Que quede claro, no tengo ningún interés personal o comercial en que a Amazon le vaya bien. No tengo ni tíos ni familiares medianamente lejanos que trabajen ahí.
Pero me sigue sorprendiendo que en un mundo en el que, querámoslo o no, la mayoría de la gente establece una conexión con la realidad a través de las marcas, en España se sea tan pacato al hablar abiertamente de ellas en las tribunas públicas. Halagar desinteresadamente al que lo hace bien le pone a uno bajo sospecha.
Está de moda meterse con Amazon. Si uno no se mete con Amazon parece que no es un amante de los libros, que no le gusta que haya librerías en las ciudades, que los autores reciban una justa compensación, que se trate bien a los empleados que trabajan en los almacenes o que haya una sana competencia.
Resulta que antes de que apareciera Amazon, todo funcionaba bien. Las ciudades españolas estaban llenas de encantadoras librerías en las que los libreros eran reencarnaciones de Simone de Beauvoir o Jean Paul Sartre y uno siempre acababa llevándose a casa una obra maestra sobre la que más tarde debatía largo y tendido con ese exquisito librero de toda la vida.
Vamos a ver, lo que yo recuerdo, con excepción de algunas librerías excepcionales que en su mayoría siguen funcionando y a las que sigo acudiendo, es que la mayoría de las veces que iba buscando un libro en concreto, casi nunca lo encontraba porque no lo tenían o estaba descatalogado. Recuerdo sitios pequeños e incómodos en los que uno apenas podía moverse, lugares transformados en meras oficinas de pedidos en las que a uno siempre acababan diciéndole "si quiere se lo podemos encargar" y que siempre estaban cerrados los sábados por la tarde o los domingos que es cuando uno de verdad tiene tiempo para estas cosas. En los sitios que más libros venden como la FNAC, la Casa del Libro o El Corte Inglés ya hace mucho tiempo que la cultura la despachan a estilo supermercado y los empleados se han transformado en meros reponedores que llevan la expresión de agobio en la cara.
No dudo de que lo que cuentan los periódicos acerca del trato que reciben los almaceneros de Amazon en países como Estados Unidos o Alemania sea cierto acerca de la disciplina ignominiosa a la que se los somete, pero no hace falta irse tan lejos. Sólo basta preguntar a las personas que trabajan en Carrefour, a las cajeras del Mercadona, de Zara y de casi cualquier empresa del sector servicios cara al público en qué condiciones se desenvuelve su trabajo diario en el que tienen que comportarse como máquinas durante 8 horas al día por 800 euros. Cuántas veces, como cliente, sale uno pensando este tipo de cosas cuando no ha recibido la atención que uno espera en este tipo de comercios. Hay que denunciar las malas prácticas laborales, sí, pero en todos por igual y no solo en aquellos de los que no se esperan ingresos publicitarios.
Lo cierto es que en una época en el que la reducción de costes se impone siempre a la prestación de un mejor servicio (la gente se pasa la vida esperando a que les atienda un operador al teléfono, aguardando en colas a que les despachen un sandwich a precio de oro sin que apenas les miren, estresados metiendo la comida en las bolsas al hacer la compra en el supermercado tratando siempre infructuosamente de seguir el ritmo del cajero, echándose ellos mismos la gasolina, etc...), Amazon es una de las pocas empresas que sirven a un público masivo basándose en un paradigma que, al menos como cliente, nunca transmite rapacería.
No debe ser tan mala una empresa que realiza los envíos de una cantidad casi infinita de productos siempre en la fecha indicada y en buen estado; con la que uno se conecta un sábado por la noche para realizar una petición y recibe una respuesta ese mismo sábado por la noche con una promesa que siempre se cumple; en la que uno realiza una transacción por error y es subsanada casi al instante ofreciendo una compensación bastante generosa.
Decir, como hace Marc Fumaroli, que Amazon no paga impuestos es contar la mitad de la historia, si esa reducción de costes se traslada al cliente, que somos todos, en forma de mejores precios y servicio.
Un pecado, por lo visto, y de lo que deben avergonzarse los usuarios que no pueden permitirse las pequeñas y exquisitas boutiques de cualquier producto que constituyen el nuevo ideal de consumo de las clases medias-altas.
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