Una de las cosas que más llama la atención de muchos
americanos que he conocido en España es la afición de los españoles por
manifestarse en la plaza pública. En efecto, quizás porque sabemos que no siempre
ha sido posible hacerlo, las manifestaciones forman parte del ethos español como la tortilla de patata
o El Corte Inglés.
En esta época que nos ha tocado vivir, donde las
grandes acumulaciones de gente en el espacio público se producen sobre todo en
países en vías de desarrollo, la ubicuidad de las manifestaciones en España es
una prueba de que no éramos lo modernos que creíamos ser. De que la sociedad
española no había llegado al fin de la historia y los conflictos eran latentes,
de que no nos habíamos descorporeizado como sucede en las sociedades llamadas
avanzadas. Por ejemplo, en Estados Unidos donde la gente dejo de caminar por
las calles cuando se inventó el automóvil, el shopping
tampoco ya es lo que era una vez que las tiendas han pasado a ser meros
escaparates antesala de la compra por Internet tras comparar precios en un smart phone.
Ni siquiera, como plegarias colectivas que lo mismo
sirven para protestar contra la corrupción de la clase política, la
privatización de la sanidad en la Comunidad de Madrid o manifestar dolor frente
a un crimen horrendo, puede considerarse que su papel sustitutivo de los ritos
religiosos sea muy moderno en un contexto mundial de relativismo cultural en el
que la fuerza de las religiones es la norma y no la excepción. Quizás, en estos
tiempos convulsos, recitar un Padre Nuestro en voz alta acaso podría ser
considerado mucho más moderno y multicultural que gritar consignas detrás de
una pancarta.
A veces las manifestaciones en España se asemejan a
sacar a la virgen en procesión para que llueva, a un acto de una fe imposible
por una causa que debería valer la pena, porque al igual que no tenemos
noticias de Dios tampoco las tenemos de aquello que antes se denominaba los
poderes públicos.
No deja de ser curioso que Estados Unidos, el país
de los derechos civiles, el país más religioso del orbe occidental (en realidad
el único) sea el menos aficionado a las manifestaciones. De hecho, las famosas manifestaciones
que hubo en Wall Street palidecen en cantidad y calidad ante cualquier manifestación
española de ciudad de provincias y no digamos ante las de la Puerta del Sol. Y
no, la razón no es que los americanos amen el capitalismo y el statu quo sobre
todas las cosas.
El activismo estadounidense contemporáneo ha quedado
prácticamente reducido a ciberactivismo. Es un activismo en cierto modo desagregado,
de individuos distantes, individualizado si ello no supone un oxímoron. Un
activismo que en la mayoría de los casos consiste en enviar una oleada de correos
electrónicos al legislador de turno argumentando el motivo de la protesta.
Es un activismo de teléfono, tableta u ordenador
portátil, ejecutado desde la soledad de una habitación o un café. No tiene
caras, héroes, intelectuales o “pavos reales” a la cabeza de la manifestación. Cuando
muchos estados recientemente subieron las tasas de las universidades públicas a
consecuencia de los recortes presupuestarios durante la recesión, las
manifestaciones estudiantiles fueron casi testimoniales ya que los estudiantes
americanos universitarios, que por cierto votaron a Obama en su mayoría,
consideran las manifestaciones una antigualla aunque no lo digan.
La practicidad de los americanos tiene en cuenta, y
mucho, que los correos electrónicos son siempre más fáciles de contar que las
caras o los cuerpos y evitan las interminables guerras de cifras que llenan los
periódicos el día después de la manifestación. Además no cortan el tráfico y
evitan los disturbios.
El problema de este ciberactivismo es que exige un
mínimo de confianza en los gobernantes, pensar que no van a silenciar la
existencia de miles de correos electrónicos.
Puede que sí, que una imagen siga valiendo más que
mil palabras.
Está bien traída esa imagen que relaciona las manifestaciones con las procesiones. Creo que la gente sale por un acto de fe, aunque también lo hace por una desconfianza infinita en sus gobernantes. Las manifestaciones y su abuso dejan entrever las carestías del sistema democrático en España y la falta de vías para elevar las propuestas a los políticos. Habrá que darle una vuelta al sistema. un abrazo.
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