El otro día
pregunté a un amigo de mi hijo, que acaba de empezar sexto en una escuela
pública del estado de Washington, que cosas hacía en la clase llamada Arte. Al
ser la primera clase sobre esta materia en su corta vida académica y la primera
semana de clase, me imaginaba que a lo mejor me diría que estaban estudiando
las pinturas rupestres de las cuevas de Lascaux o Altamira.
Para mi sorpresa,
me vino a decir que básicamente dedicaban el tiempo a dibujar o a realizar
piezas de cerámica. Inmediatamente me vino a la cabeza que en mis tiempos a esa
clase se le hubiera llamado trabajos manuales o simplemente dibujo, las únicas
asignaturas que me planteaban dificultades en la Educación General Básica. Pero
no arte o mejor dicho historia del arte.
La situación no
mejora mucho en high school. Uno
puede graduarse en el sistema educativo norteamericano sin haber oído hablar de
Matisse. Ir a clase de arte para un estudiante norteamericano no es aprender a
distinguir el románico del gótico o saber quien era Tiziano. Es ponerse a
dibujar sketches o construir una vasija siguiendo unas instrucciones
relativamente básicas de forma que el producto de cada uno de ellos mantenga
una mínima singularidad.
Saber un poco de
historia del arte ha quedado para los personajes de las películas vintage de James Ivory. Hoy en día saber
de arte apenas otorga distinción salvo en círculos profesionales. Tampoco
incrementa el poder de seducción de uno ni las posibilidades de ganar una suma
de dinero por modesta que sea. Unos pocos prestamos alguna atención a la
arquitectura, pintura o escultura cuando viajamos porque nos cuenta cosas del
pasado, de nosotros mismos o nos permite ahondar en la condición humana.
En cambio, para cada vez más gente hacer un dibujo o
pasar un par de horas moldeando un vaso de cerámica hace sentir a la gente más
satisfecha y confiada por haber sacado algo adelante por ellos mismos. Más
satisfechos que si supieran distinguir el dórico del jónico.
Por mucha
globalización que valga, el sistema educativo norteamericano sigue siendo
diferente. En consonancia con los valores de esta sociedad, la expresión
“experiential learning” se ha convertido en fetiche. Lo que no se hace, no se
sabe. Tu sabrás mucho, o algo, de Tiziano o Goya pero si no sabes dibujar un
pájaro, no tienes ni idea de lo que hablas.
Por eso el
americano medio cuando viaja a Europa no sabe que es un rosetón o quizás ha
oído hablar de Juan Gris pero eso tampoco importa.
Quiso la
casualidad que el mismo día leyera una entrevista con Stephen Hawking en la que
invitaba a los jóvenes que quieren ser científicos a marcharse a Estados Unidos
ya que “allí valoran la ciencia porque se amortiza con tecnología.”
Aunque los
estudiantes norteamericanos no tienen unos conocimientos extraordinarios en
ciencia, según PISA y otros estudios, lo cierto es que es verdad que el
científico tiene proyección pública y gana dinero en los Estados Unidos. Muchos
de ellos son extranjeros que abundan en las carreras de ciencias en las
universidades de élite norteamericanas. Se le da mucha bola en programas de
televisión y las universidades los adoran si son capaces de escribir grants y traer dinero del mundo de la
empresa.
Y una última
cosa, lo que hacen aporta confort material y cambia la vida cotidiana de la
gente como ya no lo hace ningún artista. Y, además, también saben.
Madre mía, qué deprimente. Y yo pensando que nuestra civilización estaba a salvo, al menos, hasta la victoria definitiva de ISIS.
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