Consejos American Psique: izquierda
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sábado, 17 de enero de 2015

Progresismo de élite


San Francisco pasa por ser la cuna del progresismo y de los derechos civiles en Estados Unidos. A un paso de Berkeley, varias de sus principales arterias tienen nombres de famosos activistas como César Chávez o Martin Luther King. En su famoso barrio gay, Castro, acaso el más famoso del mundo y espejo en el que se miran muchos de los demás, hoy día luce una bandera arcoiris de proporciones muy similares a la criticada bandera española de la Plaza de Colón.
Sus habitantes son cosmopolitas, educados, de mentalidad abierta, de multiples orígenes. De hecho, se dice que el área de la bahía de San Francisco es quizás la region más diversa del mundo. Para más inri, el clima es estupendo, tiene una relativamente corta pero rica historia y cada uno de sus barrios puede decirse que tiene personalidad propia.
Sin embargo, en San Francisco, donde una casa de un dormitorio cuesta como media unos 600.000 dólares y alquilar un apartamento similar de 3.000 dólares para arriba, solo un puñado de elegidos puede sostener una familia. Profesores universitarios o de cualquier otro tipo, bomberos, policías con salarios cercanos a los 100.000 dólares viven en una relativa situación de pobreza y se ven obligados a poner millas de por medio o recurrir a pisos de precio semitasado para poder vivir. Por lo visto, la única forma de aguantar con un poco de dignidad los embates de los hipsters de la tecnología que trabajan en Firefox, Google o Twitter.
Qué se le va a hacer, cansados de vivir en suburbios sin personalidad alrededor de San José, se ha puesto de moda entre ellos vivir en la ciudad aunque muchos de ellos paguen 4.000 o 5.000 dólares al mes por un (buen) apartamento.
En una ciudad tan chic, quedan pocos barrios por gentrificar, pero uno de los pocos que quedaban, Mission District o el barrio hispano, sufre estos días un proceso de encarecimiento que está haciendo que las familias mexicanas o salvadoreñas dejen paso a seudojóvenes generalmente pálidos, de barba desaliñada que visten ropa de American Appareil y hacen cola para tomar el brunch en su restaurante favorito. Si hablas con ellos son buenos tipos, relajados, francos, quizás demasiado autoindulgentes y pendientes de proyectar una determinada imagen, pero abiertos de mente y creyentes en algo que se parece a eso que se llama justicia social. El barrio está cambiando de una forma civilizada, elegante, actual, suave, con alguna protesta pero nada extraordinario.
Ambos, los hipster y las familias hispanas que poco a poco se mudan a poblaciones que se encuentran a 40 o 50 millas de allí votan en su mayoría al partido demócrata y tienen valores parecidos en lo que se refiere a los derechos civiles e incluso similares nociones acerca de la justicia social (aunque es indudable que muchas familias hispanas son todavía consideradas como muy tradicionales por los trabajadores de Silicon Valley). Esa comunidad de intereses no evita que unos lleguen y al mismo tiempo los otros se vayan para dejar sitio. Cambio, renovación, como la vida misma.
 En España, debido a la rigidez de la estructuras sociales, los procesos de gentrificación son lentos o no acaban de culminarse nunca. Por fortuna, podría decirse.
Sin embargo, el fenómeno de Podemos demuestra que cada vez hay una sima más grande entre los progresistas que podríamos llamar de primera, que adaptándonos a las coordenadas que impone la precariedad española podríamos decir que son aquellos que tienen un trabajo, una casa en propiedad y un proyecto vital más o menos sólido, y el resto, muchos de ellos jóvenes pero no solo, cansados de esperar y a los que solo mantiene conectados al sistema la cultura del low cost.
Los primeros, cada vez menos, seguirán votando socialista; muchos de los segundos, que lógicamente quieren algo distinto porque piensan con algo de razón que no tienen nada que perder votarán a Podemos.
Demasiadas diferencias, demasiadas expectativas distintas para seguir siendo compañeros de viaje.

domingo, 12 de enero de 2014

La narrativa de la izquierda norteamericana


El término narrative, en español narrativa, conoce una popularidad sin límites en Norteamérica. Lo utiliza todo el mundo: el universitario, el taxista, el adolescente o el barista. No viene a ser sino un remedo un poco más culto, más moderno, de la tradicionalstory. A los americanos les gusta preguntar sin ambages cuál es tu historia o cuál es la historia de tu organización. Suelen bastar tres palabras clave para exponer qué es lo que hace a uno o a su empresa diferente, memorable.
Bajando al terreno de la política, puede decirse que el partido demócrata ha tenido más éxito imponiendo su narrativa incluso antes de que ganara Obama. Para una gran parte de la población, los demócratas pasan por ser el partido de los emprendedores, los que promueven el desarrollo económico, de la gente educada y culta, de los pijos con conciencia social, de las minorías (ya no tan minoritarias, todo hay que decirlo), los cosmopolitas y de los que pagan más impuestos para que se beneficie, paradójicamente, mucha de la gente que no les ve con buenos ojos.
En cambio, una buena parte del electorado republicano actual es identificado como compuesto por americanos blancos, de clase media baja, menos educados que los demócratas y, curiosamente, más dependientes de los subsidios de cuya existencia no dejan de quejarse. Muchos de ellos no son necesariamente religiosos pero sí les une la desconfianza hacia el Estado pero un mayor valor a la idea de nación.
En España todo es un poco más simple y las percepciones, ciertas o no, siguen moviéndose en los esquemas tradicionales de la existencia de clase. Los socialistas serían el partido de los artistas, la gente de la cultura pero también los menos boyantes, los pensionistas, los curritos y los desempleados. Malos creando riqueza pero algo mejores redistribuyéndola que el PP. Últimamente, mucha gente les identificaría más con los derechos de los gais y las mujeres. A diferencia de los demócratas, el progresismo español dista bastante de resultar atractivo a las capas más dinámicas de la sociedad y a los empresarios no movidos por motivaciones clientelistas que lo ven enemigo de la meritocracia.
En oposición, el PP seguiría siendo percibido como un partido un tanto carca, de mal gusto en cuestiones estéticas o culturales, menos avergonzado de la idea de España, mejor administrador aunque tampoco muy eficiente en crear riqueza más allá de los viejos patrones de aconsejar moderación salarial para crear empleos mal pagados y siempre preocupado por mantener los privilegios de los beneficiarios de toda la vida, es decir, la iglesia y el gran capital como se decía antes. En lo que se refiere a cultivo del clientelismo y la corrupción, no sale mucho mejor parado que sus oponentes de la izquierda. Algunos de sus dirigentes tratarían, siempre infructuosamente, de quitarse de encima la caspa haciéndose los simpáticos y los modernos pero sin credibilidad alguna.
La izquierda tendría ahora una muy buena oportunidad de conseguir lo que Blair o Clinton lograron en sus respectivos países hace más de una década. Ello requiere, todo hay que decirlo, que pasen de ver su papel en la sociedad como meros administradores deallocations (es decir, de los ingresos de los impuestos) a facilitadores que contribuyan a la generación de revenues o emolumentos que la sociedad produce en su conjunto gracias a la libre iniciativa. Lo que hicieron Schroeder, Clinton y Blair con éxito desmontando ciertas estructuras del Estado que habían quedado obsoletas.
El futuro de las personas debería pasar por proveerles de los instrumentos y conocimiento para tomar las riendas de su destino, no por garantizarles unos subsidios cada vez peores que lo único que hacen es aumentar el resentimiento de las clases activas. No podemos conformarnos con decir a los cuatro o cinco millones de parados que su futuro va a ser de escasos subsidios, trabajo cíclico y un proyecto vital cuando menos endeble.
El PP no ha hecho las reformas que se refieren en un montón de temas empezando por la Administración que está pendiente. No lo va a hacer porque no tiene coraje y ahí existe una oportunidad de construir una narrativa nueva, que responda a los nuevos retos.
Pero una nueva narrativa requiere un cambio de paradigma. Al igual que se hizo en los años 80 con la reconversión industrial, es la hora de reformar el sector público y abrir los partidos a la sociedad. Así, a bote pronto, es hora de atraer a la política a personajes sobresalientes de la empresa privada, es hora de que en España ser funcionario deje de equivaler a tener el trabajo garantizado de por vida, de promover el espíritu empresarial en las escuelas, de que los jóvenes reciban apoyo financiero para estudiar que luego puedan devolver cuando sean productivos, de que la gestión de las universidades se profesionalice y de que primen las razones de funcionalidad sobre las identitarias en la configuración de las Administraciones públicas.
Demasiado para Gálvez, tal vez.