Asisto a una sesión en la que un alto ejecutivo de una
empresa clave en el sector del marketing y la comunicación se dirige a un grupo
de universitarios norteamericanos a punto de graduarse. El mensaje es muy
claro. Les dice que van a competir por los puestos de trabajo a los que aspiran
en Seattle con gente de todo el mundo, especialmente europeos y asiáticos,
porque Estados Unidos sigue siendo el país de las oportunidades.
Es un modo de motivarles como otro cualquiera pero además es
cierto, Seattle es la ciudad norteamericana con la población mejor educada, en
la que habita un mayor porcentaje de gente con doctorados, masters y títulos
universitarios.
Gran parte de la culpa de la fortaleza de Seattle como líder
en innovación la tienen los inmigrantes venidos de todas partes del mundo que
trabajan en empresas globales como Microsoft, Amazon o Starbucks que tienen su
sede en esta ciudad.
Si uno va por las calles de Seattle, sus centros
comerciales, sus restaurantes, oye hablar inglés con muchos acentos y encuentra
todo tipo de fisonomías.
Este grupo de estudiantes que escuchaban la arenga eran
todos nacidos en Norteamérica y sin acento. No van a buscar trabajos en cadenas
de comida rápida, de limpiadores o taxistas. Tampoco les están diciendo que
alguien en China con una salario chino vaya a hacer su trabajo sino que en su
propia ciudad, alguien nacido muy lejos es posible que compita por el mismo
puesto y le supere.
Lejos de lo que cabía esperar su reacción no es negativa, ni
antagonista, ni defensiva, ni envidiosa, ni si quiera se les pasa por la cabeza
que pueda ser de otra forma si los que llegan reunen los méritos para llevarse
salaries de 100.000 o 200.000 dólares al año.
No se plantean otra cosa en un mundo global. Saben que la
prosperidad de Seattle en los últimos 30 años tiene mucho que ver con el nivel
de apertura, de tolerancia que reina y que hace que la gente de talento quiera
vivir allí.
Ni uno solo de ellos habla o piensa que habría que limitar
la contratación de extranjeros, como por ejemplo sucede en las ciudades
deprimidas del medio oeste, que el progreso sea una cuestión de suma cero, que
haya que poner piedrecitas en el camino, implantar sistemas de oposiciones,
titulaciones especiales, complicados sistemas de puntuación, requisitos de
difícil cumplimiento para los de fuera o complicados trámites burocráticos para
que el foráneo pueda poner un negocio, ejercer de ciudadano de pleno derecho o
trabajar para el estado o la universidad pública.
La sociedad norteamericana puede tener muchos defectos pero
desde luego no el abuso de las excusas si uno no logra lo que espera. A estos
estudiantes se les dice que hacer bien el trabajo se da por hecho, que ser
buena persona y buen compañero se da por descontado, que hay que inventar,
discutir, innovar, hacer las cosas de una forma distinta.
Uno va a estas empresas y hay pizarras y rotuladores por
todas partes, los horarios son flexibles, hay gente que estudia un master o un
doctorado al tiempo que trabajo. Hay sitios donde la gente puede debatir ideas
jugando al ping-pong o al futbolín a cualquier hora del día. Hay menos de
apariencia e hipocresía en ello de lo que la gente piensa.
No se por qué, cuando oigo este tipo de discursos, me vienen
a la cabeza, quizás por contraste, expresiones con las que he crecido. Algunas de
ellas, a bote pronto, son “hacer oposiciones”, “cantar temas”, “no puedes irte
antes de las siete”, “se trata de meter horas”, “de aquí, de toda la vida”,
“para toda la vida”, “horario partido”, “dorarle la píldora”, “por lo civil o
por lo militar”, “estudias o trabajas” (como si no se pudieran hacer las dos
cosas).
Suenan rancias, invitan a la melancolía, sí, pero provienen
de un mundo todavía bastante vigente por desgracia.