Consejos American Psique: diciembre 2013

sábado, 28 de diciembre de 2013

¿Donde está la buena educación?


Una buena educación es el nuevo fetiche, el Santo Grial del siglo XXI.

Conozco muchos padres que gastan el dinero que no tienen en mandar a sus hijos a lo que piensan es un buen colegio, que no pegan ojo si sus vástagos vienen de la escuela hablando de un profesor que ha realizado un comentario inconveniente, que vigilan 24/7 que toda actividad que realicen sus hijos sea de acuerdo a una filosofía educativa determinada o que han desterrado la televisión de las vidas de sus hijos por considerarla corrupta.

Al habitual binomio dinero y sexo en la lista de aspiraciones de las personas, se une una buena educación. Dentro de lo que hoy se considera una buena educación ya no figura la palabra cultura, de hecho la expresión ser una persona culta ha desaparecido prácticamente, sino otras como creatividad, innovación, destrezas, felicidad, capacidad emprendedora o autonomía.

Montar una empresa se considera más importante que escribir una novela, inventar un revolucionario método de pago en Internet garantiza un lugar en la historia más que pintar un cuadro, un emprendedor es más sexy que un director de cine o un neurocirujano.

No estoy de acuerdo con la profesora Ravitch en que haya que absolver un sistema educativo sólo porque aporta éxito económico e iniciativa empresarial como ella hace con el norteamericano. Nadie puede negar, y todos conocemos ejemplos de ello, que una persona relativamente poco educada con iniciativa empresarial puede ser más productiva que una persona muy educada sin esa característica.

Sin embargo, no me resigno a que mis hijos, ambos matriculados en escuelas públicas de los Estados Unidos, se graduen de cualquier universidad, incluso aunque sea de la IVY League, sin saber la diferencia entre gótico y románico o sin haber oído nunca hablar de Tiziano como sucede a menudo a muchos norteamericanos que deambulan por Europa.

Ravitch tiene su punto de razón en que hay que relativizar el informe PISA. Una prueba de matemáticas y otra de comprensión lectora a chavales de quince años tampoco constituye necesariamente una evidencia del nivel educativo de una población.  Si acaso, un pequeño indicio.

Sin embargo, las soluciones clásicas tampoco funcionan anymore.  Nada resulta más anacrónico que asociar una buena educación al alineamiento con ciertos cánones como el de Dietrich Schwanitz  en cuanto a lo que constituye una buena cultura general o el de Harold Bloom en literatura. Sociedades cada vez más plurales y relativistas los consideran vergonzosos, cuando no reaccionarios, y opuestos al ideal igualitarista que ve en ellos una peligrosa tentativa de refeudalización de la educación en las clases altas que, en una época en que  determinada educación de calidad se percibe como un bien de lujo, pueden permitirse estudiar por amor al arte sin pensar en las salidas profesionales.

Acaso tengan razón.

Cada uno tiene más o menos claro lo que es la mala educación, pero no necesariamente lo que es la buena. De la misma forma que un concepto holístico y normativo de cultura ha periclitado, nadie tiene demasiado claro, y el que lo afirme miente, lo que es una buena educación. Se mide lo que se puede. En el mundo de la educación más que en otros, no todo lo que puede medirse es lo que vale la pena o se debe medir.

El futuro consiste no tanto en saber en que consiste una población bien educada sino, como ha sucedido con otros aspectos de la vida en la era posmoderna, quizás en renunciar a hacerse esa misma pregunta.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Vapuleando el español en Estados Unidos


Me cansa escuchar sobre los triunfos del idioma español. El último informe del instituto Cervantes decía que ya es la segunda lengua más hablada del mundo y que es la segunda lengua más utilizada en Twitter.
El Instituto Cervantes, y muchos otros órganos oficiales, juegan, claro, con la trampa semántica de incluir en el concepto de lengua más hablada sólo a los nativos en una determinada lengua. Y sí, es cierto quizás que la población de los países hispanohablantes de América Latina sumada a la de España y los latinos de Estados Unidos quizás supere por poco a los habitantes de Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Reino Unido e Irlanda (seguro que no incluyen una parte relevante de la India y otros países que fueron colonias inglesas para los cuáles el inglés es como una primera lengua), aunque quizás había que incluir como anglohablantes a todos aquellos que sin ser nativos lo utilizan a diario durante bastantes horas. Y esos son muchísimos.
También otorgan una importancia desmesurada a Twitter, una red social que, digan lo que digan, sigue utilizando de forma frecuente una parte de la población siempre inferior al cinco por ciento.
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Asimismo, interesadamente, incluyen en estas cifras a todos los Fernández y González de Estados Unidos aunque al menos un tercio no hablen ni papa de español y otra parte nada desdeñable lo hable precariamente (los llamados heritage speakers que lo han escuchado hablar a sus padres en casa pero que no saben ni leerlo ni escribirlo).
Lo curioso es que, no pocos norteamericanos a los que estas cuestiones les traen sin cuidado se creen esta rumorología. Hace poco una joven doctora angloparlante me decía con seguridad, entre la resignación y la alarma, que el español ya superaba al inglés en su propio país.
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La realidad es un poco más cruda. En no pocos ámbitos, el español se considera una lengua de segunda a una diferencia importante en términos de prestigio del francés o el alemán. Es verdad que hay una sección de libros en español en las grandes librerías como Barnes and Noble y muchas otras pero habría que ver qué tipo de libros se venden.
Me sigue sorprendiendo cómo todavía uno compra CDs de determinados sellos discográficos de música clásica y la traducción al español no aparece y sí la francesa o alemana. Un detalle pequeño pero significativo.
Es cierto que hay cajeros automáticos, las revistas de las líneas aéreas, folletos, páginas web y un sinfín de documentos corporativos que se traducen al español, pero habría que ver cómo se traducen. La calidad, sin querer parecer snob y dejando muy de lado cualquier afán purista, deja mucho que desear e indica la prioridad que las organizaciones otorgan a estas tareas.
Mientras nosotros intentamos tratar entre algodones la lengua de Shakespeare, con mayor o menos éxito, en Estados Unidos las traducciones al español se dejan siempre al voluntario o al que posee unos conocimientos más o menos rudimentarios (cualquiera que viva en Estados Unidos se habrá dado cuenta de que el umbral de lo que se supone dominar una lengua extranjera baja alarmantemente) cuando no directamente a Google Translation.
Y de lo dicho, permítaseme utilizar como botón de muestra estas dos señales de tráfico ubicadas en el aparcamiento anexo al edificio de inmigración en una ciudad en la que la mayoría de la población que pasa por los alrededores es, al menos teóricamente, hispanohablante. Este tipo de ejemplos son abundantes.
A los que piensen que este tipo de anomalías no denotan sino la pujanza de nuestro idioma que evoluciona en forma de Spanglish, yo les diría que el Spanglish es otra cosa. Su fuerza radica en la naturalidad y la anarquía con que se fusionan dos lenguas para crear algo distinto pero con una base común, no en una de ellas maltratada a costa de la otra.
O así lo veo yo.

lunes, 9 de diciembre de 2013

La verdadera epidemia norteamericana


Se habla mucho de la epidemia de obesidad que afecta a los países industrializados, especialmente Norteamérica. Se piensa menos en una epidemia acaso más importante, la epidemia de la soledad.
Ahora que llega la navidad, quizás se ponga de moda hablar de la soledad por unos días.
Un reciente artículo del periódico canadiense más importante, The Globe and Mail, daba datos concluyentes al respecto. Un cuarto de los canadienses confiesan sentirse solos y dos estudios realizados en Estados Unidos hablan de que el 40% de los estadounidenses padecen de soledad indeseada. Pero la soledad es un mal que no solo afecta a la gente mayor como siempre se dice, en una encuesta realizada a 34.000 universitarios canadienses, dos tercios decían experimentar sentimientos de soledad a diario.
En The narcissism epidemic. Living in the age of entitlement, sus autores, Jean Twenge and Keith Campbell, señalaban que los americanos tienen cada vez menos amigos, dos de media cuando en los años 60 eran tres, o que cada vez menos gente invita a sus amigos a sus casas como solía ser costumbre.
Es bien sabido que la soledad suele venir acompañada de una mayor fragilidad del sistema inmunológico y una esperanza de vida más corta.
Los medios sociales no dejan de ser una trampa semántica, ya que una mayoría de gente que dice experimentar soledad suele estar conectada constantemente pero sus sentimientos son ambiguos al respecto, ya que les provoca un sentimiento de frustración más que otra cosa, de estar asistiendo a un festín del que no son plenos partícipes.
Mientras tanto, numerosas palabras y clichés se han puesto de moda. Vivimos en la era del networking, de la conexión, de las relaciones, del conocimiento compartido, del esfuerzo colaborativo y ese tipo de soniquetes.
Sabemos que no es así. Muchas veces en el yo te sigo-tu me sigues no hay más que mero narcisismo numérico, formar parte de las redes de otros no implica apenas afecto o conocimiento con respecto a esa otra persona, ser friend no llega ni de lejos a lo que en otro tiempo se consideraba un mero conocido, hacer networking empieza a devaluarse y ya apenas implica intercambiar una tarjeta de visita sin contenido substancial de por medio o un mensaje automatizado de Linkedin.
Mis estudiantes me invitan a menudo a formar parte de sus redes, pero casi nunca incluyen un mensaje personalizado o que indique que estaban pensando específicamente en mí a la hora de contactarme. Siempre les insisto en que hay que aportar algo más, especialmente en una época en que establecer una relación supone tan poco sacrificio.
Relacionarse, comunicarse de esta manera está a años luz de las emociones que suscita el anuncio navideño de turrones El almendro.
Es curioso, pero cada vez escucho a más de mis estudiantes decir que quieren estudiar comunicación porque les gusta la gente o quieren mostrarse más sociales. Estudiar profesiones en las que hay que interactuar con otros está de moda. Ser camarero o barista de repente adquiere un prestigio, un matiz que no tenían estas profesiones en el pasado, da la posibilidad de tener un contacto humano, de forjar relaciones.
Un bien cada vez más codiciado estos días.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

En defensa de Amazon


Que quede claro, no tengo ningún interés personal o comercial en que a Amazon le vaya bien. No tengo ni tíos ni familiares medianamente lejanos que trabajen ahí.
Pero me sigue sorprendiendo que en un mundo en el que, querámoslo o no, la mayoría de la gente establece una conexión con la realidad a través de las marcas, en España se sea tan pacato al hablar abiertamente de ellas en las tribunas públicas. Halagar desinteresadamente al que lo hace bien le pone a uno bajo sospecha.
Está de moda meterse con Amazon. Si uno no se mete con Amazon parece que no es un amante de los libros, que no le gusta que haya librerías en las ciudades, que los autores reciban una justa compensación, que se trate bien a los empleados que trabajan en los almacenes o que haya una sana competencia.
Resulta que antes de que apareciera Amazon, todo funcionaba bien. Las ciudades españolas estaban llenas de encantadoras librerías en las que los libreros eran reencarnaciones de Simone de Beauvoir o Jean Paul Sartre y uno siempre acababa llevándose a casa una obra maestra sobre la que más tarde debatía largo y tendido con ese exquisito librero de toda la vida.
Vamos a ver, lo que yo recuerdo, con excepción de algunas librerías excepcionales que en su mayoría siguen funcionando y a las que sigo acudiendo, es que la mayoría de las veces que iba buscando un libro en concreto, casi nunca lo encontraba porque no lo tenían o estaba descatalogado. Recuerdo sitios pequeños e incómodos en los que uno apenas podía moverse, lugares transformados en meras oficinas de pedidos en las que a uno siempre acababan diciéndole "si quiere se lo podemos encargar" y que siempre estaban cerrados los sábados por la tarde o los domingos que es cuando uno de verdad tiene tiempo para estas cosas. En los sitios que más libros venden como la FNAC, la Casa del Libro o El Corte Inglés ya hace mucho tiempo que la cultura la despachan a estilo supermercado y los empleados se han transformado en meros reponedores que llevan la expresión de agobio en la cara.
No dudo de que lo que cuentan los periódicos acerca del trato que reciben los almaceneros de Amazon en países como Estados Unidos o Alemania sea cierto acerca de la disciplina ignominiosa a la que se los somete, pero no hace falta irse tan lejos. Sólo basta preguntar a las personas que trabajan en Carrefour, a las cajeras del Mercadona, de Zara y de casi cualquier empresa del sector servicios cara al público en qué condiciones se desenvuelve su trabajo diario en el que tienen que comportarse como máquinas durante 8 horas al día por 800 euros. Cuántas veces, como cliente, sale uno pensando este tipo de cosas cuando no ha recibido la atención que uno espera en este tipo de comercios. Hay que denunciar las malas prácticas laborales, sí, pero en todos por igual y no solo en aquellos de los que no se esperan ingresos publicitarios.
Lo cierto es que en una época en el que la reducción de costes se impone siempre a la prestación de un mejor servicio (la gente se pasa la vida esperando a que les atienda un operador al teléfono, aguardando en colas a que les despachen un sandwich a precio de oro sin que apenas les miren, estresados metiendo la comida en las bolsas al hacer la compra en el supermercado tratando siempre infructuosamente de seguir el ritmo del cajero, echándose ellos mismos la gasolina, etc...), Amazon es una de las pocas empresas que sirven a un público masivo basándose en un paradigma que, al menos como cliente, nunca transmite rapacería.
No debe ser tan mala una empresa que realiza los envíos de una cantidad casi infinita de productos siempre en la fecha indicada y en buen estado; con la que uno se conecta un sábado por la noche para realizar una petición y recibe una respuesta ese mismo sábado por la noche con una promesa que siempre se cumple; en la que uno realiza una transacción por error y es subsanada casi al instante ofreciendo una compensación bastante generosa.
Decir, como hace Marc Fumaroli, que Amazon no paga impuestos es contar la mitad de la historia, si esa reducción de costes se traslada al cliente, que somos todos, en forma de mejores precios y servicio.
Un pecado, por lo visto, y de lo que deben avergonzarse los usuarios que no pueden permitirse las pequeñas y exquisitas boutiques de cualquier producto que constituyen el nuevo ideal de consumo de las clases medias-altas.