La verdad es que oyendo en el último debate a los candidatos republicanos,
todavía ocho, era difícil no acordarse de los líderes de los nacionalismos periféricos
españoles, siempre amantes de la derrota, propensos a enaltecer un pasado
idealizado que nunca existió, causado por un enemigo exterior y que les sirve
de motivación para mantener a la parroquia alerta.
Todos ellos, sin excepción, hablaban de pérdidas. De la derrota económica
de las empresas norteamericanas frente a las empresas de las potencias
emergentes. De la fuga masiva de puestos de trabajo al mundo en desarrollo. Del
fracaso de la educación universitaria que gracias a ellos reverdecerá los
laureles. Del hundimiento de la clase media. De la pérdida de influencia de los
Estados Unidos en los asuntos internacionales.
Es curioso, porque para el resto del mundo no ha habido periodo de la
historia reciente en que las compañías americanas sean más hegemónicas en el
mundo. Todas las grandes empresas de la nueva economía (Apple, Microsoft,
Google, Amazon, etc, etc.) son americanas, globales y compiten ferozmente entre
ellas. Son los ejemplos que se ponen en el resto del mundo de lo que hay que
hacer en términos de, esa palabra que va a desgastarse de tanto usarla a
diestro y siniestro, innovación.
Los Estados Unidos tienen, ahora sí, un paro del 5 por ciento, un dato que,
en cierto modo, redime al país de tantas carencias como tiene en su estilo de
vida y es la envidia del mundo desarrollado y subdesarrollado. Sus
universidades siguen siendo la referencia en el mundo, tanto a nivel científico
como en términos de marketing y oropel. A la clase media ni siquiera le ha
hecho falta subirse la cultura low cost,
más propia de europeos empobrecidos. El ejército y los estadistas americanos siguen
protagonizando las grandes trifulcas internacionales.
En realidad, los grandes fracasos de los americanos como civilización es de
lo que los candidatos republicanos se sentían verdaderamente orgullosos ya que
rehusaron hablar de ello porque se supone que está bien: el poder inatacable de
los grandes grupos de influencia para cambiar leyes que no funcionan como la
falta de control de la posesión de armas de fuego; o el hecho de que todo el
sistema de salud, por mucha reforma que haya hecho Obama, esté en manos
privadas y muchas de sus decisiones se tomen únicamente por ánimo de lucre. Algo de responsabilidad tendrá en que la vida media de un norteamericano sea de 78 años, unos 5 años menos que la de un europeo. Parece que lo importante sigue siendo que uno no tenga que compartir habitación en los hospitales privados de los Estados Unidos. Pues muy bien.
Se sienten orgullosos de las taras del sistema porque son ejemplos del
excepcionalismo americano, esa expresión que a bastante gente todavía gusta en
este país y que incluye en el paquete nunca mirar como otros países han
resuelto con bastante solvencia esos problemas.
Es curioso, convierten la victoria en derrota y la derrota en victoria. Son
unos fenómenos porque consiguen hacerlo y que, quizás por la fuerza de la costumbre,
pase desapercibido.
Sabemos que los
demócratas no son perfectos, que hacen y dicen muchas ridiculeces.
Pero a cualquier
europeo cabal, ya sea socialdemócrata, liberal o conservador, le resulta francamente
difícil simpatizar con el discurso de los republicanos.
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