Consejos American Psique

lunes, 26 de septiembre de 2016

¿Es Estados Unidos la nueva vanguardia de los derechos laborales?

La respuesta es, por supuesto, no. En Estados Unidos una mayoría de los trabajadores dispone únicamente de dos semanas al año de vacaciones que, en muchos casos, se les descuentan en caso de enfermedad. La indemnización por despido es, la mayor parte de las veces, inexistente ya que depende de la buena voluntad de la empresa.

Sin embargo, la cosa va por barrios, o mejor dicho por ciudades. Últimamente tres de ellas (San Francisco, Nueva York y Seattle) han implementado normativas para la mejora de determinados aspectos que ya me gustaría ver en España.

La primera de ellas ha sido el aumento del salario mínimo a 15 dólares la hora por decreto y con algunas grandes compañías en contra. Se ha demostrado que la pérdida de puestos de trabajo ha sido nula. El ayuntamiento de Seattle, siguiendo la estela de las otras dos ciudades, acaba de decretar que las empresas de hostelería de más de 500 empleados deban garantizar un mínimo de horas  a los empleados y que deban anunciar con una antelación mínima cualquier alteración en los horarios. En España el salario mínimo es de 5 euros la hora.

En concreto, las empresas deberán comprometerse a ofrecer un cierto número mínimo de horas a los empleados en el momento de la contratación, a anunciar cualquier cambio en los horarios con dos semanas de anticipación, a garantizar 10 horas de descanso a los empleados entre turno y turno, ofrecer más horas a los empleados a tiempo parcial antes de contratar otros trabajadores y a pagar suplementos cuando los horarios establecidos sufran alteraciones.

Cualquier economista sensato sabe que un salario mínimo muy bajo únicamente ofrece incentivos para la creación de puestos de trabajo de muy poca calidad y baja productividad. Justo el tipo de los que se crean en España, sobre todo en el sector del turismo y la hostelería.

De los horarios mejor no hablar. Se ha hablado, y mucho, de lo ignominioso de los horarios  laborales de los españoles, de la baja productividad de los españoles, de la imposibilidad de conciliar la vida familiar o de la dificultad de tener una vida fuera del trabajo. Pero también se ha hecho poco o nada al respecto durante estos últimos años.

Se ha hablado menos, mucho menos, de la situación de muchos empleados cuyos salarios no llegan al nivel de subsistencia y que no tienen un mínimo poder de decision con respect a su tiempo privado al depender de un supervisor que les cambia los horarios a su antojo. Todos conocemos a alguien en esas circunstancias.

Las jornadas de 12 o 14 horas en algunos hoteles y restaurantes no son tan raras, o la práctica de obligar a los trabajadores a trabajar en días festivos, anunciadas sin antelación y dando los días libres teniendo como único criterio las necesidades de la empresa.


Por mucho que a algunos les fastidie, Estados Unidos, o al menos sus ciudades más avanzadas, pueden darnos alguna lección que otra en materia laboral.

lunes, 19 de septiembre de 2016

Donald Trump y el futuro del fútbol en Estados Unidos

El otro día un amigo me preguntaba si Trump tenía posibilidades de ganar las elecciones norteamericanas. Bien informado siempre, me decía que a juzgar por lo que se refleja en la prensa española, donde a menudo se confunden los deseos con las realidades, parecía que de ninguna manera.

Ese ambiente de escepticismo con respecto a las posibilidades electorales de Trump se respira cada vez menos en Estados Unidos. Lo dicen los sondeos que ven como el margen entre Clinton y Trump disminuye y también el paisaje de los pueblos y ciudades pequeñas. Y digo bien, porque muchas veces los corresponsales, que se mueven en Nueva York, Washington o Los Angeles, no captan ese ambiente en absoluto.

En las ciudades pequeñas, las casas con carteles azules del ticket Trump/Pence son incontables y decir que vas a votar a Trump no es ninguna verguenza pese a quien pese.

Que nadie se crea a aquellos que hagan vaticinios tajantes al respecto. Nadie tiene una bola de cristal y sabe lo que va a pasar.

Curiosamente, y aunque supone una simplificación brutal, la parte de la población que es más beligerante con respecto a Trump son los mismos a los que les gusta el fútbol (el verdadero) en este país. Los llamados super-ricos y los inmigrantes.

Gente del tipo que vive en las costas, con estudios superiores en buenas universidades, que gana más de 200.000 dólares al año y que, por ejemplo, trabaja en el sector de la alta tecnología en firmas globales. Un trasunto de esa clase creativa de la que hablaba Richard Florida hace un par de décadas (como pasa el tiempo).

El otro segmento de gente a los que les gusta el fútbol son los inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Muchos hispanos, por supuesto, pero de cualquier parte del mundo (basta con tener una conversación con cualquier taxista somalí o albanés por pone un ejemplo). Y es que la afición al fútbol, la liga inglesa pero también al Barcelona o Real Madrid, es el cemento que une a los inmigrantes de cualquier lugar, un rasgo de cosmopolitismo, de lo no americano.

Y es que, como dice Fareed Zakaria, en un reciente artículo. El populismo norteamericano, y yo diría anglosajón si traemos a colación el caso del Brexit, se artícula en torno al debate sobre la identidad y no sobre el anticuado eje izquierda-derecha.

¿Quieren los americanos pertenecer a un país en el que la diversidad deje de ser la excepción y, por poner un ejemplo, el fútbol (el verdadero) rivalice dentro de 10 o 15 años en popularidad con el baloncesto o el béisbol o el fútbol debe seguir siendo considerado un deporte un-American, demasiado global y colectivista?

También podemos llevar la cuestión de la identidad al ámbito culinerio. ¿Va a seguir siendo la comida americana por antonomasia la hamburguesa, los macarroni and cheese y la tarta de manzana o a lo mejor hay que empezar a considerar tan americanos como los primeros a los tacos, los nachos y la salsa?

Preguntas fundamentales a las que los americanos responderán de alguna manera votando a Clinton o a Trump.






jueves, 8 de septiembre de 2016

La muerte de la universidad americana según Chomsky

Hay cierto papanatismo en España en lo que se refiere a la universidad americana. Parte del problema es considerarla un bloque homogéneo en el que los árboles de la Ivy League y resto de las universidades de élite no dejan ver el conjunto.

Pero hay más de 3000 universidades en América de todos los gustos y colores.

Con su grandeza y sus miserias. De las luces se habla mucho pero de las sombras no tanto. Una de ellas es considerar que las universidades son empresas que se rigen por la lógica del beneficio económico. Una de sus consecuencias más indeseadas es la precarización del profesorado. Cada vez más universidades contratan profesores temporales, llamados adjuntos, fuera del sistema tenure-track. No son investigadores, no saben si van a tener clases que dar el próximo semestre, tantos alumnos enseñan, tanto ganan.

Por supuesto, esta forma de trabajar modelada por la inseguridad no atrae siempre a los mejores o a los más preparados que se dedican a otras profesiones.

Nunca he sido muy de Chomsky. Creo que sus interpretaciones acerca de la política del Tío Sam eran en muchos casos ingeniosas elucubraciones que no han envejecido demasiado bien.

Sin embargo, al describir los peligros que acechan a la universidad norteamericana no se equivoca. Vale la pena leerlo y perdón si está en inglés (Google translation ofrece una traducción mínimamente decente).

Noam Chomsky: The Death of the American University

On hiring faculty off the tenure track

That’s part of the business model. It’s the same as hiring temps in industry or what they call “associates” at Walmart, employees that aren’t owed benefits. It’s a part of a corporate business model designed to reduce labor costs and to increase labor servility. When universities become corporatized, as has been happening quite systematically over the last generation as part of the general neoliberal assault on the population, their business model means that what matters is the bottom line.
The effective owners are the trustees (or the legislature, in the case of state universities), and they want to keep costs down and make sure that labor is docile and obedient. The way to do that is, essentially, temps. Just as the hiring of temps has gone way up in the neoliberal period, you’re getting the same phenomenon in the universities.
The idea is to divide society into two groups. One group is sometimes called the “plutonomy” (a term used by Citibank when they were advising their investors on where to invest their funds), the top sector of wealth, globally but concentrated mostly in places like the United States. The other group, the rest of the population, is a “precariat,” living a precarious existence.
This idea is sometimes made quite overt. So when Alan Greenspan was testifying before Congress in 1997 on the marvels of the economy he was running, he said straight out that one of the bases for its economic success was imposing what he called “greater worker insecurity.” If workers are more insecure, that’s very “healthy” for the society, because if workers are insecure they won’t ask for wages, they won’t go on strike, they won’t call for benefits; they’ll serve the masters gladly and passively. And that’s optimal for corporations’ economic health.
At the time, everyone regarded Greenspan’s comment as very reasonable, judging by the lack of reaction and the great acclaim he enjoyed. Well, transfer that to the universities: how do you ensure “greater worker insecurity”? Crucially, by not guaranteeing employment, by keeping people hanging on a limb than can be sawed off at any time, so that they’d better shut up, take tiny salaries, and do their work; and if they get the gift of being allowed to serve under miserable conditions for another year, they should welcome it and not ask for any more.
That’s the way you keep societies efficient and healthy from the point of view of the corporations. And as universities move towards a corporate business model, precarity is exactly what is being imposed. And we’ll see more and more of it.
That’s one aspect, but there are other aspects which are also quite familiar from private industry, namely a large increase in layers of administration and bureaucracy. If you have to control people, you have to have an administrative force that does it. So in US industry even more than elsewhere, there’s layer after layer of management — a kind of economic waste, but useful for control and domination.
And the same is true in universities. In the past thirty or forty years, there’s been a very sharp increase in the proportion of administrators to faculty and students; faculty and students levels have stayed fairly level relative to one another, but the proportion of administrators have gone way up.
There’s a very good book on it by a well-known sociologist, Benjamin Ginsberg, called The Fall of the Faculty: The Rise of the All-Administrative University and Why It Matters, which describes in detail the business style of massive administration and levels of administration — and of course, very highly-paid administrators. This includes professional administrators like deans, for example, who used to be faculty members who took off for a couple of years to serve in an administrative capacity and then go back to the faculty; now they’re mostly professionals, who then have to hire sub-deans, and secretaries, and so on and so forth, a whole proliferation of structure that goes along with administrators. All of that is another aspect of the business model.
But using cheap and vulnerable labor is a business practice that goes as far back as you can trace private enterprise, and unions emerged in response. In the universities, cheap, vulnerable labor means adjuncts and graduate students. Graduate students are even more vulnerable, for obvious reasons. The idea is to transfer instruction to precarious workers, which improves discipline and control but also enables the transfer of funds to other purposes apart from education.
The costs, of course, are borne by the students and by the people who are being drawn into these vulnerable occupations. But it’s a standard feature of a business-run society to transfer costs to the people. In fact, economists tacitly cooperate in this. So, for example, suppose you find a mistake in your checking account and you call the bank to try to fix it. Well, you know what happens. You call them up, and you get a recorded message saying “We love you, here’s a menu.” Maybe the menu has what you’re looking for, maybe it doesn’t. If you happen to find the right option, you listen to some music, and every once and a while a voice comes in and says “Please stand by, we really appreciate your business,” and so on.
Finally, after some period of time, you may get a human being, who you can ask a short question to. That’s what economists call “efficiency.” By economic measures, that system reduces labor costs to the bank; of course, it imposes costs on you, and those costs are multiplied by the number of users, which can be enormous — but that’s not counted as a cost in economic calculation. And if you look over the way the society works, you find this everywhere.
So the university imposes costs on students and on faculty who are not only untenured but are maintained on a path that guarantees that they will have no security. All of this is perfectly natural within corporate business models. It’s harmful to education, but education is not their goal.
In fact, if you look back farther, it goes even deeper than that. If you go back to the early 1970s when a lot of this began, there was a lot of concern pretty much across the political spectrum over the activism of the 1960s; it’s commonly called “the time of troubles.” It was a “time of troubles” because the country was getting civilized, and that’s dangerous. People were becoming politically engaged and were trying to gain rights for groups that are called “special interests,” like women, working people, farmers, the young, the old, and so on. That led to a serious backlash, which was pretty overt.
At the liberal end of the spectrum, there’s a book called The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission, Michel Crozier, Samuel P. Huntington, Joji Watanuki , produced by the Trilateral Commission, an organization of liberal internationalists. The Carter administration was drawn almost entirely from their ranks. They were concerned with what they called “the crisis of democracy” — namely, that there’s too much democracy.
In the 1960s, there were pressures from the population, these “special interests,” to try to gain rights within the political arena, and that put too much pressure on the state. You can’t do that. There was one “special interest” that they left out, namely the corporate sector, because its interests are the “national interest”; the corporate sector is supposed to control the state, so we don’t talk about them. But the “special interests” were causing problems and they said “we have to have more moderation in democracy,” the public has to go back to being passive and apathetic.
And they were particularly concerned with schools and universities, which they said were not properly doing their job of “indoctrinating the young.” You can see from student activism (the civil rights movement, the anti-war movement, the feminist movement, the environmental movements) that the young are just not being indoctrinated properly.
Well, how do you indoctrinate the young? There are a number of ways. One way is to burden them with hopelessly heavy tuition debt. Debt is a trap, especially student debt, which is enormous, far larger than credit card debt. It’s a trap for the rest of your life because the laws are designed so that you can’t get out of it. If a business, say, gets in too much debt it can declare bankruptcy, but individuals can almost never be relieved of student debt through bankruptcy. They can even garnish social security if you default. That’s a disciplinary technique.
I don’t say that it was consciously introduced for the purpose, but it certainly has that effect. And it’s hard to argue that there’s any economic basis for it. Just take a look around the world: higher education is mostly free. In the countries with the highest education standards, let’s say Finland, which is at the top all the time, higher education is free. And in a rich, successful capitalist country like Germany, it’s free. In Mexico, a poor country, which has pretty decent education standards, considering the economic difficulties they face, it’s free.
In fact, look at the United States: if you go back to the 1940s and 1950s, higher education was pretty close to free. The GI Bill gave free education to vast numbers of people who would never have been able to go to college. It was very good for them and it was very good for the economy and the society; it was part of the reason for the high economic growth rate. Even in private colleges, education was pretty close to free.
Take me: I went to college in 1945 at an Ivy League university, University of Pennsylvania, and tuition was $100. That would be maybe $800 in today’s dollars. And it was very easy to get a scholarship, so you could live at home, work, and go to school and it didn’t cost you anything. Now it’s outrageous. I have grandchildren in college, who have to pay for their tuition and work and it’s almost impossible. For the students. that is a disciplinary technique.
And another technique of indoctrination is to cut back faculty-student contact: large classes, temporary teachers who are overburdened, who can barely survive on an adjunct salary. And since you don’t have any job security, you can’t build up a career, you can’t move on and get more. These are all techniques of discipline, indoctrination, and control.
And it’s very similar to what you’d expect in a factory, where factory workers have to be disciplined, to be obedient; they’re not supposed to play a role in, say, organizing production or determining how the workplace functions-that’s the job of management. This is now carried over to the universities. And I think it shouldn’t surprise anyone who has any experience in private enterprise, in industry; that’s the way they work….[continue reading]
This is an edited transcript (prepared by Robin J. Sowards) of remarks given by Noam Chomsky in February, 2014 to a gathering of members and allies of the Adjunct Faculty Association of the United Steelworkers in Pittsburgh, Pennsylvania.



viernes, 2 de septiembre de 2016

¿Se aburre América?

Una noche más a vueltas con Trump. Es lunes por la noche en la CNN. Pero da igual que sea martes, miércoles o jueves. Siempre Trump y siempre un único tema, la inmigración.

Dentro de un ámbito de moderación, periodistas e invitados de todos los colores y tendencias para dar su opinión acerca de las últimas declaraciones, comentarios y movimientos del magnate neoyorkino.

Tan apegado está el periodismo actual a lo nuevo, al momento, que todo resulta demasiado viejo y visto. El relato periodístico, sobre todo el televisivo, se ha convertido en un correlato más de las viejas y estereotipadas ideas de Trump y sus asesores de campaña para llamar la atención.

Por supuesto que la CNN y otras cadenas autoproclamadas “equilibradas” o incluso “progresistas” saben que dando atención, el bien más caro hoy en día, le están haciendo el juego. Lo hacen con gusto al igual que los ciudadanos convertidos en consumidores de espectáculo a sabiendas para luego tener munición para sus post en las redes sociales.

Se ha agotado lo decible sobre el personaje desde hace meses. Que sus ideas son disparatadas, anacrónicas, imposibles de llevar a la práctica, que excluye a amplias minorías imprescindibles de su masa de votantes, que no le salen las cuentas.

Sin embargo, a pesar de no haber fabricado grandes novedades, lo siguen repitiendo día tras día. Y eso que, al igual que los periodistas deportivos españoles que tratan de insuflar un átomo de emoción a una liga llena de Real Madrid Celtas y Barcelona Leganeses, se cuidan de que parezca que Trump tiene posibilidades a pesar de la amplia ventaja de Clinton. Les conviene o nos conviene a todos.

No les he escuchado preguntarse porque el Presidente de México, Peña Nieto, ha aceptado recibir a Trump después de insultar repetidamente a sus conciudadanos. Quizás, a los norteamericanos sea de la tendencia que sean ni se les pase por la cabeza que un mandatario extranjero, y más si es mexicano, no pueda recibir a un candidato a la Casa Blanca aunque sea como Trump. Les parece lógico y hasta razonable. Ahí puede estar el quid del problema.

“Quand la France s’ennuie” (Cuando la Francia se aburre) fue el título que el periodista francés de Le Monde, Pierre Viansson-Ponté, escribió para explicar que la gran causa de Mayo del 68 era que, en medio de un ambiente de estabilidad económica y política, los franceses se habían quedado sin grandes causas por las que luchar.

No es el caso se los Estados Unidos actuales donde abundan los mismos males desde hace décadas. Sin embargo, a uno le hace sospechar que justo aquellos aspectos que trazan la decadencia de América según Trump son los que mejor van últimamente: la economía crece y bien, la inmigración ilegal es bastante menor que en el pasado y el crimen ha decrecido a mínimos históricos. Sin embargo, son los que mejores réditos electorales le han dado hasta la fecha.

¿Se aburre América? Tal vez un poco.