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sábado, 27 de abril de 2013

Pensar grande


La obsesión por el tamaño de los americanos es archisabida. Incluso el más acérrimo defensor del carácter norteamericano, entre los que me incluyo, tiene que reconocer que hay algo vulgar, inmaduro, infantil y a contracorriente del progreso de la humanidad en la búsqueda de lo grande porque sí. El tamaño de los vasos de los refrescos (siempre con una pajita y hasta los topes de hielo), las raciones de comida (siempre el doble de lo que uno realmente necesita), los coches concebidos como casas rodantes, incluso la ropa que con frecuencia le resulta a uno excesivamente holgada haciéndole parecer a uno que ha ganado unos kilos de más. Es cierto, no tiene demasiada defensa el gusto por lo grande porque sí.

Hay, sin embargo, una excepción. La afición de pensar a lo grande, thinking big. Incluso el americano menos cultivado, con una experiencia vital menos rica, es consciente de la importancia de tener sueños, de no conformarse con cualquier cosa. Un afán que de alguna forma contribuye al auge de la religión en este país donde pocos se conforman, como en Europa, con ver la vida como un conjunto de reacciones químicas y azarosas, adecuadamente gestionadas por un estado antaño protector, que se extingue en un tiempo relativamente corto de tiempo. Soñar es, por tanto, parte del ethos americano tanto como el apple pie.

Es cierto que hay ejemplos de empresas exitosas e innovadoras en unos cuantos países, pero pocas de ellas se basan en la idea de pensar a lo grande, de soñar. No son solo las economías de escala lo que explica que haya una empresa llamada Netflix que ofrece prácticamente disponer de toda la historia del cine (35.000 peliculas) a sus abonador por 15 euros al mes; u otra, más conocida fuera de los Estados Unidos, llamada Apple que desarrollo un dispositivo de tamaño inferior a la palma de una mano que fue el primero que permitía hablar por teléfono, comunicarse a través de Internet, tomar fotos, ver películas, escuchar cualquier emisora de radio del mundo y realizar cualquier transacción comercial; u otra  como Amazon.com que prácticamente permite adquirir cualquier mercancía existente en el mundo desde la casa de uno y a precios competitivos.

Yo a eso lo llamo pensar grande. Zara, el Banco de Santander, Volkswagen y Louis Vuitton son empresas eficientes pero no son el producto de sonadores. Apple o Amazon.com sí.

A un nivel micro, existen millones de americanos que suenan y que innovan con pequeños o grandes negocios. Lo de menos es que estén mejor o peor educados, una cualidad que para soñar a veces está hasta de sobra.

domingo, 21 de abril de 2013

La magia de los community gardens


Aunque el concepto no es ni mucho menos nuevo, los community gardens se han puesto de moda en los Estados Unidos. No son otra cosa sino huertos emplazados en muchos casos en los cascos urbanos de las ciudades pertenecientes al ayuntamiento correspondiente que alquila su utilización como campo de cultivo a un grupo de ciudadanos por un módico precio. Según Wikipedia también se dan en España pero hasta llegar aquí nunca los había visto ni oído hablar de ellos donde se están poniendo cada vez más de moda.

El concepto se adapta a la perfección a la mentalidad del americano  por varias razones. La primera es que el americano se siente inherentemente cómodo desempeñando trabajos manuales que tengan que ver con la jardinería o la mecánica y que quizás no han sufrido el desprestigio que tienen en las sociedades latinas. Por otro lado, el país por antonomasia de la comida rápida ha fetichizado hasta lo inimaginable cualquier alimento que lleve el marchamo de orgánico o producido de acuerdo a las normas de la naturaleza aunque unos principios dietéticos razonables sólo hayan sido adoptados por relativas minorías. El concepto se adapta también al colectivismo entendido a la americana, es decir, a la idea de forjar una comunidad de personas que comparten emplazamiento y un fin determinado ya sea cultivar alimentos, ayudar a los pobres o educar al que lo necesita.




No hay que llevarse a engaño. El concepto de comunidad norteamericano, pese a lo que su propio nombre indica, difiere considerablemente del español. No exige amistad, una afinidad de intereses personales o compartir tu tiempo en la esfera privada. Se ciñe a organizar actividades juntos que aumenten el capital social de una población o conjunto de personas, es decir, que contribuyan a la igualdad de oportunidades. Vivir en comunidad no equivale a ser “amigos” o tener conversaciones profundas acerca de los libros que uno lee, las películas que ve o simplemente sobre la vida. Eso uno lo reserva, si acaso, para su familia o uno de los dos amigos íntimos que por término tiene el americano para el que la soledad destila un aroma de masculinidad.

Me sorprendió leer en un artículo de la prensa local que una de las buenas cosas que tienen los community gardens es que estimulan la conversación, un bien intangible valorado pero no necesariamente practicado en esta cultura. La conversación, como todos sabemos, no exige de grandes infraestructuras para su desarrollo. Si acaso, de la voluntad de llevarla a cabo. Me pareció un ejemplo de cómo para la mentalidad americana el órgano y la función van de la mano. Igual que para jugar una pachanga al fútbol se hace imprescindible poner espinilleras a un niño de 4 años, para incitar a la charla o a la conversación no es suficiente la voluntad de hacerlo sino que es necesario disponer al menos de un acre de terreno y utillaje variado.


lunes, 15 de abril de 2013

Trabajo fácil


Una de las cosas que recuerdo de mi niñez son los adornos en la pared que abundaban a la entrada de aquellos pisitos que, como el mío, olían perpetuamente a repollo, con sofás de eskay y cuadros de cacerías presidiendo los comedores. Había alguno que me llamaba particularmente la atención que decía “el trabajo es sagrado, no lo toques” y en el que solía aparecer la imagen de un currante espantada ante la idea de agarrar la pala y seguir cavando.

En realidad, era un brindis al sol, un mero gesto quijotesco. Aunque el español siempre se las ha dado de despreciar el trabajo, lo cierto es que raramente ha sido así. Uno solamente puede vanagloriarse de despreciar aquello que tiene al alcance y el trabajo, precisamente, nunca ha sido una mercancía que haya abundado en España desde hace muchos siglos atrás.

Los españoles mostramos una actitud timorata, acobardada ante el mundo del trabajo, ante la dificultad de ganarlo y el miedo de perderlo. El bukoskiano personaje de Henri Chinaski nunca podría haber sido parido por un escritor español. Recuerdo que una de las cosas que más impresionaban de sus obras era la cantidad de trabajos que su alter ego biográfico Chinaski encontraba y perdía en cada uno de sus libros, sobre todo en su libro Factotum. Trabajos industriales que entonces, antes de que la globalización de la economía lo explicara todo, nos parecían de poca calidad y que hoy serían un sueño para muchos por la seguridad y confort mental que ofrecían. Quién pudiera, como Chinaski, trabajar en una fábrica de pepinillos pasando una entrevista de trabajo en la que contesta a su futuro patrón que su interés se debe a que el sitio en cuestión “le recuerda a su abuela” o mirando pasar botellas en una cadena de producción y rechazando las defectuosas con la cabeza en otra parte. Con lo difícil que ya era encontrar un trabajo, cualquier trabajo, en España a mediados de los 80, ¿como era posible que a ese borracho, desarrapado y salido de Chinaski le volvieran a contratar una y otra vez?




Era obvio que a mis quince años no sabía mucho de liberalismo económico y del modelo americano.

Casi tres décadas después, con integración europea, varios booms económicos y sextuplicado la renta per cápita, las cosas no parecen haber cambiado tanto. El trabajo, sí, sigue siendo sagrado para los españoles entre otras cosas porque no hay. En cambio, la relación de la mayoría de los americanos con el trabajo es tranquila y desapasionada. Incluso en los tiempos, como estos últimos años, en que no abunda, tampoco falta. Hay un significativo número de americanos que trabajan a ráfagas, cuando les hace falta. Es el caso de estudiantes que quieren contribuir a pagar sus estudios o a financiarse algún proyecto. También el de hombres y mujeres que no necesitan trabajar para vivir porque trabajan sus cónyuges o disponen de rentas, que buscan algo que hacer que les distraiga o algún trabajo voluntario. No se sulfuran, ni piensan que les vaya la vida en ello, ni que vaya a pasar el último tren en sus vidas. Para los cuáles el trabajo dista mucho de ser sagrado, si acaso útil a uno mismo, a los demás o simplemente entretenido.

lunes, 8 de abril de 2013

Cuéntame lo que te pasó


Sucede con harto frecuencia en Norteamérica. Allí donde se reúne un grupo de personas para hablar en un foro público sobre cualquier tema, lo primero que hacen es contar su historia personal. Sin preámbulos. Sin dilaciones. Una historia personal contada en primera persona que explique la conexión entre la biografía del panelista y el tema a tratar deja contentos a todos. A los ponentes y a la audiencia.

Una historia lo suficientemente gráfica que no de lugar a elucubraciones o pensamientos rocambolescos. Una historia directa, repleta de ejemplos a flor de piel, con aroma de veracidad, que se entienda a la primera, que no precise de explicaciones o aclaraciones sucesivas, que evite tener que recurrir a los recovecos del pensamiento abstracto que transcienden la mera casuística.

Sucede en las mesas redondas, en los paneles, cuando un guest speaker  se pone enfrente de un grupo de estudiantes. Cuéntanos una historia, piensan, que nosotros ya te haremos las preguntas que consideremos oportunas si tu narrativa resulta lo suficientemente interesante. No te andes con Power Points o con notas pedantes mecanografiadas en un papel. Mantén el contacto visual, haznos sonreír, danos buenos ejemplos, se uno de nosotros o por lo menos parécelo. ¿Que vienes de muy abajo y has trabajado duro para conseguir estar donde estás? Okay. ¿Que siempre subiste lo que querías desde que eras pequeño? Fine. ¿Que has viajado mucho y has aprendido del contacto con otras culturas? Excellent. ¿Que creer en Dios te ha ayudado a superar los momentos difíciles? Great. ¿Qué sabes bien convivir con el caos? Admirable. ¿Qué has fracasado cinco o seis veces y te has reinventado otras tantas? ¿Qué has encontrado un mentor extraordinario? ¿Que tus padres te lo han dado todo o que has cuidado de tu hermana desde que eras adolescente y eso te ha ensenado a superar las dificultades? Sure.

No esperábamos menos. Ni más, a decir verdad.

Son historias sencillas, casi de escuela de guion de cine clásico, con distintos actos y un clímax, optimistas, arquetípicas, en las que hay una moraleja, que han sido contadas muchas veces por muchos otros antes que ellos y en las que únicamente varían algunos detalles biográficos de escasa importancia.

Son historias que giran alrededor de uno mismo, con el yo (I) siempre bien en mayúscula, optimistas, que oscilan entre el narcisismo y el altruismo. Historias americanas. Historias universales.

jueves, 4 de abril de 2013

Lecciones americanas para la reforma universitaria española


De un artículo que publiqué la semana pasada en elconfidencial.com, comparto con vosotros unas reflexiones acerca de las luces y las sombras del modelo americano de universidad y los aspectos que Wert y su equipo deberían tener en cuenta.

Lecciones americanas para la reforma universitaria española

Ahora que se habla de reformar el modelo de universidad española, haríamos bien en fijarnos en que la fortaleza del modelo americano radica, a pesar de que también presenta algunas sombras, sobre todo en la propia inexistencia de un modelo. En otras palabras, la principal característica de la universidad americana es su pluralidad basada en la independencia de los centros y la ausencia de injerencias gubernativas que suelen ser el talón de Aquiles de todos los intentos de reforma de la universidad española, incluido el actual.