San
Francisco pasa por ser la cuna del progresismo y de los derechos civiles en
Estados Unidos. A un paso de Berkeley, varias de sus principales arterias
tienen nombres de famosos activistas como César Chávez o Martin Luther King. En
su famoso barrio gay, Castro, acaso el más famoso del mundo y espejo en el que
se miran muchos de los demás, hoy día luce una bandera arcoiris de proporciones
muy similares a la criticada bandera española de la Plaza de Colón.
Sus
habitantes son cosmopolitas, educados, de mentalidad abierta, de multiples
orígenes. De hecho, se dice que el área de la bahía de San Francisco es quizás
la region más diversa del mundo. Para más inri, el clima es estupendo, tiene
una relativamente corta pero rica historia y cada uno de sus barrios puede
decirse que tiene personalidad propia.
Sin
embargo, en San Francisco, donde una casa de un dormitorio cuesta como media
unos 600.000 dólares y alquilar un apartamento similar de 3.000 dólares para
arriba, solo un puñado de elegidos puede sostener una familia. Profesores
universitarios o de cualquier otro tipo, bomberos, policías con salarios
cercanos a los 100.000 dólares viven en una relativa situación de pobreza y se
ven obligados a poner millas de por medio o recurrir a pisos de precio
semitasado para poder vivir. Por lo visto, la única forma de aguantar con un
poco de dignidad los embates de los hipsters de la tecnología que trabajan en
Firefox, Google o Twitter.
Qué
se le va a hacer, cansados de vivir en suburbios sin personalidad alrededor de
San José, se ha puesto de moda entre ellos vivir en la ciudad aunque muchos de
ellos paguen 4.000 o 5.000 dólares al mes por un (buen) apartamento.
En
una ciudad tan chic, quedan pocos barrios por gentrificar, pero uno de los pocos que quedaban, Mission District o el barrio hispano,
sufre estos días un proceso de encarecimiento que está haciendo que las
familias mexicanas o salvadoreñas dejen paso a seudojóvenes generalmente
pálidos, de barba desaliñada que visten ropa de American Appareil y hacen cola
para tomar el brunch en su
restaurante favorito. Si hablas con ellos son buenos tipos, relajados, francos,
quizás demasiado autoindulgentes y pendientes de proyectar una determinada
imagen, pero abiertos de mente y creyentes en algo que se parece a eso que se
llama justicia social. El barrio está cambiando de una forma civilizada,
elegante, actual, suave, con alguna protesta pero nada extraordinario.
Ambos,
los hipster y las familias hispanas que poco a poco se mudan a poblaciones que
se encuentran a 40 o 50 millas de allí votan en su mayoría al partido demócrata
y tienen valores parecidos en lo que se refiere a los derechos civiles e
incluso similares nociones acerca de la justicia social (aunque es indudable
que muchas familias hispanas son todavía consideradas como muy tradicionales
por los trabajadores de Silicon Valley). Esa comunidad de intereses no evita
que unos lleguen y al mismo tiempo los otros se vayan para dejar sitio. Cambio,
renovación, como la vida misma.
En
España, debido a la rigidez de la estructuras sociales, los procesos de gentrificación son lentos o no acaban de
culminarse nunca. Por fortuna, podría decirse.
Sin
embargo, el fenómeno de Podemos demuestra que cada vez hay una sima más grande
entre los progresistas que podríamos llamar de primera, que adaptándonos a las
coordenadas que impone la precariedad española podríamos decir que son aquellos
que tienen un trabajo, una casa en propiedad y un proyecto vital más o menos
sólido, y el resto, muchos de ellos jóvenes pero no solo, cansados de esperar y
a los que solo mantiene conectados al sistema la cultura del low cost.
Los
primeros, cada vez menos, seguirán votando socialista; muchos de los segundos,
que lógicamente quieren algo distinto porque piensan con algo de razón que no
tienen nada que perder votarán a Podemos.
Demasiadas
diferencias, demasiadas expectativas distintas para seguir siendo compañeros de
viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario