La manifestación de la Diada ayer confirma una vez más el prestigio y el poder
de la opinión pública. Vox populi vox Dei.
Como si se tratara de un designio divino, la existencia de cientos de miles de
individuos celebrando la independencia de Cataluña por anticipado crea acojone,
preocupación en muchos. Sin embargo, ese prestigio del que goza la opinión
pública en nuestros días no siempre ha sido tan indiscutible. Hasta hace menos
de un siglo, lo más florido de la intelectualidad tendía a desconfiar de las
opiniones surgidas al albor de la muchedumbre.
El filósofo
hispano-estadounidense Jorge Santayana, por cierto de origen catalán por parte
de madre, describía las opiniones de las personas como “creaciones de la mente
humana, de los sentidos humanos y pasiones estimuladas y controladas por hechos
externos”. Santayana aceptaba que las opiniones reflejaban el bienestar o el
dolor de las personas, el ambiente en que vivían, pero eran incapaces de
penetrar en aquello que constituía la verdadera naturaleza de las cosas.
Santayana negaba la validez intrínseca de las opiniones a no ser que éstas se
fundaran en criterios de verdad basados en la historia, la percepción o la
ciencia. No es por tanto extraño que el filósofo resaltara todo aquello que
hacía de la opinión pública un ente dudoso, etéreo y volátil, como el viento
“que a veces se convierte en una fuerza formidable, algo que lleva en volandas
o contra lo que lucha el individuo”, pero que también “es invisible, asciende
de repente en gustos y misteriosamente desaparece”. La convicción de que el
hombre, siempre temeroso de ir contracorriente, es un ser esencialmente
imitativo al que cuesta mantener sus opiniones en solitario, le llevaría a
cuestionar la opinión del pueblo sobre cuestiones complejas.
Walter Lippmann, discípulo
de Santayana y autor de La opinión
pública en 1922 (probablemente el tratado acerca de esta materia más
importante escrito en el siglo XX), desarrolló en este libro el concepto de
estereotipo para explicar como las personas, tratando de dar respuesta a
realidades complejas, se guíaban por una serie de “imágenes en sus cabezas”
sobre un mundo que estaba “fuera de su alcance, de su vista y de su mente”.
Como Santayana, Lippmann presuponía que la opinión pública no constituía un
grupo de individuos definido y que éste variaba en función de los intereses
personales. Ambos criticaban como el hombre de su tiempo habría sucumbido
irremisiblemente a las técnicas de propaganda de políticos y publicitarios.
No escasean en el siglo XX
las cabezas pensantes que relativizan en algún momento de sus carreras el valor
de la opinión pública. Hoy, al contrario, tener la opinión pública del lado de
uno es síntoma de tener razón, incluso de cierta calidad en la argumentación. Medio
o un millón de personas manifestándose en una calle parece un indicio
inequívoco de que la opinión pública ha hablado, de que algo hay que hacer al
respecto y sobre todo rápido, cuanto más rápido mejor, aunque estemos hablando
de decisiones tan importantes como convocar un referendum de secesión. De nada
sirve, como sostenía Lippmann, que todos sepamos que los políticos no son más
que meros seguidores de los deseos irracionales del público. La mayoría
silenciosa que no se manifiesta por las calles ni responde a las encuestas, ya
que al fin y al cabo la percepción de aquello que constituye la opinión pública
actúa como mordaza, no parece contar demasiado. Es, después de todo, demasiado
pasiva, desinteresada y, en cierto sentido, difícil de manipular como para ser
tenida en consideración. No acudir a una manifestación o acercarse a una urna
no computa y acaba sucediendo que la opinión pública se convierte “no en la voz
de Dios ni la voz de la sociedad, sino la voz de los espectadores interesados
en la acción”, como escribió Lippmann en una obra posterior sobre el mismo
tema, El público fantasma, en 1925.
Si la opinión pública es
la reina del mundo, las elecciones se han convertido meramente en herramientas
para medir la capacidad de movilización de las distintas opciones por cualquier
medio legítimo o ilegítimo.
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