Las noticias se suceden a diario. Hablan de una sociedad
presente o futura en la que cada vez una sima más grande separa a una relativa
minoría de gente a la que las cosas les van bien o muy bien y al resto, resignados
a vivir de productos y servicios low cost
y del estado protector.
Nadie quiere quedarse rezagado en esta carrera hacia un
futuro que no se sabe exactamente que va a traer. Los padres y los hijos están
preocupados. Cada vez más pronto. Los colegios, las actividades extraexcolares
o con quien se relacionan tus hijos se eligen cuidadosamente pensando en 10 o
15 años vista. Los padres literalmente matan y
también mienten para que acepten a sus hijos en los mejores colegios y
donde se pueden establecer los mejores contactos.
No digamos de las universidades. Los menos pudientes se
libran de esta obsesión y se tienen que conformar con el café para todos, un
sistema de universidades públicas que tiende hacia la indiferenciación. Pero
los que se lo pueden permitir y tienen ínfulas se lanzan a deguello de las
universidades norteamericanas de más renombre, pienso en las que pertenecen a
la Ivy League, por ejemplo.
Las clases adineradas de las grandes metrópolis
norteamericanas gastan cientos de miles de dólares en preparar desde su más
tierna infancia a sus hijos para que acaben en Brown, Yale o Duke.
Mensualidades de colegios que no pueden pagarse con el sueldo de dos o tres
mileuristas, asesores de carrera que pasan minutas de 50.000 dólares anuales y
otras lindezas por el estilo como campamentos de verano de dos semanas de
duración en Stanford por 7.000 dólares.
Es un proceso que dura años, con el fin de asegurar un asiento en una de
estas instituciones. Un proceso que se ha endurecido estos últimos años al
tratarse de un mercado mundial. Igual que la presión inmobiliaria desde todas
las partes del mundo ha hecho imposible vivir en Manhattan, San Francisco o
Vancouver a muchos locales, sucede lo mismo con las universidades de élite.
Cada vez hay más chavales que se sienten frustrados, fracasados
al haber hecho todo lo que se les ha dicho y darse cuenta de que no era
suficiente para ser admitido en una de estas instituciones. Una consecuencia
más de la globalización, en mercados más integrados los que se lo llevan son
cada vez menos y se llevan cada vez más. Ser local, sobre todo en este tema,
cuenta menos sobre todo teniendo en cuenta que los extranjeros suelen pagar más
que los residentes.
De todo ello habla Frank Bruni en su libro que podría
traducirse algo así como Donde vayas noes quién serás: Un antidoto contra la obsesión por las universidades de élite.
Viene a decir que en realidad hay muchas universidades que pueden proporcionar
una educación igual o mejor que las de la Ivy League y, por tanto, no hay que
obsesionarse. Da muchos ejemplos, incluso demasiados, como suele suceder en este
tipo de libros que agotan su discurso a las 30 páginas. Es, sin embargo, un
libro necesario que demuestra con datos fehacientes algo que mucha gente piensa
o sospecha pero que nadie se atreve a decir abiertamente, que hay algo de
cuento en estas universidades aparentemente tan selectivas, que los
investigadores y doctorados justifican su fama pero que la educación de las
carreras de cuatro años es igual o peor que en otras universidades de menor
fama. Lo que importa es el individuo y sus ganas de hacer cosas, no tanto el
continente.
Sin embargo, aunque se ha convertido en un best seller en
Estados Unidos, no va hacer que la gente se obsesione menos por el tema. Ni que
ciertas consultoras norteamericanas solo contraten a graduados de ciertas
universidades por considerar que gracias a ello se quitan buena parte del
trabajo de selección.
Si, hay mucho de cuento en ello pero mientras el hombre sea
un animal fundamentalmente emocional y motivado por la diferencia, las universidades
de la Ivy League tienen negocio asegurado para rato.
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