Al contrario de lo que piensan algunos
extranjeros que me he encontrado, los jóvenes españoles no se van de España
porque vivan mal, porque sus condiciones materiales sean indignas o
deshonrosas. No sueñan, como otros que he visto, con supermercados llenos de
cosas, con que sus hijos vayan al colegio o tengan un seguro de salud. Ni
siquiera con dinero para salir el fin de semana e incluso para hacerse un
viajecillo en Ryanair. Todo eso muchos lo siguen teniendo incluso en circunstancias
difíciles.
Conozco profesores de universidades
americanas que viajan a Madrid pensando que se van a encontrar legiones de
jóvenes tapados con cartones durmiendo en las bocas de metro, multitudes de
personas pidiendo en la calle y autobuses destartalados circulando por las
calles. El mundo de las percepciones es, sin embargo, tozudo. Cuando vuelven, a
pesar de que la realidad es la que es, describen más mendigos y gente sin hogar
rastreando en las papeleras de los que sin duda vieron. Encontraron lo que
buscaron.
Ese no es el problema español, aunque la
idea de mendicidad esté profundamente arraigada desde tiempos inmemoriales. Los
jóvenes españoles pueden ser un poco pasivos, y se que generalizo profundamente
(yo fui uno de ellos), almidonados, ingenuos a veces, pero por lo que veo son
en general mentalmente más equilibrados y afectivamente más maduros que muchos
de los que me he encontrado por el mundo. Sienten empatía por otros, son
sociables y capaces de tener una conversación con un adulto. Cínicos cuando
tienen que serlo e ingenuos cuando no. No está mal para empezar y los
universitarios están bastante mejor preparados de lo que se dice.
¿Qué
les falta? ¿Donde
está la malesse? Necesitan tener un
proyecto vital, algo que en España siempre ha sido complicado más allá de la
mera supervivencia (llámese pisito, coche, mes de vacaciones). Ahora ni eso.
Por eso se van. Fallan las condiciones materiales pero también culturales.
La sociedad americana es la más
eficiente que conozco en aquello de dotar a los individuos (y a cualquier
organización) de una misión en la vida, de metas y objetivos. Se inculca la
idea de producto (outcome), de tener
metas y objetivos, cuanto más tangibles mejor. Suena algo primitivo, puede
verse como una forma de eludir hacerse las preguntas fundamentales de la vida
ya que la consecución de metas tangibles suele dejarnos siempre insatisfechos,
pero es una necesidad incuestionable la de tener metas concretas en la vida.
En la universidad española todavía se
escucha mucho eso de que uno no está allí para ser un profesional de nada
(“esto no es FP”), sino para formarse, adquirir unas destrezas intelectuales y
toda esa serie de vaguedades que no conducen demasiado allá ni hacen
necesariamente a la universidad mejor. Sin embargo, se deja a los jóvenes
demasiado a su suerte.
Aunque la sociedad americana no es el
modelo en muchas cosas, no es mentira del todo que esté cuajada de individuos
solitarios (los americanos tienen como media uno o dos amigos a lo largo de su
vida) que pasan su vida cambiando de ciudades en busca del dólar extra, los
americanos si lo han hecho bien en cuanto a dotar al individuo de una misión en
la vida, algo que la mayoría de la gente necesita y que suele construirse
alrededor del mundo del trabajo.
En la escuela, la universidad, la atención al individuo es constante. Se
busca orientarlo a potenciar sus capacidades en aquello que sobresale.
Sorprende, en contraste con España, la existencia de la figura del mentor (mentor), un vocablo que en España apenas
se usa y que suena a otro siglo pero que tiene como función no dejar al
individuo abandonado a su suerte en el mundo académico o profesional.
En el
mundo profesional o académico norteamericano se entiende que convertirse en
mentor de alguien o en un mentee, es decir, una persona que sigue el
consejo o la guía de otro, no es producto del azar o la coincidencia de haber
conocido a alguien determinado con un carisma especial. En empresas y
universidades hay procedimientos claramente delimitados para que los profesores
más expertos guíen a los más jovenes, los profesionales más veteranos a los
recién llegados y los docentes a sus alumnos fuera del aula. Es, sin más, una
obligación del que sabe más, del más curtido, instruir en la toma de decisiones
al que sabe menos, al más inexperto.
Por
supuesto, como todo en la vida hay mentores mejores y peores, pero la buena
disposición, tanto para el consejo como para el aprendizaje, suele estar
presente en ambas partes. Para muchos americanos, compartir su conocimiento y
tiempo con otros es parte de la noción de servicio a los demás que se espera de
cualquier persona con responsabilidades, con independencia de sus creencias
religiosas, éticas o morales.
Recuperemos
la figura del mentor. Nuestros jóvenes necesitan gente que les ayude a tomar
decisiones.
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