Alegra ver el interés que ha despertado, incluso antes de su
finalización, El libro blanco de la
función docente del que está a cargo el filósofo José Antonio Marina.
Estaría bien que fuera el punto de partida de un Pacto de
Estado sobre Educación que durara al menos una década, tiempo necesario para
acometer muchas de las reformas que hacen falta.
Habla de cosas importantes como la necesidad de evaluar a
los profesores y de incentivar a los mejores. Aunque también produce cierto
sonrojo explicar a los colegas extranjeros que asuntos tan obvios están todavía
sujetos a debate en nuestro país.
Cuando uno empieza una reforma, suponiendo que sea así,
desde casi los cimientos uno tiene que asumir que tiene que correr un poco más
para no quedarse excesivamente rezagado respecto a los países punteros que, mal
que le pese a algunos siguen avanzando, sino que ofrece la oportunidad de
aprender de sus errores.
Una de las cuestiones candentes se refiere a como se evalúa
al profesorado. Jose Antonio Marina habla de una suerte de inspectores, se
supone que campeones en el arte de enseñar, que irían recorriendo los colegios
y universidades españoles analizando los portafolios de alumnos y filmando y analizando
clases. Suena bien, pero, ¿de
donde saldrían tantos inspectores como harían falta? ¿Hay acaso miles de expertos en España
expertos en docencia? ¿Quién
pagaría por su trabajo? Ni siquiera queda claro que tal número sería
suficiente.
Evaluar al profesorado no es un lujo, es imprescindible. La
cuestión es cómo. En muchos países, como Estados Unidos, cada vez son más las
voces autorizadas que cuestionan el status quo. Es decir, en gran número de
centros y universidades la evaluación se basa en la nota que los alumnos ponen
a los profesores, un método fácil y en apariencia empírico, pero poco riguroso.
Este sistema ha generado entre otros males la inflación de notas (si, la A
actual es la B pasada y la B es la C) y una cierta perspectiva a privilegiar el
entretenimiento sobre la sustancia. Artículos recientes como el de Stark yFreishtart de la Universidad de Berkeley hace que muchas universidades se estén
replanteando las cosas.
Surge una visión más holística del problema. Los comentarios
de los alumnos pueden (o no) ser interesante pero es interesante que los
mejores docentes de cada centro vean a sus compañeros en acción, quizás que los
estudiantes debatan en un focus group que funciona o no en la clase, fijarse en
los resultados que los alumnos de una clase obtienen en otras clases de nivel
superior y un sinfin de etcéteras.
No hay recetas fáciles, desde luego, pero hay que
felicitarse de que en España, con varias décadas de retraso, el debate se haya
iniciado.
Me preocupa una cierta obsesión centralizadora de Marina,
pensando que debe ser una agencia gubernamental la que resuelva el problema con
miles de inspectores.
En eso, creo que la lógica del mercado se muestra más
eficiente. Creemos un ambiente real de competencia entre centros y universidades,
que la gente elija, que los centros sean las principales entidades concernidas
por su reputación, que la cercanía geográfica no sea el primer criterio para
hacer los centros atractivos y que haya movilidad estudiantil, que el dinero ya
no haya sido adjudicado de antemano por el ministerio de turno. Que la gente
pueda y en la práctica elija el centro.
Sólo de esa manera, si a los centros les va la vida en ello,
evaluarán ellos mismos a los profesores como es debido. Ello no excluye que se
recurra a agencias de evaluación externas. Pero, en mucho países, como Estados
Unidos, se ha comprobado que las agencias de evaluación son privadas, muchas
veces entidades sin ánimo de lucro, y funcionan mejor, menos sujetas a
intereses politicos y partidistas. Evaluar una universidad no debe ser muy
distinto a otorgar una certificación de calidad a una empresa. De hecho, este
tipo de evaluaciones por agencias externas ya se dan en las escuelas de
negocios con buenos resultados.
Si no, la cosa funcionará a trancas y barrancas, entre otras
cosas porque el estado no va a disponer en muchísimo tiempo de ese cuerpo de
funcionarios tan ejemplar ni probablemente de la partida presupuestaria para
pagarlos.
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