Es desolador escuchar a los padres decir cariacontecidos que
esa operación de cadera tan necesaria no se realizará hasta después del verano.
A amigos que el juicio pendiente de ese inquilino que lleva un año sin pagar es
imposible que tenga lugar hasta septiembre u octubre. Si la salud o la justicia
pueden esperar, ¿qué será de todo lo demás?
Existe la percepción colectiva de que el país está cerrado
por vacaciones los meses de verano y nos resignamos a ello como si fuera un mal
inevitable, como si fuera lógico que los quirófanos o los tribunales de
justicia detengan o ralentizen su actividad dependiendo de la estación.
Tenemos asumido que el año está operativo durante nueve
meses. No más. Igual que el calendario escolar. Eso sí, un poco más que la
universidad pública española que sigue cerrando sus puertas prácticamente 5
meses al año. Bueno, quizás se pueda realizar algún papeleo mientras tanto,
haya alguna actividad en ventanilla o algún alumno despistado siga acudiendo a
las cada vez más vacías bibliotecas, pero lo cierto es que los campus de las
universidades españolas ofrecen una imagen desoladora durante una importante
porción del año.
Quedan, eso sí, los cursos de verano. Las figuras de
relumbrón que año sí y año también ocupan el palacio de la Magdalena y sus
equivalentes en otras autonomías haciendo las delicias de turistas de playa de
día y estudiantes de tarde o viceversa.
Asumimos que la universidad de verano debe ser una especie
de pachanga, salvo excepciones, que incluye cafés, cenas, copas e incluso
ligoteo hasta las tantas de la madrugada. También diplomas acreditativos de la
asistencia a cursos en los que no se ha evaluado nada ni nadie, como los que se
entregan a los niños por participar en un torneo de futbito.
Mientras tanto, las clases de los campus de verdad
permanecen vacías y polvorientas. Alumnos motivados o con necesidades
económicas a los que les gustaría graduarse en tres en lugar de en cuatro años
tienen que esperar a octubre a que empiece el curso. Profesores a los que les
gustaría incrementar sus congelados y cada vez más escuálidos salarios durante
el verano se ven obligados a apretarse el cinturón aún más o incluso a
desempeñar otros trabajos que no tienen nada que ver con el mundo académico.
Ofrecen un aspecto desolador. Esas instalaciones que los
contribuyentes financiaron con sus impuestos siguen siendo utilizadas menos de
7 meses al año, como si hasta el mes de mayo no empezara a impartirse clase en
ellas.
Si las empresas o la administración no cierran, ¿por qué las universidades?
Acaso es un lujo que no pueden permitirse. Las universidades
públicas americanas, mucho más boyantes que las españolas pese a todo, lo
saben. Sólo se cierran durante el mes de agosto, si acaso. A los profesores se
les da la oportunidad de ganar más, si quieren, y a los estudiantes de acabar
antes sus carreras ofreciendo cursos presenciales, híbridos o a distancia. A
los políticos también les gusta que los estudiantes se gradúen antes y formen
parte de la fuerza productiva cualificada. Los campus siguen teniendo vida
durante el verano y aportan actividad a ciudades pequeñas o grandes que tienen
más que ofrecer a sus habitantes.
De Norteamérica se pueden imitar unas cuantas cosas que no
tienen que ver con el vilipendiado sistema sanitario o la falta de políticas
sociales.
Pongamos la universidad al servicio de la gente, toda la
gente y todo el año. Lo contrario, es un lujo que nunca pudimos ni podemos
permitirnos.
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