Viajar se ha convertido en el gran fetiche contemporáneo. A
ver quien es el guapo que dice que no le gusta. Pasará por loco, estúpido o las
dos cosas a la vez.
Porque si no no se entiende que nuestros codiciados días de
vacaciones los pasemos esperando colas interminables para facturar el equipaje,
devanándonos los sesos para entender porque las maquinitas no acaban de emitir
nuestra tarjeta de embarque, aguantando sin pestañear los habituales retrasos,
preguntas impertinentes de funcionarios de seguridad, despojándonos de nuestras
ropas y complementos en tiempo récord, sometidos a sobeteos o a radiaciones
innecesarias, pagando precios abusivos por un sandwich o una ensalada, soportando los gritos o malas caras de los
auxiliares de vuelo por no seguir las instrucciones correctamente, o resignados
a comer alimentos de mala calidad embutidos en incómodos y apretados sillones.
Y por si eso fuera poco, si tenemos un problema o un
malentendido antes o después del viaje debemos pasar el purgatorio de esperas
interminables al otro lado del teléfono escuchando melodías abominables antes
de que nos atienda un operario robotizado.
Si, viajar se ha convertido en un gran suplicio pero lo
cierto es que cada vez viajamos más y los que no lo hacen es porque no pueden.
La agresiva competencia entre las empresas del sector viajes no ha servido
mucho para mejorar la experiencia. De hecho, nos encontramos en caída libre. El
tiempo de gestión y tránsito se ha convertido en un mal trago necesario que hay
que pagar para sentirnos distintos por unos días.
¿Dice
la gente la verdad cuando, a la vuelta, confiesan haber vivido buenas experiencias
en sus viajes relámpago a Tailandia, Roma o Estambul? Es verdad que quizás
hayamos visto algunas buenas fotos en Facebook o Instagram, el equivalente
contemporáneo a las insufribles sesiones de diapositivas conque los familiares
y amigos nos castigaban antiguamente, pero la verdad es que uno cada vez tiene
más dudas de que la gente disfrute tanto como dice.
La impresión que uno tiene muchas veces es que a la gente le
gusta más contarlo que vivirlo. Como sucede a menudo con esos conocidos que han
estado en restaurantes con estrellas Michelín hacienda un gran esfuerzo
económico e invariablemente te dicen que ha sido una de las mejores comidas de
su vida aunque al cabo de dos semanas ya hayan olvidado lo que comieron.
Lo mismo sucede con los viajes, un buen puñado de anécdotas
viajeras sabiamente dosificadas se ha covertido en un elemento forjador de
nuestra identidad. ¿De
qué hablan acaso en las primeras citas la gente que se conoce a través de las
webs de contactos o relaciones personales?
Viajar y mostrarlo lo antes posible en las plataformas
sociales enaltece nuestro valor como sujetos y objetos gracias al voyeurismo de
los demás y al valor de la experiencia y el recuerdo.
Los más ilusos siguen diciendo que el nacionalismo se cura viajando pero no es lo que
yo me he encontrado. La mayoría de las veces viajar solo sirve para que el
viajero subraye las diferencias entre su lugar de origen y el sitio visitado.
Existen grandes nacionalistas que han viajado mucho, que vuelven quejándose de
lo sucias que estaban las calles, la contaminación y lo mal que le sentó tal o
cual comida.
Y, sin embargo, es cierto que los viajes siguen siendo la
mejor forma de despojarse del pesado fardo de la identidad, que es al fin y al
cabo el único método de ausentarnos del mundo manteniendo los pies en el suelo.
Viajar es un placer aunque sea un coñazo.
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