Consejos American Psique: enero 2014

martes, 28 de enero de 2014

Irse o quedarse


Es alarmante que, a pesar de la falta de perspectivas, todavía la mitad de los jóvenes estén dispuestos a permanecer en España a cualquier precio. Se que hay quien se congratula de ello (alguien se tendrá que quedar a sacar esto adelante, dicen). Hay bastante gente que se alegra de que mucha de la gente que está saliendo fueron inmigrantes que adquirieron la nacionalidad española y no nacidos en España. Hay un orgullo patrio algo casposo en eso de pensar que son “otros” los que emigran.

A mi, personalmente, me da pena porque pienso que emigrar al extranjero en este mundo global que nos ha tocado vivir es el equivalente contemporáneo al tránsito de los pueblos a la ciudad que se dio en la España de los 60. Tiene buenas consecuencias para los que emigran así como para el propio país.

Salvando las distancias espacio-temporales, quedarse es trabajar de sol a sol en la era o a la huerta todos los días de la semana, comer cocido aunque haga calor y no disfrutar nunca de vacaciones pagadas.

Irse es trabajar en una fábrica, almorzar un menu del día o en el comedor de la empresa y tener vacaciones pagadas en verano.

Quedarse es la película de Los santos inocentes.

Irse es la serie Cuéntame lo que pasó.

Quedarse es el Nodo.

Irse son los Juegos Olímpicos y el mundial de fútbol en directo.

Quedarse es escuchar el consultorio de Elena Francis o los partidos radiados por Matías Prats, ir a ver la televisión por la noche en casa del rico del pueblo hasta que tiene que echar a los visitantes porque se va a acostar o se anuncia la carta de ajuste.

Irse es el periódico los domingos, comprarse una televisión propia en blanco y negro o ir una vez por semana a los cines de sesión continua en la Avenida de San Diego, la Calle Alcalá o la avenida Meridiana en Barcelona.

Quedarse es ir en un carro con mulas al pueblo de al lado o tres montados en una moto.

Irse es tener un seiscientos para viajar a Benidorm.

Quedarse es estar con los amigos de toda la vida y casarse con una chica del pueblo con la que uno se toma una gaseosa en la plaza del pueblo.

Irse es conocer gente nueva en el barrio o en el trabajo, que el de Lugo se eche una novia de Almería y salir un domingo por el Retiro a la Casa de Fieras o a una boite.

Quedarse es misa dominical, en latín, la ropa de los domingos, un Dios irascible que te contempla en todo momento y te castiga o castigará por tus acciones u omisiones.

Irse es una parroquia de barrio, canciones de guitarra adaptadas de melodías de Bob Dylan, el Concilio Vaticano II o darte cuenta un día de que Dios no existe.

Quedarse es la matanza por San Martín, el veranillo de San Miguel o en Abril aguas mil.

Irse son las rebajas, el fútbol los domingos, los Oscars, el día de San Valentín.

Quedarse es el suelo de terrazo, las sillas de madera o mimbre, el calor de la lumbre, salir a mear al baño del corral, el frío que invade las habitaciones y se cuela por el quicio de las puertas cuando cae la noche.

Irse es el sofa de escay, el cuadro de caza, el parquet, la nevera, el bidet y, con un poco de suerte, la calefacción central.

El Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Singapur…

Ancha es Castilla.

lunes, 20 de enero de 2014

Tomarse en serio el periodismo


Es indudable que la profesión periodística ha perdido parte del aura que tenía en el pasado. Al menos en Estados Unidos, las aulas de periodismo se vacían poco a poco y los programas cada vez más precisan de respiración asistida. Les empieza a pasar un poco como a las actividades culturales, que en una mayoría de los casos son deficitarias por antonomasia.
Los futuros periodistas del pasado se pasan en masa a las relaciones públicas, la comunicación corporativa o a lo que eufemísticamente se llama creación de contenidos que igual sirve para designar a quien escribe sobre hoteles en la página web de Expedia que a quien se dedica a escribir tuits bajo el nombre de algún famoso.
Y es que leer el periódico de papel comienza a generar problemas de imagen a algunos. Conozco profesores de periodismo que se cuidan muy mucho de que sus alumnos, que en general consumen poca información que no tenga que ver con el deporte o la industria del entretenimiento, les vean leer un periódico de papel, para no parecer dinosaurios.
Incluso los que le denuestan por cómo Amazon se está adueñando de la industria editorial, miran a Jeff Bezos con esperanza, o al menos con curiosidad para cambiar este estado de cosas. Me cuentan que el editor de The Washington Post, después mantener algunos encuentros con él, manifiesta algunas discrepancias, por decirlo suavemente. No es el caso de los que trabajan en el área tecnológica del periódico en el cual Bezos está realizando ingentes inversiones con la intención de vender servicios a otras empresas informativas. Algo importante se está cociendo.
Lo que sí parece claro es que el modelo de consumo informativo, todavía vigente en plataformas digitales y diarios impresos, de tener que pagar una cantidad fija por una información o entretenimiento que no se consume, va a periclitar. O así lo espero. Yo mismo me doy de alta y de baja varias veces durante la temporada del servicio de televisión por cable que me obliga a pagar 70 dólares al mes por decenas de canales que ni veo ni me interesan.
Sin embargo, nadie puede negar que el periodismo debe seguir siendo una de las piezas angulares tanto de la sociedad (la famosa frase de Jefferson de "prefiero unos periódicos sin gobierno a un Gobierno sin periódicos" sigue más vigente que nunca) de intereses cada vez más fragmentados por mucha red social que valga.
La sociedad civil actual es probablemente más poderosa que nunca en la historia pero se trata de un poder tan diluido que hace difícil el que los cambios se materialicen como de alguna manera atestigua el llamado movimiento 15-M. La gente se siente cada vez menos representada por los partidos percibidos como oligarquías, lo que se dice en Internet tiene importancia y puede servir para arrejuntarse en la plaza pública pero hay una excesiva atomización de las fuentes que impide articular alternativas concretas.
En España, los medios de comunicación siempre han estado demasiado polarizados como para desempeñar el papel de watchdog (perros guardianes) de los desmanes del poder con la credibilidad de la sociedad en su conjunto como sucede en los países anglosajones. Sin embargo, sí son eficaces a la hora de surtir de argumentos a las redes sociales y mantener vivo el sentimiento de ciudadanía, de interés por el bien común. La SER durante el 11-M o la COPE en lo relativo a la negociación del Gobierno con ETA contribuyeron a despertar a una adormecida ciudadanía aunque a costa, eso sí, de una fuerte subida de la tensión social.
Sin embargo, lo cierto es que las empresas informativas cada vez hacen más méritos para que se les tome menos en serio. Sería interesante que algún estudiante de doctorado de alguna facultad de ciencias de la información española realizará algún estudio cuantitativo acerca del incremento del número de noticias, blogs y reportajes fotográficos en las webs de los diarios antaño denominado serios que tienen como eje noticioso determinados argumentos como por ejemplo el denominado lookism o valoración de las personas en función de su aspecto físico, las confidencias sexuales, los álbumes de fotos de famosos, el sibaritismo gastronómico o la apología de determinado estilo de vida basado en la adquisición de productos para forjar una determinada identidad.
También habría que hablar algún día de cómo se concilia la defensa del interés público y, en teoría, de los intereses de los más necesitados y al mismo tiempo la promoción a marchamartillo, no necesariamente en las páginas de publicidad, de hoteles rurales de 300 euros la noche o de eau de colognes a 90 euros.
Hay evidencias de que incluso antes de internet, el mundo del periodismo ya no se estaba tomando demasiado en serio el periodismo.

domingo, 12 de enero de 2014

La narrativa de la izquierda norteamericana


El término narrative, en español narrativa, conoce una popularidad sin límites en Norteamérica. Lo utiliza todo el mundo: el universitario, el taxista, el adolescente o el barista. No viene a ser sino un remedo un poco más culto, más moderno, de la tradicionalstory. A los americanos les gusta preguntar sin ambages cuál es tu historia o cuál es la historia de tu organización. Suelen bastar tres palabras clave para exponer qué es lo que hace a uno o a su empresa diferente, memorable.
Bajando al terreno de la política, puede decirse que el partido demócrata ha tenido más éxito imponiendo su narrativa incluso antes de que ganara Obama. Para una gran parte de la población, los demócratas pasan por ser el partido de los emprendedores, los que promueven el desarrollo económico, de la gente educada y culta, de los pijos con conciencia social, de las minorías (ya no tan minoritarias, todo hay que decirlo), los cosmopolitas y de los que pagan más impuestos para que se beneficie, paradójicamente, mucha de la gente que no les ve con buenos ojos.
En cambio, una buena parte del electorado republicano actual es identificado como compuesto por americanos blancos, de clase media baja, menos educados que los demócratas y, curiosamente, más dependientes de los subsidios de cuya existencia no dejan de quejarse. Muchos de ellos no son necesariamente religiosos pero sí les une la desconfianza hacia el Estado pero un mayor valor a la idea de nación.
En España todo es un poco más simple y las percepciones, ciertas o no, siguen moviéndose en los esquemas tradicionales de la existencia de clase. Los socialistas serían el partido de los artistas, la gente de la cultura pero también los menos boyantes, los pensionistas, los curritos y los desempleados. Malos creando riqueza pero algo mejores redistribuyéndola que el PP. Últimamente, mucha gente les identificaría más con los derechos de los gais y las mujeres. A diferencia de los demócratas, el progresismo español dista bastante de resultar atractivo a las capas más dinámicas de la sociedad y a los empresarios no movidos por motivaciones clientelistas que lo ven enemigo de la meritocracia.
En oposición, el PP seguiría siendo percibido como un partido un tanto carca, de mal gusto en cuestiones estéticas o culturales, menos avergonzado de la idea de España, mejor administrador aunque tampoco muy eficiente en crear riqueza más allá de los viejos patrones de aconsejar moderación salarial para crear empleos mal pagados y siempre preocupado por mantener los privilegios de los beneficiarios de toda la vida, es decir, la iglesia y el gran capital como se decía antes. En lo que se refiere a cultivo del clientelismo y la corrupción, no sale mucho mejor parado que sus oponentes de la izquierda. Algunos de sus dirigentes tratarían, siempre infructuosamente, de quitarse de encima la caspa haciéndose los simpáticos y los modernos pero sin credibilidad alguna.
La izquierda tendría ahora una muy buena oportunidad de conseguir lo que Blair o Clinton lograron en sus respectivos países hace más de una década. Ello requiere, todo hay que decirlo, que pasen de ver su papel en la sociedad como meros administradores deallocations (es decir, de los ingresos de los impuestos) a facilitadores que contribuyan a la generación de revenues o emolumentos que la sociedad produce en su conjunto gracias a la libre iniciativa. Lo que hicieron Schroeder, Clinton y Blair con éxito desmontando ciertas estructuras del Estado que habían quedado obsoletas.
El futuro de las personas debería pasar por proveerles de los instrumentos y conocimiento para tomar las riendas de su destino, no por garantizarles unos subsidios cada vez peores que lo único que hacen es aumentar el resentimiento de las clases activas. No podemos conformarnos con decir a los cuatro o cinco millones de parados que su futuro va a ser de escasos subsidios, trabajo cíclico y un proyecto vital cuando menos endeble.
El PP no ha hecho las reformas que se refieren en un montón de temas empezando por la Administración que está pendiente. No lo va a hacer porque no tiene coraje y ahí existe una oportunidad de construir una narrativa nueva, que responda a los nuevos retos.
Pero una nueva narrativa requiere un cambio de paradigma. Al igual que se hizo en los años 80 con la reconversión industrial, es la hora de reformar el sector público y abrir los partidos a la sociedad. Así, a bote pronto, es hora de atraer a la política a personajes sobresalientes de la empresa privada, es hora de que en España ser funcionario deje de equivaler a tener el trabajo garantizado de por vida, de promover el espíritu empresarial en las escuelas, de que los jóvenes reciban apoyo financiero para estudiar que luego puedan devolver cuando sean productivos, de que la gestión de las universidades se profesionalice y de que primen las razones de funcionalidad sobre las identitarias en la configuración de las Administraciones públicas.
Demasiado para Gálvez, tal vez.

martes, 7 de enero de 2014

Notas infladas en Harvard


Aunque puede parecer lo contrario, en realidad en España se le presta muy poca atención a debatir sobre educación en la esfera pública. Apenas nos referimos a ella cuando se publica una nueva edición de los resultados del informe PISA o del ranking de universidades de la universidad de Shangai.
Nos preocupa la educación no de manera intrínseca sino simplemente cuando nos comparamos con otros. Siempre me ha llamado la atención lo superficial (por no decir paupérrimo) que es la discusión de cuestiones educativas en los congresos españoles de los partidos en comparación, por ejemplo, de lo que sucede en las convenciones de los partidos británicos o estadounidenses donde se dedica muchas horas a debatir sobre estos temas trayendo incluso expertos independientes. Todavía recuerdo aquella campaña electoral en que la propuesta educativa de uno de los dos partidos mayoritarios consistía en costear un ordenador por alumno.
Uno de los temas que más se debaten estos días, y yo diría siempre, en el mundo académico de EEUU es la denominada inflación de notas. Sacar el equivalente a un notable o sobresaliente es lo normal. En determinadas universidades punteras, como Harvard, la nota media más frecuente es una A, es decir, un 10, siendo una A- la nota media del alumnado.
Hay razones de orden cultural y también funcional que explican esta inflación de notas. La sociedad estadounidense es, por naturaleza, hiperbólica, optimista, adicta al refuerzo positivo o al epíteto laudatorio. En las universidades, los colleges, los departamentos se hacen muchas menciones y se dan muchos premios, algunos merecidos, otros muchos no tanto. De hecho, los curriculums suelen tener una sección titulada Premios. En España pasa un poco lo contrario, somos sumamente rácanos a la hora de reconocer el mérito ajeno.
A la inflación de notas también contribuye la propia gestión de los centros educativos de EEUU concebidos como máquinas de generar éxito. En un panorama altamente competitivo donde las universidades luchan por atraer a cada alumno, los estudiantes tienen la sartén por el mango. Lograr notas altas se identifica con éxito, éxito de la universidad, del departamento, del profesor y de los alumnos. A las universidades les encanta airear este tipo de estadísticas. Un guarismo elevado, a ser posible con decimales, aporta una matiz de rigor, exactitud.
La situación general es que otorgar notas bajas pone al profesor en una circunstancia difícil y al alumno de determinados centros en desventajas frente a otros más generosos.
En las universidades de élite, como Harvard, todo el mundo saca sobresalientes y se justifica diciendo que es la prueba palpable de una exigente selección de alumnos acostumbrados a aspirar a lo máximo. Otro tipo de política de calificaciones distraería al alumnado de aprender, se dice, de educarse, que es lo principal.
No todo el mundo está de acuerdo, por supuesto, como Harvey C. Mansfield, profesor de ciencias políticas en Harvard durante más de cinco décadas que opta por dar a la mayoría de sus estudiantes sobresalientes en público, para no perjudicarles, y una segunda nota, la de verdad, en privado para que de verdad sepan la nota que se merecen.
En España este parece ser un tema ausente del debate académico. Quizás porque el estudiante no tiene el mismo estatus que el norteamericano o también puede ser porque las notas, los méritos académicos o en qué universidad uno se graduó siguen sin importarnos un carajo.