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domingo, 27 de enero de 2013

El declive de uno de los símbolos de América


Conozco todavía gente que, con mayor o menor disimulo, no aguanta lo americano o que hablen bien de ello. Algunos no probarán una hamburguesa en su vida o dirán no haberlo hecho o que si lo hicieron no les gustó; otros siguen evitando las superproducciones hollywoodienses como la peste y prefieren las películas europeas, del resto del mundo o incluso españolas; una abrumadora mayoría piensa que el modelo americano es decadente e injusto y que la historia del país no se diferencia de los imperios más despóticos. Incluso hay quien todavía afirma que América es un solar en cuanto a cultura se refiere y sus ciudades solo proporcionan satisfacción a quien va en busca de gangas.

Pero todos ellos beben o han bebido Coca-Cola cuando les ha apetecido sin experimentar una mayor dosis de rencor. ¿Hay algo más americano en su concepción que la Coca-Cola? Puede ser, pero este icono del siglo XX reúne una buena cantidad de atributos que hoy día resultan anacrónicos: producto químico a más no poder que no trata de disimularlo, enemigo de una dieta sana gracias a ese 10 por ciento azucarado imposible de eliminar para que el producto no pierda sus características esenciales, producido por la multinacional por antonomasia que sigue gastando inmensas cantidades en publicidad a contracorriente de los tiempos, asociado a una imagen inequívocamente familiar de un pasado que no volverá e incluso vinculado al mantenimiento de un estatus quo como mínimo injusto.







Claro, la Coca-Cola, como la Pepsi, Dr. Pepper y todas las sodas (bebidas gaseosas en el argot americano) han entrado en crisis. Su consumo decrece lenta pero imparablemente. Otras bebidas como el café, el té o el agua rivalizan con los refrescos en atractivo, pero  la decadencia de uno de los símbolos norteamericanos, dicen que más conocido que Jesucristo en todo el planeta, es indiscutible.

Apple, Google, Microsoft, Starbucks o Amazon son los nuevos símbolos de América. En muchos sentidos siguen representando sus valores, pero casi nadie, excepto algunos personajes perfectamente etiquetados en sus sociedades como dinosaurios, les critica como emblemas del imperio. Por alguna razón, ni estas organizaciones ni sus productos y servicios resultan tan molestos, tan americanos como en el pasado. Se las toma por organizaciones globales, multiculturales y fuentes de progreso en su sentido más amplio.

Son la antesala de la América que viene, una extraña mezcolanza de defensa del orden establecido, creatividad y activismo.

domingo, 20 de enero de 2013

La revancha de los becarios


Charlie Rose es una institución en la televisión pública norteamericana. Por el estudio de su programa pasa todos los días la flor y nata del tema que se trate. Si se habla de cocina entrevista a Ferrán Adrià, si se habla de economía a Roubini y si se habla de tecnología a Bill Gates.

Lleva haciendo entrevistas sin concesiones ni cortes publicitarios a muchos de los cráneos más privilegiados del mundo durante alguna que otra década. Goza de prestigio incluso entre los que nunca han visto su programa y el TIVO trabaja más que nunca a la hora en que se emite su programa en muchos hogares cultos norteamericanos. Es una de las escasas pruebas vivientes de que la televisión puede ser otra cosa. Cuando uno asiste a sus entrevistas, tiene la sensación de ser un individuo más completo.




Charlie Rose ha perdido recientemente un juicio contra uno de sus becarios que le acusaba de no haberle pagado ninguna remuneración cuando en realidad estaba realizando un trabajo que correspondía a un profesional hecho y derecho. En realidad, La productora de Charlie Rose ha tenido que pagar 1.000 dólares a cada uno de los 189 becarios que ha tenido en el programa desde sus comienzos. En total, un cuarto de millón de dólares.

Todo el mundo se ha enterado ya que la noticia ha sido divulgada en el New York Times y en otros medios líderes. A Charlie Rose no se le ha caído la cara de vergüenza y su vida personal y profesional ha seguido poco más o menos como estaba. Pero al menos se ha hecho pública la infamia y sus compañeros de profesión, muchos de los cuales probablemente cometen pecados parecidos, no le han tapado.

En el país del capitalismo salvaje, donde más se pisotean los derechos de los trabajadores, en el que se permiten las peores desigualdades según algunos, sigue habiendo un sentido del decoro, de respeto por el trabajo, de sentido de la justicia y afán por ejercerla que permite a un becario enfrentarse a Charlie Rose, ganar y que se haga público por los mismos compañeros de profesión de la parte perdedora. Debería hablarse más a menudo de eso.

domingo, 13 de enero de 2013

Stanford, nueva meca del turismo mundial

Uno de mis placeres culpables, ¿o no debería sentirme culpable?, es la fascinación que me provocan los campus de las universidades norteamericanos. Cuanto más aislados y rurales mejor. Siempre me ha maravillado esa aureola que los rodea de reductos de civilización y conocimiento atemporal en medio de la barbarie que nos rodea. Por ello, no es infrecuente que cuando vamos de viaje y pasamos cerca de uno siempre le digo a mi mujer que nos desviemos y demos una vuelta por él. Ella suele hacerlo sin protestar, como si compartiera conmigo esta pasión de la que en realidad nunca hemos hablado.

No sé si es el producto de lecturas juveniles o cine universitario mal digerido, pero lo cierto es que me gusta pasear por ellos y fantasear con como sería vivir en tal o cual ciudad y acudir todos los días a dar clase en ese esplendido edificio. No digamos, qué hubiera sentido como estudiante viviendo en uno de sus dorms o enamorándome y desenamorándome el mismo día unas cuantas veces. Sé que no soy el único, me consta que hay otros colegas con los que he hablado que sienten la misma o parecida pasión y que de alguna manera nos sentimos elegidos.

Hace un par de semanas decidimos hace una parada en la universidad de Stanford de vuelta de Monterrey y camino de San Francisco. Hacía un buen día y los chicos se estaban portando bien en el asiento de atrás. ¿Por qué no? Dijimos. Siempre es un placer para los sentidos contemplar el espectacular y ostentoso paseo de palmeras que da la bienvenida al visitante y sumergirse en la ecléctica arquitectura estilo misión con influencias románicas de sus edificios. Quizás, pensamos, les inspire a los chavales saber que están paseando por una de las universidades más famosas del mundo a donde acuden los elegidos de todos los rincones del planeta y algún día les espolee a superarse y ser mejores. Algún día puede que recuerden este momento. En fin, estoy seguro que me dejo algún tópico olvidado que rondaba mi cabeza en ese momento.




Para nuestra sorpresa el campus estaba abarrotado de gente portando gorras, mochilas y cámaras de vídeo. Era la versión pija y digital de las antiguas meriendas con el seiscientos y la tortilla de patata. Gente de todo el mundo y de todas las edades, incluidas numerosas familias. Eran domingueros, como nosotros, llegados de todas partes del mundo y con intenciones parecidas: sentirse por unos minutos u horas en uno de los centros simbólico de la sociedad de la conocimiento y luego quizás comprarse algo en las rebajas de Nordstrom, Macy’s o alguna de las cadenas de ropa que se encuentran a tiro de mano del campus.

La conclusión dejó tras de sí un regusto de melancolía. Stanford, como otros tantos campus norteamericanos, se ha convertido en un lugar de peregrinación, una suerte de Santiago de Compostela laico para una nueva clase mundial que sueña con Silicon Valley, las start ups, los business angels, Google o Apple como hace décadas sonaban con Hollywood, la Metro o la 20th Century Fox.

Son los nuevos reyes de la sociedad del espectáculo, en el sentido real y figurado, y hay que rendirles el tributo debido.

lunes, 7 de enero de 2013

Sin las matemáticas no somos nada

Hace pocos días, en una conversación informal mi suegro se refería con orgullo al incipiente talento natural de su nieto de 8 años con las matemáticas afirmando que eso es justo “lo que el país necesita”. Y es que ser un hombre de ciencia y, más concretamente, la destreza con los números encarna el ideal del nerd para el americano de nuestro tiempo.

Estos días ser buen matemático tiene casi un marchamo patriótico, no en vano los ingenieros han superado o al menos igualado en consideración social a un buen médico o un bombero, dos de las profesiones más valoradas por la sociedad norteamericana. No es solo cuestión de dinero, que también, ya que las matemáticas abren las puertas a las grandes empresas de la economía del conocimiento y, por tanto, permiten pagar con creces las onerosas tarifas de una buena universidad y liberar a los padres de esa responsabilidad. Hay algo más, la impresión de que América dejara de ser América el día que deje de ser el país de los grandes inventores y emprendedores ya que eso más que ninguna otra cosa es lo que define a este país. Y hay un cierto pesimismo instalado de que esto está dejando de ser así, que está muy bien que haya ingenieros chinos e indios y de medio mundo trabajando en Microsoft y Google pero que estaría mejor si hubiera más ingenieros americanos.


De un modo implícito, para el americano no tener muchos matemáticos ha pasado a ser considerado un síntoma de decadencia nacional, de la pérdida de la famosa ética del trabajo que hizo grande a América en otro tiempo. No en vano, últimamente abundan en la prensa norteamericana los artículos acerca de la discriminación que sufren los estudiantes asiáticos, equiparada con la que sufrían los judíos en los años 20, para ingresar en las universidades de prestigio entre otras cosas debido a su superioridad manifiesta en el campo de las matemáticas donde arrasan en los exámenes estandarizados de ingreso a la universidad. La identificación entre habilidad matemática, creatividad e inteligencia es tan completa que existen análisis que demuestran que las posibilidades de publicar en una revista científica, aunque sea de ciencias sociales, es aproximadamente el doble si se incluye cualquier fórmula matemática en el abstract aunque resulte superflua. No es nada raro que esto suceda, tememos y respetamos a partes iguales aquello que no entendemos.

Una idea que, después de todo, encaja perfectamente con su psique, la cual por encima de todo valora la apariencia de lo empírico en la resolución de los problemas, el análisis del dato concreto y aplicado a una situación específica por encima de la visión holística de las cosas. La propensión a la matemática de los norteamericanos refleja a las claras su anhelo de un mundo ideal en el que todo encuentra una explicación o una solución aunque a veces sea un galimatías. Un mundo perfecto en el que el verdadero talento, el de las matemáticas, es enemigo de la memoria, de lo trillado, de lo que puede responderse con una búsqueda de datos en Google, porque lo que puede encontrarse en un buscador en unos pocos segundos que no merece la pena ser aprendido y nadie va a pagar a uno por saberlo.

Los matemáticos constituyen la esencia de la nueva clase creativa y empresarial que proclama Richard Florida o del nuevo paradigma de artista del siglo XXI del que pontifica el gurú del marketing Seth Godin. Se avecinan tiempos difíciles para muchos que creen, como todavía sucede a menudo en España, que pueden destacar simplemente a base de clase, intuición y talento natural.

martes, 1 de enero de 2013

La vida es puro teatro

Hace pocos días asistí a una misa de navidad en la parroquia de una escuela católica de San Francisco. Antes de que comenzara el servicio un miembro del coro presentó con nombres y apellidos al elenco de personas que participaría en la ceremonia de aquel día: el resto de los miembros del coro, los niños que escenificarían la escena del nacimiento de Cristo, los instrumentistas, los responsables de recolectar las ofrendas, los monaguillos y al propio cura. Fue sorprendente ya que me dio la impresión de que allí se conocía todo el mundo.

Era el equivalente a incluir los títulos de crédito antes del comienzo de una película que se ha visto muchas veces o una serie de la que se han visto muchos episodios. En algunas parroquias me consta que proporcionan un libreto antes de las misas para que la gente sepa cómo se llama cada cual. Es un rasgo que dice mucho de una cultura en la que importa sobremanera dar las gracias cuantas veces sea necesario y valora sin igual el arte de la representación.

En América nadie se engaña acerca de que la vida en cualquiera de sus manifestaciones es show, teatro, performance. La autenticidad personal y la capacidad de representar no solo no son antagónicas sino que más bien al contrario. Por eso los libros para aprender a hablar y comportarse en público son inagotables y no es raro que en las universidades los estudiantes de cualquier disciplina tomen dos y tres cursos como media sobre esta materia. La autoestima, el éxito personal y, en última instancia, la felicidad dependen de ello.

Y eso también incluye la relación con el ser superior.