Hace poco hablaba con un profesor español que da clases en
una universidad francesa. Le parecía ridículo que en las universidades
norteamericanas los alumnos rellenaran cuestionarios al final de cada curso
para evaluar a los profesores. En Francia no se le da ningún crédito a esta forma de medir la
calidad del profesorado.
Cuando me reúno con colegas españoles la actitud es la
misma. Se que en Italia y Portugal se ven las cosas parecidas. Los profesores
pueden estar años soltando el mismo rollo de la misma manera sin rendir cuentas
a nadie. Lo contrario, arguyen, es fomentar el lameculismo de los profesores a
alumnos y rebajar los estándares. Se quedan tan a gusto.
En España es muy típico eso de que si hay dudas acerca de
como se pueden medir los fenómenos o de si son contraproducentes es mejor no
hacer nada al respecto. Un país mediterráneo más, se dice.
En buena parte del mundo es todo lo contrario. Se entiende
que tener una buena universidad depende de tener buenos docentes y que está
bien evaluarlos de vez en cuando. Algo que parece lógico. Sin renunciar a la
duda como método, las formas de evaluación del profesorado se someten a revisión continuamente, se renuevan, se cambian, se perfeccionan y, al final,
hay una relativa insatisfacción y reconocimiento de que no hay una forma
perfecta de hacerlo. Pero ni se les pasa por la cabeza, dejar de intentarlo o buscar
otros métodos que den mejor resultado.
En las universidades norteamericanas se llega al extremo de
que las que las evaluaciones de los alumnos suele ser la principal vara de
medir utilizada por los distintos comités de departamento (junto a las
publicaciones) y facultad a la hora de determinar si un profesor merece ser
promocionado o no. Suelen revisarse cada uno o dos años dependiendo del centro.
Viene al caso debido a la publicación de un estudio de la Universidad de California en Berkeley titulado “Una evaluación de las evaluaciones de los cursos” que pone a caldo el sistema de que los alumnos evalúen a los
profesores debido principalmente a que son muy pocos los que contestan y suelen
ser los que aman o detestan al profesor y no la, digamos, clase media del
alumnado.
Hay otros motivos que no cita el artículo como el hecho de
que la importancia de este instrumento de medición provoca que los profesores
inflen las notas de los alumnos para protegerse, rebajen los estándares o cultiven amistades extracadémicas con los estudiantes. Otras críticas que se arguyen son que favorece a los que
enseñan cierto tipo de clases o tienen una personalidad atractiva que a veces
no tiene que ver con el conocimiento de la materia.
Pellizzari y su equipo realizaron un experimento en
la escuela de negocios Bocconi de Milan haciendo un seguimiento de las notas
de los estudiantes que estudiaban con los “mejores” profesores según las
evaluaciones de los alumnos.
Lo que descubrieron fue que cuanto mejor parecían los
profesores a ojos de los alumnos, peores notas sacaban esos mismos alumnos en
las clases que tomaban posteriormente.
También hay bastantes estudios serios como el de Beleche y su equipo que demuestran que si hay una correlación entre buenas
evaluaciones y aprendizaje del alumno. Podríamos pasarnos horas citando
estudios.
En todo caso, un denominador común de los mismos es aconsejar
que se utilicen otros métodos como la evaluación realizada por otros colegas o
la revisión de materiales de clase por comités.
Ninguno de estos métodos es infalible pero, sin lugar al
duda, el peor método es no aplicar ninguno y conformarnos con lo que hay como
sucede en la mayoría de las universidades públicas de España.
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