. Analizamos los pros y contras de la estrategia de la aerolínea.

 

Mi opinión es que hizo lo correcto para no alimentar la polémica ante lo que era, después de todo, un incidente menor. Como tercera o cuarta derivada, dije que era más que probable que los responsables de comunicación de la compañía hubieran sopesado factores como el hecho de que era probable que muchos televidentes no iban a sentir simpatía por aquella adinerada familia de San Diego que tiene los suficientes recursos para pagar vuelos a Arizona a su hija para ver al ginecólogo y cuyo padre abogado debía ganar un muy holgado salario de más de varios cientos de miles de dólares. Añadí, para mas inri, que Kyle Ebert, la chica protagonista de la historia, utilizó la publicidad generada por el caso para posar, seis meses más tarde, en la revista Playboy. Creo, a juzgar por las expresiones de sus caras, que muchos de mis estudiantes no entendieron mi idea. Debieron pensar que sonaba demasiado resentida, acaso demasiado española.

domingo, 11 de marzo de 2012

El proyecto americano

Una de las cosas que más me gustan de los científicos sociales norteamericanos es que se refieren con frecuencia a los temas fundamentales de la vida que, como todo el mundo sabe, son tres o cuatro: la muerte, Dios, el amor y la felicidad, en el orden que a uno más le guste. Especialmente este último, la felicidad, tiene una larga tradición ya que la propia constitución americana habla del derecho a la felicidad. Y es que mientras en España, andamos todos a ver si algún día podría bajarse el paro al 15 por ciento o angustiados por si podrán garantizarse las prestaciones sociales en un futuro, los americanos, a pesar de su fama de pragmáticos, nos dan constantemente lecciones de idealismo y van al meollo del asunto.

Lo hacen los economistas, que para eso han desarrollado índices que miden el grado de felicidad, los políticos, los antropólogos y también los historiadores. Eso es lo que hace Charles Murray en su libro Coming apart: The state of white America 1960-2010 (que literalmente se traduciría como Desintegración: El estado de la América blanca 1960-2010) que, más allá de un diagnóstico acerca de la bifurcación de la sociedad americana en dos clases diferenciadas en sus valores – la upper middle class, rica, culta, cosmopolita y segregada en barrios de élite y la lower middle class, cada vez más pobre, peor educada y condenada a vivir en barrios marginales – y que apenas se cruzan en sus vidas cotidianas o se preocupan unos de otros. El libro es un alegato para recuperar las señas de identidad que han hecho de los norteamericanos gente feliz en el pasado.

Y Murray entiende que la base de la felicidad para un americano implica tener un proyecto vital creativo y una pasión por el trabajo de la que el europeo medio actual adolecería en líneas generales. Es curioso, porque cuando leí recientemente una entrevista que le realizaba el diario El Mundo en la que el titular era “El problema español es la idea de que vivir es matar el tiempo del modo más placentero posible” me sorprendió positivamente la sencillez con que era capaz de condensar en una sola frase una manera de acercarse a la vida, la de los españoles, forjada durante cientos de años si no milenios. Mi gozo se vino en un pozo cuando al final de la entrevista, así como leyendo su libro, me encontré con que una frase muy similar era utilizada para caracterizar no sólo a los españoles sino a todos los europeos occidentales para los que el gobierno tendría como misión hacer fácil pasar el tiempo tan placenteramente como sea posible, lo que Murray llama el síndrome del europeo. No, Murray obviamente no había leído a María Zambrano, entre otros autores, cuando hablaba de que el español nunca había dejado de ver la vida sino como un corto tránsito entre la nada y la muerte por el que no valía la pena molestarse.



Murray, que no tiene por qué saber nada de los programas de vacaciones del Inserso, del Injuve y otros organismos parecidos, ejemplifica esta actitud europea en los puentes, el mes de vacaciones y la jornada de 35 horas. Para Murray, la alternativa norteamericana al síndrome europeo es dotar a la vida de un significado trascendente lo cual implica pasarla haciendo cosas importantes como por ejemplo tener una familia, mantenerse a uno mismo sin ayuda del estado, ser un buen amigo y un buen vecino y dar lo máximo en el trabajo. En eso consiste el proyecto americano que para el historiador corre riesgo de desmoronamiento.

Ideas simples pero con profundas implicaciones. Vale la pena reflexionar sobre ello.

domingo, 4 de marzo de 2012

Los Oscar y la grandeur perdida de los franceses

Sabido es que Francia, a pesar de las apariencias de eterno rival, siempre juega en terreno propio en los Estados Unidos. Sus agudos hombres de negocios siempre lo han sabido y ello les ha servido para lograr grandes beneficios económicos vendiendo moda, perfumes, comida, abriendo sucursales de sus restaurantes Michelin tres estrellas en Nueva York y exportando películas con el reclamo del refinamiento y la sofisticación que se le atribuye a todo lo francés. Que le pregunten a cualquier viticultor español lo que cuesta vender vino por encima de un cierto precio en Estados Unidos, precios que muchos americanos sólo están dispuestos a pagar por los caldos franceses y californianos.

Y es que a pesar de los desaires, o quizás por ellos mismos, la psique americana ha construido una mitología de Francia como contrapoder de su propio país en el mundo occidental. Aquella idea de llamar “freedom fries” a las “French fries” no fue sino un ejemplo de lo contrario que quería parecer, un paradójico reconocimiento de inferioridad de quien es, y se sabe, mucho más fuerte. Casi diría que, como sucede con ciertos amores fatales, cuanto más desplantes les hacen los franceses, los americanos más les quieren. Los bien escenografiados desacuerdos de Francia en cuestiones de política internacional son magnificados casi como si Francia pudiera tratar de igual a igual al coloso americano y como si la opinión de Francia en estos asuntos en realidad importara algo. Pero esta tendencia abarca todos los órdenes de la vida. Los americanos se lamentan de sus males leyendo el libro bringing up bebe con envidia acerca de las buenas maneras de los niños franceses que ellos son incapaces de instaurar o sus dietas hedonistas y milagrosas en el bestseller Why French women don’t get fat (por que las mujeres francesas no engordan).

A diferencia de los españoles, los franceses conocen perfectamente la psique americana que aspira en aquello que se aleja del mundo de los negocios y de la ciencia, a ser como ellos. Fuera del trabajo, al americano le gustaría comer, hablar, comportarse y hacer el amor como un francés. Por decirlo gráficamente, les tienen bien cogida la medida como esos equipos modestos que siempre vencen a los grandes. Por eso me sorprendieron tanto las declaraciones de los políticos franceses tratando de apuntarse el éxito de The Artist en la última entrega de los Oscar.


Para Sarkozy, los cinco Oscar conseguidos por la película mostraron “a los Estados Unidos que se hacen cosas maravillosas en Francia.” Por su parte, Hollande, líder del Partido Socialista francés, consideró “que los Oscar a la música y el vestuario muestran también la diversidad de talentos movilizados para el proyecto.” Incluso, Marine Le Pen, la ultranacionalista líder del Frente Nacional, dijo que los galardones suponían “una gran victoria del cine francés.”

La verdad es que este tipo de manifestaciones en España no me hubieran extrañado. Estamos acostumbrados a que cualquier mínimo triunfo de cualquier español en Estados Unidos se considere una pica en Flandes. Somos un país pequeño y lo asumimos. Me sorprendió que los franceses hayan caído en la trampa de enaltecer al pelotón de jubilados que compone al menos el 50 por ciento de los votantes la academia de Hollywood como aquellos que fijan el estándar de lo que se considera excelente. No he visto la película y tengo la impresión de que probablemente sea excelente de verdad, lo que me ha sorprendido es que la tradicional e inteligente táctica francesa de ignorar o infravalorar la opinión de los americanos en lo que se refiere a la cultura – aunque hay una relativamente nueva generación de escritores franceses, capitaneados por Frédéric Beigbeder, que se caracterizan por lo contrario—, y que tan buenos resultados de imagen le producen en este país para mantener el posicionamiento de país top del prestigio, ha dado un vuelco. Los franceses parecían españoles – incluido el inglés de circunstancias en la recogida de premios – y eso se lleva mal con la idea de grandeur. Aunque por suerte para ellos, por lo que he podido percibir a mi alrededor, los americanos no se han enterado.