Páginas

domingo, 11 de marzo de 2012

El proyecto americano

Una de las cosas que más me gustan de los científicos sociales norteamericanos es que se refieren con frecuencia a los temas fundamentales de la vida que, como todo el mundo sabe, son tres o cuatro: la muerte, Dios, el amor y la felicidad, en el orden que a uno más le guste. Especialmente este último, la felicidad, tiene una larga tradición ya que la propia constitución americana habla del derecho a la felicidad. Y es que mientras en España, andamos todos a ver si algún día podría bajarse el paro al 15 por ciento o angustiados por si podrán garantizarse las prestaciones sociales en un futuro, los americanos, a pesar de su fama de pragmáticos, nos dan constantemente lecciones de idealismo y van al meollo del asunto.

Lo hacen los economistas, que para eso han desarrollado índices que miden el grado de felicidad, los políticos, los antropólogos y también los historiadores. Eso es lo que hace Charles Murray en su libro Coming apart: The state of white America 1960-2010 (que literalmente se traduciría como Desintegración: El estado de la América blanca 1960-2010) que, más allá de un diagnóstico acerca de la bifurcación de la sociedad americana en dos clases diferenciadas en sus valores – la upper middle class, rica, culta, cosmopolita y segregada en barrios de élite y la lower middle class, cada vez más pobre, peor educada y condenada a vivir en barrios marginales – y que apenas se cruzan en sus vidas cotidianas o se preocupan unos de otros. El libro es un alegato para recuperar las señas de identidad que han hecho de los norteamericanos gente feliz en el pasado.

Y Murray entiende que la base de la felicidad para un americano implica tener un proyecto vital creativo y una pasión por el trabajo de la que el europeo medio actual adolecería en líneas generales. Es curioso, porque cuando leí recientemente una entrevista que le realizaba el diario El Mundo en la que el titular era “El problema español es la idea de que vivir es matar el tiempo del modo más placentero posible” me sorprendió positivamente la sencillez con que era capaz de condensar en una sola frase una manera de acercarse a la vida, la de los españoles, forjada durante cientos de años si no milenios. Mi gozo se vino en un pozo cuando al final de la entrevista, así como leyendo su libro, me encontré con que una frase muy similar era utilizada para caracterizar no sólo a los españoles sino a todos los europeos occidentales para los que el gobierno tendría como misión hacer fácil pasar el tiempo tan placenteramente como sea posible, lo que Murray llama el síndrome del europeo. No, Murray obviamente no había leído a María Zambrano, entre otros autores, cuando hablaba de que el español nunca había dejado de ver la vida sino como un corto tránsito entre la nada y la muerte por el que no valía la pena molestarse.



Murray, que no tiene por qué saber nada de los programas de vacaciones del Inserso, del Injuve y otros organismos parecidos, ejemplifica esta actitud europea en los puentes, el mes de vacaciones y la jornada de 35 horas. Para Murray, la alternativa norteamericana al síndrome europeo es dotar a la vida de un significado trascendente lo cual implica pasarla haciendo cosas importantes como por ejemplo tener una familia, mantenerse a uno mismo sin ayuda del estado, ser un buen amigo y un buen vecino y dar lo máximo en el trabajo. En eso consiste el proyecto americano que para el historiador corre riesgo de desmoronamiento.

Ideas simples pero con profundas implicaciones. Vale la pena reflexionar sobre ello.

No hay comentarios:

Publicar un comentario