La
modernidad ha sido anglosajona. La revolución industrial, el capitalismo, el
auge del producto interior bruto, la victoria real y moral en las dos últimas
guerras mundiales, los grandes inventos, las grandes modas, la cultura pop, las
puntocom, la venta por internet o el inglés como lengua de comunicación
indiscutida han tenido como protagonistas a Gran Bretaña y, por encima de todo,
a los Estados Unidos de América.
La conciencia del ciudadano medio (y no tan
medio) que nace, crece y se desarrolla en cualquiera de estas sociedades es que
vive en un país que se erige en una especie de modelo que es un punto de
llegada para otras sociedades que, desde su perspectiva, inevitablemente suelen
tener mayores problemas económicos y politicos.
¿Son sólo, como dice Garton Ash, los blancos menos
educados y víctimas del proceso de globalización los que apoyan el Brexit y a
Donald Trump?
Quizás
por acción, pero por omisión son muchos más. Si en el caso del Brexit, la
defensa de la UE ha sido tibia en muchos casos por los opositores, en Estados
Unidos las élites y las clases mejores educadas contribuyen a asentar el mito
de la superioridad americana.
La idea
de que América es “más y mejor” que el resto se encuentra firmemente asentada
en profesionales y progres que viven en San Francisco, Seattle, Nueva York y
que trabajan como abogados, médicos, en universidades o start ups.
Ellos
también piensan en el fondo que el sistema sanitario norteamericano es el mejor
de los posibles a pesar de sus imperfecciones y, sin ningún genero de dudas
aunque lo digan con la boca pequeña por corrección política, no les gustaría
tener un sistema que llaman socializado y que requeriría aun de más impuestos.
También
piensan que su sistema educativo y universitario, aunque carísimo y
tremendamente desigual, es el mejor posible sobre todo cuando ven que las
élites del resto del mundo luchan a codazos para mandar a sus hijos a éstas.
Se dan
cuenta de que todos los grandes modelos de negocio que han arrasado en los
últimos 15-20 años son de matriz norteamericana. Los Amazon, Google, Facebook,
Apple, Microsoft y un sinfin de etcéteras. A estas alturas, quien les va a
discutir la superioridad empresarial.
Aunque
muchos de ellos viajen a menudo fuera del país, tampoco se diferencian tanto de
los “blue collar” en sentirse a gusto en un ecosistema cultural donde el 98 por
ciento de la cultura que consumen se produce en inglés. A día de hoy, por
ejemplo, es imposible ver una serie tan exitosa como Borgen en Estados Unidos. A escritores europeos relevantes como
Cees Noteboom o Michel Houellebecq apenas los conocen incluso aquellos a quienes
interesa la literatura.
Por
supuesto, una ínfima parte de ellos es capaz ni tan siquiera de chapurrear una
lengua que no sea el inglés.
Les gusta
el individualismo (sólo en ingles la palabra yo se escribe con mayúscula [I]) y
consideran positivo, a pesar del respeto que sienten hacia otras culturas, que
el resto del mundo se mueva en esa dirección.
Es cierto
que las élites norteamericanas en muchos
casos nos resultan progresistas, simpáticas e inevitablemente cool pero en su imaginario mental una
cierta idea de superioridad anglosajona, en la que predomina la idea de que
fuera no podrán encontrarse modelos para resolver sus grandes problemas, sigue estando
presente.
Oponerse
a Trump, que pinta a una América en decadencia pero también perdonavidas a la que
el mundo le debe todo, sería más fácil con otro marco de referencia en el que
los Estados Unidos de América no sean el ecosistema por excelencia.
Bajo
estas premisas, hay riesgo real en los Estados Unidos de un Brexit pero a lo
bestia.