Da la
impresión de que nos encontramos en tránsito hacia una cultura oral, una
especie de regreso a los orígenes del hombre.
Parece
que a la gente le cuesta más abrir un libro que nunca. No sólo lo dicen las
ventas de libros, que han bajado considerablemente, sino una cultura ambiente
en la que prima la idea de experiencia sobre el conocimiento.
No se
considera versado en Londres o la historia de Ana Frank, a aquel que ha leído a
Dickens o el diario de Ana Frank sino al que ha viajado a la capital inglesa,
aunque haya sido un fin de semana con un paquete turístico de bajor coste, o el que ha entrado en la casa natal de la
escritora en Amsterdam. Ir, sentir no importa qué, gana la partida a estar y
leer, al supuesto intermediario que te cuenta la historia.
Es verdad
que una gran parte de los lectores de periódicos en papel se ha pasado a las
ediciones digitales, pero, lo dice el tiempo que pasa la gente en cada
artículo, se lee distinto, menos, raramente se llega hasta el final de los
artículos.
También
es cierto que, especialmente los jóvenes pero no sólo, pasan mucho tiempo en
los medios sociales al fin y al cabo “leyendo”, decodificando símbolos
escritos, pero la verdad es que cada vez más “se escribe como se habla”, leemos
pero en realidad es como si estuvieramos escuchando una jerga poco elaborada,
hecha para el consumo y la destrucción instantánea, que aunque podamos
recuperar en realidad es una hipótesis que no nos interesa, como las imágenes
que circulan en Snapshot.
Estudiar
los libros de texto, leer interminables artículos académicos está cada vez más
desprestigiado en el mundo de la enseñanza convencional. Prima la idea de que
el aprendizaje es producto de la experiencia, de compartir con otros. El ratón
de biblioteca que deglute libros en solitario, si es que todavía existe, se
considera un fracasado, alguien que no ha entendido el signo de los tiempos. El
profesor que prescribe demasiadas lecturas que requieren demasiado tiempo no ha
entendido lo que es un mundo que se mueve a la velocidad de la luz. Leer pasa
por no ser un trámite ineludible para aprender, sino más bien al contrario.
Hemos
pasado, al menos en términos de lo que es el ideal normativo, de un extremo a
otro del péndulo, de las, al menos teóricamente soporíferas e inútiles
lecciones magistrales a la dictadura del trabajo en grupo, las discusiones y el
refuerzo positivo.
En
España, por un complejo histórico archiconocido, nos gusta abrazar las modas y
las vanguardias acríticamente. Eso incluye la pobreza de las bibliotecas de las
escuelas españolas, incluso las de élite, que están despobladas de libros.
En los
Estados Unidos, que nunca ha tenido problema en negar las tradiciones pero
también en inventarlas si es necesario, las bibliotecas de los colegios están
llenas de libros, a los estudiantes se les invita a visitarlas durante el
horario lectivo, a llevarse libros prestados, a leer a Dashiel Hammett o a J.
K. Rowling aunque antes no hayan leído a Shakespeare.
Aquí hay
que haber leído ineludiblemente el Cantar
del Mio Cid y la Celestina antes
de llegar a Lorenzo Silva o a Elvira Lindo.
Así nos
va.
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