Con los pueblos sucede como con las librerías, a nadie le
gusta que desaparezcan pero pocos estamos dispuestos a mantenerlas con nuestro
tiempo y dinero.
Adentrarse en el interior desde la costa, cualquier interior
y cualquier costa, es entrar en un tunel del tiempo que no necesariamente fue
mejor. Por muy habituados que estemos siempre nos choca el vacío y el silencio
más propios de tierras del nuevo mundo o de los países que la gente prefiere
evitar que de la vieja Europa.
Los veranos, época de sol y playa como dicta la cultura de
ocio, destapan nuestras verguenzas tanto como su estado de hecatombe cuando uno
los atraviesa, cansados, desvencijados, sin perspectivas. La época estival
sirve para recordarnos las visitas incumplidas, las llamadas de Pascuas a
Ramos, los entierros a los que no acudimos, las obras que nunca haremos en las
casas de nuestros antepasados, las flores que no reponemos tan a menudo como
deberíamos en los cementerios, las críticas por lo que hicimos o dejamos de
hacer, el polvo que se acumula en las cajas de libros que acabarán en el
estercolero.
Nos lamentamos pero al mismo tiempo nos alegramos
secretamente de que esos pueblos desaparezcan, pierdan fuerza, de que cada vez
haya menos razones para regresar, para sumergirnos en el silencio opresivo,
para afrontar las miradas de extraños que creen saberlo todo de nosotros.
Nos satisface secretamente que cada año menos gente salga
por la noche a tomar el fresco, a charlar por que sí, para así no tener que dar
explicaciones por quedarnos en casa leyendo, conectados a internet o, lo peor, incluso
viendo la televisión en pleno verano.
Contamos con verguenza las horas, los minutos que nos
llevarán los asuntos que nos traen por allí, eludimos las conversaciones que se
alargan más de la cuenta con esa gente a la que parecemos importarles tanto
pero que nunca nos preguntan por lo que de verdad nos importa.
Los precios del bar, que solían hacernos gracia, nos parecen
si acaso una anécdota de dudoso interés. Los pueblos deshabitados nos dan un
baño de realidad. Los viejos del lugar siempre nos recuerdan permanentemente
que envejecer y morir, como decía Gil de Biedma, eran las dimensiones del
teatro.
Los pueblos no valen para nada, sólo para aburrirse, para
hacerle sentir a uno mal, pensamos, para recordarle a uno lo que no quiere
seguir siendo y lo que nunca será, nos ponen en nuestro sitio, también a prueba
con ínfimas probabilidades de salir airosos aun cuando en nuestras vidas de
urbanitas nos creamos lo contrario.
Huelen algo a mugre, a novela de Miguel Delibes, a historias
que uno preferiría olvidar, a gasoil de los tractores, a tabaco negro, a
excrementos de vaca.
Son, pese a los pesares, necesarios, para hacernos dudar,
cuestionarnos y apreciar en lo que vale los beneficios de la cultura liberal
que los norteamericanos expandieron por el mundo de que uno tiene derecho a ser
lo que quiera con independencia de sus orígenes aunque sabemos que no siempre
se cumple.
Sentido comentario. Es verdad, ir a un pueblo es un quiero y no puedo que se torna opresivo. Quizá porque nos enfrente a esa verdad incuestionable que dice que la vida es básicamente envejecer y morir. Creo que estás en disposición ahora de leer a Llamazares, uno de los que se ha dedicado durante años a plasmar ese desgarro. un abrazo.
ResponderEliminarPues tendré que leerle. Todos los veranos me deja alto tocado el ir por ahí y no sólo por ver a mis padres ya mayores y peleando como gato panza arriba con sus limitaciones.
ResponderEliminarOjalá me hiciera más fuerte y fuera una catársis, pero me da que no...